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Jack Higgins: El Ojo Del Huracan

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Jack Higgins El Ojo Del Huracan

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Una feroz guerra subterránea… y el más audaz de los atentados. Sean Dillon es un asesino. Quizá su atracción por la violencia surgiera de la convicción política cuando formó parte del IRA. Pero ya ha perdido las referencias y los escrúpulos. Dillon es un sicario, un carísimo sicario. Tan caro que sólo un magnate iraquí del petróleo puede pagarle. Son los tiempos de la guerra del Golfo, y un magnicidio puede afectar el equilibrio de los aliados. Se trata de un extraordinario desafío, que sólo Dillon puede abordar. Y él mismo fijará el blanco: el primer ministro británico, John Major. La minuciosa preparación del golpe, los ciegos esfuerzos del servicio secreto por evitarlo, forman el nudo de una obra tan inteligente como trepidante. La maestría de Jack Higgins -de quien Grijalbo ha publicado Ha llegado el águila y El águila emprende el vuelo- alcanza en esta obra la máxima sutileza, energía y verosimilitud.

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– Sal, Rashid -ordenó Aroun en voz alta, y luego explicó volviéndose hacia Dillon-: No es más que un ayudante mío.

Apareció entonces un joven de rostro moreno y facciones astutas; llevaba cazadora de cuero con el cuello levantado, y las manos hundidas en los bolsillos.

Dillon sabía reconocer a un profesional en cuanto le echaba el ojo encima.

– Las manos fuera. -Hizo un ademán con la Walther, y en efecto Rashid sonrió y sacó las manos de los bolsillos-. Bien, ahora ya puedo irme.

Se volvió hacia la puerta.

– Por favor, Sean. Sé razonable. Queremos hablarte de un trabajo -rogó Makeiev.

– Lo siento, Makeiev. No me gusta tu manera de hacer negocios.

– ¿Ni siquiera por un millón, señor Dillon? -intervino Michael Aroun.

Dillon se detuvo un momento para mirarle fríamente, y luego sonrió poniendo en juego su gran cordialidad.

– ¿Un millón de dólares o un millón de libras, señor Aroun? -tras lo cual salió a la calle, bajo el aguacero.

Cuando se cerró la puerta, Aroun comentó:

– No contamos con él.

– Al contrario -replicó Makeiev-. Es un tipo muy extraño ése, puedes creerme.

Volviéndose hacia Rashid, le preguntó:

– ¿Traes el teléfono portátil?

– Sí, coronel.

– Bien, pues ve tras él. Síguele y no le pierdas de vista. Cuando haya entrado en su casa, dondequiera que sea, me llamas. Estaremos en la avenida Victor Hugo.

Rashid salió sin pronunciar palabra. Aroun sacó la cartera y dejó sobre la barra un billete de mil francos.

– Le quedamos muy agradecidos -aclaró en beneficio del estupefacto camarero, y luego él y Makeiev salieron.

Mientras se ponía al volante del sedán Mercedes negro, se volvió de nuevo hacia el ruso.

– No se le ha visto ni un solo titubeo.

– Un tipo muy notable el tal Sean Dillon -respondió Makeiev mientras el automóvil se ponía en marcha-. La primera vez que empuñó una pistola fue por cuenta del IRA, en mil novecientos setenta y uno. Figúrate, Michael. Hace de eso veinte años y aún no ha visto nunca una celda por dentro. Intervino en el caso Mountbatten, tras lo cual los suyos le consideraron quemado, por lo que pasó al continente. Como te decía, ha trabajado para todos, la OLP, el Ejército rojo alemán de los primeros tiempos, incluso para ETA. Mató a un general español por encargo de los nacionalistas vascos.

– ¿Y para el KGB?

– Naturalmente. Ha trabajado para nosotros en varias ocasiones. Contratamos siempre a los mejores, y Sean Dillon es de ésos. Además de inglés e irlandés, que no hace al caso, habla francés y alemán con soltura; árabe, italiano y ruso pasablemente.

– Y no le han atrapado nunca en veinte años. ¿Cómo ha podido tener tanta suerte?

– Porque posee un extraordinario talento de actor, amigo. O mejor dicho, es un genio. Cuando era un adolescente su familia se mudó de Belfast a Londres, y allí consiguió ingresar en la Real Academia de Arte Dramático con una beca. Incluso figuró en el elenco del Teatro Nacional cuando tenía diecinueve o veinte años. Nunca he conocido a nadie tan capaz de cambiar de personalidad o de aspecto recurriendo sólo al lenguaje corporal. No suele utilizar disfraces, aunque tampoco los desdeña cuando hace falta. Según la leyenda, a los servicios secretos de varios países les falta una fotografía que poner en su ficha, de manera que no saben a quién deberían buscar.

– ¿Ni siquiera los británicos? Al fin y el cabo, tratándose de un agente del IRA deben ser los mejor informados.

– Ni siquiera los británicos. Como te decía, no le han detenido nunca, ni le interesó jamás la celebridad, a diferencia de otros amigos suyos irlandeses. No creo que exista una foto suya en ninguna parte, excepto los viejos retratos del colegio.

– ¿Tampoco de sus tiempos de actor?

– Eso quizá, pero han transcurrido veinte años, Michael.

– ¿Crees que se encargará de nuestro asunto si le ofrezco una cantidad suficiente?

– El dinero por sí solo nunca ha sido móvil suficiente para él. Dillon se fija sobre todo en la naturaleza del trabajo… ¿Cómo decirlo? Que sea interesante. Y por encima de todo, es un actor. Vamos a ofrecerle un nuevo papel. En el teatro del mundo, si se quiere, pero no deja de ser una interpretación.

Sonrió mientras el Mercedes se unía a la caravana que enfilaba hacia el Arco del Triunfo.

– Espera y verás. Recibiremos noticias a través de Rashid.

En aquellos momentos el capitán Ali Rashid se hallaba a orillas del Sena, al final de un pequeño malecón que daba directamente al río. Seguía lloviendo a raudales agua mezclada con barro; Nôtre Dame iluminada por los focos parecía pintada en una pantalla de gasa. Contempló a Dillon, que venía por el estrecho malecón y enfilaba hacia un barracón edificado sobre pilotes. Esperó a que el otro entrase y luego le siguió.

Era un local bastante vetusto, hecho de madera y rodeado de barcas, barcazas y botes de todas clases y tamaños. Sobre la puerta, una enseña decía: Le Chat Noir. Miró con disimulo por la ventana. Había una barra y varias mesas, casi exactamente igual que en el establecimiento anterior, sólo que allí servían comidas y, al fondo, un tipo sentado en un taburete tocaba el acordeón. Todo muy parisién. Dillon estaba de pie junto a la barra hablando con una muchacha.

Rashid se hizo prudentemente atrás, regresó a la entrada del malecón y, deteniéndose al abrigo de una breve marquesina, marcó en su teléfono portátil el número de la casa de Aroun en la avenida Victor Hugo.

Se oyó un ligero clic al amartillar la Walther y en seguida Dillon le metió el cañón por la oreja derecha, lo que resultaba no poco doloroso.

– Sólo un par de preguntas, muchacho -exigió-. Para empezar, ¿tú quién eres?

– Me llamo Rashid, Ali Rashid -dijo el joven.

– ¿Eres de la OLP, supongo?

– No, señor Dillon. Soy capitán del ejército iraquí, con la misión de escoltar al señor Aroun.

– Y Makeiev y el KGB, ¿qué tienen que ver?

– Digamos que están de nuestro lado.

– Según están saliendo las cosas en el golfo, falta os hace tener a alguien de vuestro lado, muchacho -se oyó la tenue vibración de una voz en el teléfono portátil-. Vamos, contéstale.

– ¿Dónde está nuestro hombre, Rashid? -le preguntó Makeiev.

– Aquí mismo, al lado de un café de la orilla, cerca de Nôtre Dame -explicó Rashid-. Con la boca del cañón de su Walther apoyada en mi oreja.

– Que se ponga -ordenó Makeiev.

Rashid le pasó el aparato a Dillon, que dijo:

– ¿Qué pasa, viejo sinvergüenza?

– Un millón, Sean. En libras, si prefieres esa moneda.

– ¿Qué hay que hacer a cambio de tanto dinero?

– El trabajo más importante de tu vida. Deja que Rashid te acompañe hasta aquí y lo discutimos.

– No creo -replicó Dillon-. Preferiría que movieras el trasero y te pasaras por aquí a recogernos.

– Hecho -dijo Makeiev-. ¿Dónde estáis?

– En la orilla izquierda, frente a Nôtre Dame. En una taberna del malecón que se llama Le Chat Noir. Te esperamos.

Mientras se guardaba la Walther en el bolsillo, le devolvió el teléfono a Rashid, quien preguntó:

– ¿Viene?

– Naturalmente -sonrió Dillon-. Y ahora, ¿qué te parece si entramos y nos tomamos unas copas cómodamente sentados?

En el salón del piso principal de un inmueble de la avenida Victor Hugo que daba al Bois de Boulogne, Josef Makeiev colgó el teléfono y se encaminó hacia el sofá en donde había dejado el abrigo.

– ¿Era Rashid? -preguntó Aroun.

– Sí, está con Dillon en un local junto al río ahora. Voy a recogerlos.

– Te acompaño.

Makeiev se puso el abrigo.

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