– ¿Te gusta viajar, Sophia?
– Me fascina.
– Espléndido. Entonces haremos un pequeño viaje. Discúlpame un momento.
Sophia lo vio entrar en el restaurante. Junto a la puerta del lavabo para caballeros había un teléfono público.
Stanford colocó una tarjeta en la ranura y marcó un número. -Con el operador de la marina, por favor.
Segundos después, una voz dijo:
– C'est l'opératrice maritime.
– Quiero comunicarme con el yate Blue Skies. Whisky bravo lima nueve ocho cero…
La conversación duró cinco minutos; cuando terminó de hablar, marcó e121- 30- 30, el número del aeropuerto de Niza. Esta vez, la conversación fue más breve.
Cuando concluyó, se dirigió a Dmitri, quien enseguida abandonó el restaurante. Stanford volvió junto a Sophia.
– ¿Estás lista?
– Sí.
– Salgamos a pasear un rato. -Necesitaba tiempo para trazar un plan.
Era un día perfecto. El sol había salpicado nubes rosadas en el horizonte y ríos de luz plateada inundaban las calles.
Caminaron por la Rue Grande, pasaron por la Église, la hermosa iglesia del siglo XII, y se detuvieron en la boulangerie que había frente al Arco, para comprar pan recién horneado. Cuando salieron, una de las tres personas que lo seguían se encontraba fuera, enfrascada en la contemplación de la iglesia. Dmitri también lo aguardaba.
Harry Stanford le entregó el pan a Sophia.
– ¿Por qué no lo llevas a casa? Yo iré dentro de algunos minutos.
– De acuerdo. -Sonrió y dijo en voz baja-: Apresúrate, caro.
Stanford la observó alejarse y le hizo señas a Dmitri. -¿Qué has averiguado?
– La mujer y uno de los hombres se hospedan en Le Hameau, en el camino de La Colle.
Stanford conocía el lugar: era una granja encalada, con un huerto, a un kilómetro y medio al oeste de Sto. Paul de Vence.
– ¿Y el otro?
– En Mas D' Artigny.
Una mansión provenzal situada en una colina, a tres kilómetros al oeste de S1. Paul de Vence.
– ¿Qué quiere que haga con ellos, señor?
– Nada. Yo me ocuparé.
La villa de Harry Stanford estaba en la Rue de Casette, junto a la Mairie , en un sector de callejuelas empedradas y estrechas y casas muy viejas. La villa era una mansión de cinco plantas, construida con piedra y argamasa. Dos niveles por debajo del edificio principal había un garaje y una vieja cueva usada como bodega. Una escalera de piedra conducía a los dormitorios de arriba, a una despensa y a una terraza con techo de tejas. Toda la casa estaba repleta de antigüedades francesas y de flores.
Cuando Stanford regresó a la villa, Sophia lo aguardaba en el dormitorio. Estaba desnuda.
– ¿Por qué has tardado tanto? -susurró.
Para poder sobrevivir entre sus breves papeles en el cine, Sophia Matteo solía ganar algo de dinero trabajando como «acompañante», y estaba acostumbrada a simular orgasmos para complacer a sus clientes. Pero con aquel hombre no tenía necesidad de fingir: Stanford era insaciable y le provocaba un orgasmo tras otro.
Cuando finalmente quedaron agotados, Sophia lo rodeó con los brazos y murmuró, feliz:
– Podría quedarme aquí para siempre, caro.
«Ojalá yo también pudiera», pensó Stanford con pesar.
Cenaron en Le Cate de la Place, en la plaza del general De Gaulle, cerca de la entrada de la aldea. La cena estaba deliciosa; para Stanford, la sensación de peligro confería más sabor a la comida.
Cuando terminaron se dirigieron a la villa. Stanford caminaba con lentitud para asegurarse de que sus perseguidores lo siguieran.
A la una de la mañana, un hombre situado enfrente vio que las luces de la villa se apagaban, una tras otra, hasta que el edificio quedó completamente a oscuras.
A las cuatro y media de la madrugada, Harry Stanford se dirigió al cuarto de huéspedes donde dormía Sophia. La sacudió con suavidad.
– ¿Sophia…?
Ella abrió los ojos y lo miró. En su rostro se dibujó una sonrisa de anticipación, pero luego frunció el entrecejo: él estaba completamente vestido. Se incorporó en la cama.
– ¿Ocurre algo?
– No, querida. Todo está muy bien. Dijiste que te gustaba viajar. Pues bien, haremos un pequeño viaje.
Sophia se despertó por completo.
– ¿A estas horas?
– Sí. No debemos hacer ruido.
– Pero…
– Date prisa.
Quince minutos después, Harry Stanford, Sophia, Dmitri y Prince bajaban por la escalera de piedra al garaje del sótano donde se encontraba estacionado un Renault marrón. Dmitri abrió sigilosamente la puerta del garaje y miró hacia la calle. Salvo el Corniche blanco de Stanford, estacionado enfrente, parecía desierta.
– Todo despejado.
Stanford miró a Sophia.
– Vamos a participar en un pequeño juego. Tú y yo subiremos a la parte de atrás del Renault y nos echaremos en el suelo.
Ella abrió los ojos de par en par.
– ¿Porqué?
– Algunos competidores me han estado siguiendo -dijo él con tono sincero-. Estoy a punto de cerrar un negocio muy importante y tratan de averiguar de qué se trata. Si lo consiguen, podría costarme mucho dinero.
– Ya veo -dijo Sophia. No entendía nada de lo que estaba diciendo.
Cinco minutos más tarde, el coche atravesaba las puertas de la aldea camino de Niza. Un hombre sentado en un banco vio salir el Renault a toda velocidad. Al volante iba Dmitri Kaminsky y junto a él estaba Prince. El espía se apresuró a sacar un teléfono móvil y a marcar un número.
– Tal vez tengamos problemas.
– ¿Qué clase de problemas?
– Un Renault marrón acaba de pasar por las puertas de la aldea. Dmitri Kaminsky conducía y el perro iba dentro.
– ¿No estaba también Stanford?
– No.
– No lo creo. Su guardaespaldas jamás lo abandona por la noche, y el perro nunca se aparta de su lado.
– ¿El Corniche sigue estacionado frente a la villa?
– Sí, pero es posible que haya cambiado de automóvil. -¡O podría tratarse de un ardid! Llama al aeropuerto. Cinco minutos después hablaban con la torre de control. -¿El avión de monsieur Stanford? Oui. Llegó hace una hora y ya ha repostado el combustible.
Cinco minutos más tarde, dos personas se encontraban camino del aeropuerto, mientras la tercera seguía vigilando la villa.
* * *
Cuando el Renault marrón pasó por la calle sur Loup, Stanford se pasó al asiento.
– Ya podemos sentamos -le dijo a Sophia. Se dirigió a Dmitri-. Al aeropuerto de Niza. Deprisa.
– ¡Vaya! El viejo Stanford tenía prisa por levantar el vuelo, ¿no?
El piloto se encogió de hombros.
– No es asunto nuestro preguntamos los motivos sino sólo obedecer y cerrar la boca. ¿Cómo van las cosas ahí atrás?
El copiloto se levantó, se acercó a la puerta y espió la cabina.
– Está descansando.
Media hora después, en el aeropuerto de Niza, un Boeing 727 remodelado avanzaba con lentitud por la pista hacia el punto de despegue. En la torre, el controlador de vuelo dijo:
– Parece que tienen mucha prisa por levantar vuelo. El piloto ha pedido tres veces autorización para despegar.
– ¿A quién pertenece el avión?
– A Harry Stanford. El mismísimo rey Midas.
– Seguro que va camino de ganar otros mil o dos mil millones de dólares.
El controlador giró la cabeza para dirigir un jet Lear que despegaba en aquel momento y cogió el micrófono.
– Boeing ocho nueve cinco Papa, habla el Control de salidas de Niza. Se le autoriza a despegar. Cinco a la izquierda. Después del despegue, vire a la derecha, rumbo uno cuatro cero.
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