– Nunca en toda mi vida he sido tan sincero.
Barley brindaba a la salud de Matvey cuando empezó a sonar el teléfono junto al sofá. Katya se puso en pie de un salto, pero Sergey se le adelantó. Se llevó el auricular al oído y escuchó; luego, volvió a colgarlo, meneando la cabeza.
– Muchos cruces de líneas -dijo Katya, y fue pasando platos para los pastelillos.
No había más que su habitación. No había más que su cama.
Los niños se habían acostado ya, y Barley podía oírles roncar suavemente. Matvey yacía en su petate militar en el cuarto de estar, soñando ya en Leningrado. Katya permanecía sentada con la espalda muy erguida y Barley se sentaba a su lado, cogiéndola de la mano mientras miraba su rostro, que se recortaba contra la ventana, desprovista de cortinas.
– También quiero a Matvey -dijo.
Ella asintió con la cabeza y rió brevemente. Barley le acarició la mejilla con los nudillos y descubrió que estaba llorando.
– No de la misma manera que te quiero a ti -explicó-. Yo quiero a los niños, los tíos, los perros, los gatos y los músicos. El Arca entera es responsabilidad mía. Pero te quiero tan profundamente que me avergüenza ser tan locuaz. Me sentiría muy agradecido si pudiéramos encontrar una forma de reducirme al silencio. Te miro, y me da náuseas el sonido de mi propia voz. ¿Quieres eso por escrito?
Luego, con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó. Después, la guió hacia la cama, donde le apoyó la cabeza sobre la almohada y la besó de nuevo, primero en los labios y, luego, en los cerrados y húmedos párpados, mientras los brazos de ella le rodeaban la espalda y le atraían hacia sí. Luego le apartó, se levantó de un salto y fue a mirar a los gemelos antes de regresar. Entonces, corrió el pestillo de la puerta del dormitorio.
– Si vienen los niños, debes vestirte y mostrarte muy serio -advirtió, besándole.
– ¿Puedo decides que te quiero?
– Si lo haces, no lo traduciré.
– ¿Puedo decírtelo a ti?
– Si te estás muy quieto.
– ¿Lo traducirás?
Ella ya no lloraba. Ya no sonreía. Ojos negros, lógicos, escrutando como los de él. Un abrazo sin reservas, sin codicilos ocultos, sin letra pequeña agregada al contrato.
Nunca había conocido a Ned en semejante estado de ánimo. Se había convertido en el Jonás de su propia operación, y su bronco estoicismo sólo hacía sus presentimientos más difíciles de aceptar. En la sala de situación, se hallaba sentado a su mesa como si estuviese presidiendo un consejo de guerra, mientras Sheriton permanecía recostado a su lado como un inteligente osito de juguete. Y cuando con temerario impulso le llevé al «Connaught», adonde ocasionalmente solía llevar a Hannah, y, para aliviar la espera, le invité a una mágica cena en el asador, seguía sin poder penetrar la máscara de su paciencia.
Pues la verdad era que su pesimismo empezaba a afectar seriamente a mi propio estado de ánimo. Yo estaba en un balancín. Clive y Sheriton se hallaban encaramados en un extremo. Ned era el peso muerto en el otro. Y, dado que yo no soy un gran tomador de decisiones, resultaba tanto más turbador ver a un hombre normalmente tan incisivo resignarse al ostracismo.
– Estás viendo fantasmas, Ned -le dije, con muy poco de la convicción de Sheriton-. Has ido mucho más allá de cuanto cualquier otro pueda estar pensando. Está bien, ya no es tu caso. Eso no significa que sea un naufragio. Y tu credibilidad está, bueno, menguando.
– Una lista definitiva y exhaustiva -repitió Ned, como si la frase le hubiera sido inoculada por un hipnotizador-. ¿Por qué definitiva? ¿Por qué exhaustiva? Contéstame a eso. Cuando Barley le vio en Leningrado, ni siquiera quiso aceptar nuestro primer cuestionario. Se lo tiró a la cara a Barley. Y ahora está pidiendo toda la lista de compras de una sola vez. Pidiéndola. La lista definitiva. El Gran Portazo. Tenemos que confeccionarla para el fin de semana. Después, «Pájaro Azul›, no contestará a más preguntas de los hombres grises. «Ésta es vuestra última oportunidad», está diciendo. ¿Por qué?
– Míralo por el otro lado -le insté en desesperado murmullo, una vez que el camarero de vinos nos hubo traído una segunda botella de precioso clarete-. Está bien. «Pájaro Azul» ha caído en manos de los soviéticos. Le están manejando. Entonces, ¿por qué cortan toda comunicación? ¿Por qué no seguir dándonos cuerda? Tú no cortarías si estuvieras en su lugar. Tú no nos lanzarías un ultimátum, no fijarías plazos límites. ¿No es verdad?
Su respuesta pagó la mejor y más costosa comida a que jamás había invitado a un colega.
– Tal vez sí -dijo-. Si fuese ruso.
– ¿Por qué?
Sus palabras fueron tanto más estremecedoras por el hecho de ser pronunciadas con helado desapasionamiento.
– Porque podría no volver ya a ser presentable. Podría no ser capaz de hablar. O de coger su cuchillo y su tenedor. O de echar sal a su perdiz. Podría haber prestado un par de declaraciones voluntarias acerca de su encantadora amante de Moscú, que no tenía ni idea, pero realmente ni idea, de lo que estaba haciendo. Podría haber…
Regresamos andando a Grosvenor Square. Barley había salido del apartamento de Katya a medianoche, hora de Moscú, y vuelto al «Mezh», donde Henziger le había estado esperando en el vestíbulo, leyendo ostensiblemente un manuscrito.
Barley estaba de un humor excelente, pero no tenía nada nuevo que informar. Simplemente, una velada familiar, había dicho a Henziger, pero agradable de todos modos. Y la visita del hospital todavía en marcha, añadió.
Durante todo el día siguiente, nada. Un espacio. Espiar es esperar. Espiar es preocuparse desesperante uno mismo mientras ve cómo se va hundiendo Ned. Espiar es llevarte a Hannah a tu piso de Pimlico entre las cuatro y las seis de la tarde, cuando se supone que está recibiendo su clase de alemán, Dios sabe por qué. Espiar es imitar el amor y asegurarse de que ella está en casa a tiempo para darle la cena al querido Derek.
Fueron en el coche de Volodya. Ella lo había tomado prestado para la noche. Él había de esperarla delante de la estación de Metro del Aeropuerto a las nueve, y a las nueve en punto el «Lada» se detenía precariamente a su lado.
– No debías haber insistido -dijo ella.
Brillaban los altos edificios sobre ellos, pero en las calles se instalaba ya la amenazadora atmósfera del toque de queda. Aromas otoñales saturaban el húmedo aire nocturno. Una media luna envuelta en velos de niebla permanecía suspendida en el firmamento ante ellos. Ocasionalmente, sus manos se rozaban. Ocasionalmente, sus manos se agarraban en fuerte abrazo. Barley observaba el espejo retrovisor. Estaba roto y le faltaban algunos pedazos, pero podía ver en él lo suficiente como para distinguir a los coches que les seguían sin alcanzarles. Katya torció a la izquierda, pero continuó sin adelantarles nadie.
Ella se mantenía sin hablar, así que tampoco él lo hacía. Se preguntó cómo aprenderían dónde se podía hablar y dónde no. ¿En la escuela? ¿De otras chicas mayores a medida que crecían? ¿O era ésa la primera plática del médico de familia hacia el segundo año de la pubertad? «Ha llegado el momento de que sepas que los coches y las paredes tienen oídos igual que las personas…»
El coche avanzaba a sacudidas por una carretera lateral llena de baches que conducía a un aparcamiento a medio terminar.
– Imagina que eres un médico -le advirtió ella cuando se miraron uno a otro por encima del techo del coche-. Debes tener un aire muy severo.
– Soy un médico -dijo Barley. Ninguno de los dos bromeaba. Avanzaron por un laberinto de charcos iluminados por la luz de la luna hasta un sendero cubierto por un techo de amianto que conducía a unas puertas dobles y un vacío mostrador de recepción. Barley captó los primeros y alarmantes olores a hospital: desinfectante, cera de suelos, alcohol. Con paso vivo, ella le guió a través de un vestíbulo circular de cemento veteado, a lo largo de un pasillo con suelo de linóleo y por delante de un mostrador de mármol atendido por mujeres de gesto hosco. Un reloj señalaba las diez y veinticinco. Con ademán deliberadamente oficioso, Barley lo comparó con su reloj de pulsera. El del hospital iba diez minutos atrasado. El pasillo siguiente estaba flanqueado por figuras derrumbadas en sillas de cocina.
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