No está bien. Clayton Brassey ya ha entregado el testigo de ser el habitante de mayor edad del pueblo. Está sentado en el salón, en su sillón preferido, con su orinal de esmalte desportillado en el regazo y el Bastón del Boston Post apoyado en la pared de al lado, y está frío como el hielo. No hay ni rastro de Nell Toomey, su tataranieta y principal cuidadora; la chica ha salido hacia la Cúpula con su hermano y su cuñada.
Marta dice:
– Oh, tío… Lo siento, pero seguramente ya era tu hora.
Entra en el dormitorio, saca una sábana limpia del armario y cubre al anciano con ella. El resultado se asemeja un poco a una pieza de mobiliario cubierta en una casa abandonada. Una cómoda alta, quizá. Marta oye el generador consumiendo combustible en la parte de atrás y piensa que qué demonios. Enciende el televisor, sintoniza la CNN y se sienta en el sofá. Lo que aparece en la pantalla casi consigue hacerle olvidar que está acompañada por un cadáver.
Es un plano aéreo tomado con un potente teleobjetivo desde un helicóptero que se cierne por encima del mercadillo de Motton, donde aparcarán los autobuses de las visitas. Los más madrugadores del interior de la Cúpula ya están allí. Detrás de ellos llega el haj : dos carriles de asfalto llenos de gente hasta el Food City. No puede pasarse por alto la similitud de los habitantes del pueblo con hormigas.
Un locutor no hace más que parlotear utilizando palabras como «maravilloso» y «sorprendente». La segunda vez que dice «Nunca había visto nada igual», Marta quita el sonido y piensa: Nadie había visto nunca nada igual, tonto del bote. Está pensando en levantarse a ver qué encuentra en la cocina para picar (a lo mejor no es apropiado, con un cadáver en la habitación, pero ella tiene hambre, joder), y entonces la imagen de la pantalla se divide. En la mitad izquierda, otro helicóptero sigue ahora la hilera de autobuses que salen de Castle Rock, y la leyenda de la parte inferior de la pantalla dice LOS VISITANTES LLEGARÁN POCO DESPUÉS DE LAS 10.00 H.
Al final tendrá tiempo de prepararse alguna cosilla. Marta encuentra galletitas saladas, mantequilla de cacahuete y (lo mejor de todo) tres botellas frías de Bud. Se lo lleva de vuelta al salón en una bandeja y se sienta.
– Gracias, tío -dice.
Aun sin sonido (sobre todo sin sonido), las imágenes yuxtapuestas son fascinantes, hipnóticas. Cuando la primera cerveza empieza a subírsele a la cabeza (¡qué felicidad!), Marta se da cuenta de que es como esperar que una fuerza irrefrenable se tope con un objeto inamovible, preguntándose si se producirá una explosión cuando se encuentren.
No muy lejos de la muchedumbre que se está reuniendo, en el montículo donde están cavando la tumba de su padre, Ollie Dinsmore se apoya en su pala y observa el gentío que se acerca: doscientos, después cuatrocientos, luego ochocientos. Ochocientos como mínimo. Ve a una mujer que lleva a un bebé a la espalda en una de esas mochilas para críos y se pregunta si está mal de la azotea, sacar a un niño tan pequeño con el calor que hace, sin un gorro siquiera para protegerle la cabeza. Los vecinos que van llegando se quedan de pie bajo el neblinoso sol, mirando y esperando con impaciencia los autobuses. Ollie piensa en lo lento y triste que será el paseo de vuelta, cuando la juerga haya terminado. Todo el trayecto hasta el pueblo bajo el calor abrasador de la tarde. Después retoma el trabajo que tiene entre manos.
Detrás de la creciente muchedumbre, en ambos arcenes de la 119, la policía (una docena de agentes, casi todos nuevos, comandados por Henry Morrison) aparca sus coches patrulla con las luces del techo encendidas. Los últimos dos vehículos llegan más tarde porque Henry les ha ordenado que carguen en el maletero garrafas de agua del caño que hay en el parque de bomberos, donde, según ha descubierto, el generador no solo sigue funcionando, sino que parece que aguantará un par de semanas más. No va a haber agua suficiente, ni mucho menos (es una cantidad absurdamente ridícula, de hecho, dado el gentío), pero es cuanto pueden hacer. La reservarán para los que se desmayen bajo el sol. Henry espera que no sean muchos, pero sabe que algunos caerán, y maldice a Jim Rennie por la falta de preparativos. Sabe que es porque a Rennie le importa un comino y, en opinión de Henry, eso hace que la negligencia sea aún más grave.
Él ha ido hasta allí con Pamela Chen, la única de los nuevos «ayudantes especiales» en quien confía por completo, y cuando ve esa afluencia de gente, le dice que llame al hospital. Quiere la ambulancia allí cerca, esperando. La chica vuelve cinco minutos después con una información que a Henry le resulta tan increíble como absolutamente esperable. Una paciente ha contestado al teléfono de recepción, dice Pamela, una joven que se ha presentado esa mañana con la muñeca rota. Dice que todo el personal médico se ha marchado y que la ambulancia tampoco está.
– Vaya, pues sí que estamos bien -dice Henry-. Espero que tengas frescos tus conocimientos de primeros auxilios, Pammie, porque a lo mejor vas a tener que ponerlos en práctica.
– Sé aplicar resucitación cardiopulmonar.
– Bien. -Señala a Joe Boxer, el dentista con debilidad por los Eggo. Boxer lleva un brazalete azul y gesticula con arrogancia para que la gente se aparte hacia uno y otro lado de la carretera (la mayoría no le hacen caso)-. Y si a alguien le duele una muela, que se la arranque ese capullo engreído.
– Eso será si tienen dinero en metálico para pagarle -dice Pamela. Tuvo su experiencia con Joe Boxer cuando le salieron las muelas del juicio. El hombre le dijo algo de «intercambiar un servicio por otro» mientras le miraba los pechos de una forma que a ella no le gustó lo más mínimo.
– Me parece que tengo una gorra de los Red Sox en el asiento de atrás del coche -dice Henry-. Si la encuentras, ¿te importaría llevársela? -Señala a la mujer a la que Ollie ya ha visto, la del bebé con la cabeza descubierta-. Pónsela a la niña y dile a esa mujer que es idiota.
– Le llevaré la gorra, pero no pienso decirle nada por el estilo -contesta Pamela con tranquilidad-. Es Mary Lou Costas. Tiene diecisiete años, lleva un año casada con un camionero que casi le dobla la edad y seguramente espera que haya venido a verla.
Henry suspira.
– Aun así, sigue siendo una idiota, pero supongo que a los diecisiete todos lo somos.
Y siguen llegando. Ven a un hombre que no parece llevar agua, pero sí carga con un gran radiocasete que retransmite a todo volumen el góspel de la WCIK. Dos de sus amigos despliegan una pancarta. Las palabras están flanqueadas por unos bastoncillos de algodón gigantescos y torpemente dibujados. ¡X FAVOR, SALVADNOS!, dice.
– Esto va a acabar mal -dice Henry, y tiene razón, desde luego, solo que no sabe lo mal que va a acabar.
La creciente muchedumbre aguarda bajo el sol. Los que tienen la vejiga floja se acercan a los matorrales que quedan al oeste de la carretera para mear. La mayoría acaban llenos de arañazos antes de poder aliviarse. Una mujer obesa (Mabel Alston; también padece lo que ella llama «la diabetes») se hace un esguince en el tobillo y cae ahí mismo aullando hasta que un par de hombres se le acercan y consiguen que se tenga sobre el pie que le queda sano. Lennie Meechum, el jefe de la oficina de correos del pueblo (al menos hasta esa semana, cuando las entregas del servicio postal de Estados Unidos han quedado suspendidas hasta nuevo aviso), consigue que le presten un bastón. Después le dice a Henry que Mabel necesita que la lleven al pueblo. Henry dice que no puede proporcionarle un coche. Tendrá que descansar en la sombra, dice.
Lennie gesticula con los brazos hacia ambos lados de la carretera.
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