John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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– Es un caballero, señor Ned, que es lo que a mí me gusta -dijo una vigilante a la que se había encargado que enseñara a Barley los rudimentos de las técnicas callejeras-. Tiene inteligencia y tiene sentido del humor, que yo suelo decir que es la mitad del camino.

Más tarde confesó que había rechazado sus proposiciones en cumplimiento de las normas del Servicio, pero que él había logrado introducirla en la obra de Scott Fitzgerald.

– Parece cosa de brujería -declaró roncamente Barley al término de una fatigosa sesión sobre las técnicas de la escritura secreta. Pero era evidente que disfrutaba con ello de todos modos.

Y al ir acercándose el día decisivo, su sumisión se hizo total. Incluso cuando introduje al contable del Servicio, un tipo de aspecto lúgubre llamado Christopher, que había dedicado cinco días a una aterrada inspección de los libros de «Abercrombie & Blair», Barley no manifestó la rebeldía que yo había esperado.

– ¡Pero si todos los editores estamos casi en quiebra, Chris, muchacho! -protestó, paseando de un lado a otro del saloncito, sosteniendo el vaso de whisky en la mano mientras daba sus zancadas-. Los grandes como Jumbo comen las hojas, y nosotros mordisqueamos la corteza -y añadió, poniendo acento alemán-: Ustedes tienen sus métodos, nosotros tenemos los nuestros.

Pero a Ned y a mí nos traía sin cuidado el mundo editorial. Y lo mismo a Chris. Lo que nos importaba era la operación, y nos obsesionaba la pesadilla de que Barley pudiera dejamos colgados en medio de ella.

– ¡Pero yo no necesito un maldito director! -exclamó Barley, agitando hacia nosotros sus baqueteadas gafas-. Yo no puedo pagar a un maldito director. ¡Mis santas tías en Ely reventarán las ligas si contrato a un maldito director!

Pero yo ya me había encargado de las santas tías. Durante un almuerzo en Rules» había cortejado y conquistado a Lady Pandora Weir-Scott, más conocida por Barley como la Vaca Sagrada a causa de sus acendradas creencias anglicanas. Oficiando como pontífice del Foreign Office, yo le había explicado confidencialmente que la casa de «Abercrombie & Blair» iba a recibir una subvención subrepticia de la Fundación Rockefeller para promover las relaciones culturales anglosoviéticas. Pero ni una palabra, o el dinero sería escamoteado y entregado a otra editorial que lo mereciese.

– Bueno, pues yo lo merezco mucho más que nadie -aseguró Lady Pandora, separando los codos para extraer de su langosta la última tira comestible-. Pruebe a dirigir «Ammerford» con treinta mil al año.

Malévolamente, le pregunté si podía abordar a su sobrino.

– Ni hablar. Déjemelo a mí. Él no conoce el valor del dinero y no sabe mentir.

La necesidad de proporcionar a Barley un encargado pareció de pronto más urgente.

– Usted lo solicitó -explicó Ned, agitando ante el rostro de Barley un anuncio de una reciente edición de la Prensa cultural. Acreditada editorial británica busca lector cualificado de ruso para promoción a director, 25-45 años, ficción y técnicas, currículum vitae.

Y a la tarde siguiente Leonord Carl Wicklow se presentó en los repetidamente hipotecados locales de «Abercrombie & Blair», de Norfolk Street, Strand.

– Tengo un ángel para usted, señor Barley -retumbó en el viejo interfono la voz empapada en ginebra de la señora Dunbar-. ¿Le hago pasar?

Un ángel con las perneras de los pantalones sujetas con pinzas de ciclista y una cartera colgada de una correa que le cruzaba el pecho en bandolera. Frente angélica y despejada, sin una arruga, angélicos rizos rubios. Ojos angélicos que no conocían el mal. Una nariz angélica, tan misteriosamente torcida que lo primero que a uno se le ocurría al verle era alargar la mano y tratar de enderezársela. Entrevístele como lo haría con cualquier otro, le había dicho Ned a Barley. Leonard Carl Wicklow, nacido en Brighton en 1964, graduado con mención de honor en la Escuela de Estudios Eslavos y de Europa Oriental, Universidad de Londres.

– ¡Oh, sí! Usted. Maravilloso. Siéntese -gruñó Barley-. ¿Qué diablos le trae al mundo editorial? Piojoso oficio -había almorzado con una de sus más estridentes novelistas y todavía estaba digiriendo la experiencia.

– Bueno, en realidad es un deseo que he tenido durante años, señor -dijo Wicklow, con una sonrisa de angélico entusiasmo.

«No sé si el cabrón de él ladra o ronronea» le dijo esa misma noche a Ned en Knighstsbridge, mientras subíamos los tres las estrechas escaleras para nuestra vespertina cita con Walter.

– La verdad es que las dos cosas las hace bastante bien -respondió Ned.

Los seminarios de Walter mantenían cautivado a Barley. Barley amaba a cualquiera cuyo asidero en la vida fuese tenue, y Walter parecía como si se hallara en peligro de caerse por el borde del mundo cada vez que se levantaba de la silla. Hablaban de técnicas comerciales, hablaban de teología nuclear, hablaban del relato de horror de la ciencia soviética de la que era inevitablemente heredero el «Pájaro Azul» quienquiera que fuese. Walter era un profesor demasiado bueno como para revelar cuál era su tema, y Barley estaba demasiado interesado como para preguntar.

– ¿Control? -exclamó Walter, indignado-. ¿De verdad que no puede distinguir entre control y desarme, mentecato? ¿Desactivar la crisis mundial, dice? ¿Qué patochada propia del Guardian es ésa? Nuestros dirigentes adoran la crisis. Nuestros dirigentes se regodea n en la crisis. ¡Nuestros dirigentes se pasan la vida explorando el globo en busca de crisis que re aviven sus desfallecientes libidos!

Y Barley, lejos de ofenderse, se inclinaba hacia delante en su silla, gemía y aplaudía y pedía más. Desafiaba a Walter, se ponía en pie de un salto y recorría de un lado a otro la habitación. Tenía memoria, tenía aptitud, como Walter había predicho. Y su virginidad científica cedió al primer asalto, cuando Walter pronunció su conferencia introductoria sobre el equilibrio del terror, que se las había ingeniado para convertir en un inventario de todas las locuras de la Humanidad.

– No hay escape -anunció con satisfacción-. Y ninguna acumulación de bienintencionados sueños deparará una salida. El demonio no regresará al interior de su botella, el enfrentamiento es para siempre, el abrazo se hace más prieto y los juguetes más inteligentes a cada generación, y para ninguno de los dos bandos existe seguridad suficiente. Ni para los actores principales, ni para los pequeños advenedizos que todos los anos se agencian una bomba de bolsillo y se unen al club. Nos hemos cansado de creerlo, porque somos humanos. Podemos incluso engañarnos a nosotros mismos para creer que la amenaza ha desaparecido. No desaparecerá nunca. Nunca, nunca, nunca…

– ¿Y quién nos salvará, Walt? -preguntó Barley-. ¿Usted y Nedsky?

– Si algo nos salva, cosa que dudo, será la vanidad -repuso Walter-. Ningún dirigente quiere pasar a la Historia como el cretino que destruyó a su país en una tarde. Y el miedo, supongo. La mayoría de nuestros valerosos políticos tiene una narcisista objeción al suicidio, gracias a Dios.

– ¿No hay esperanza, si no?

– Para el hombre solo, no -respondió alegremente Walter, que más de una vez había considerado seriamente la posibilidad de tomar las Órdenes Sagradas, en vez de las del Servicio.

– Entonces, ¿qué es lo que Goethe está tratando de conseguir? -volvió a preguntar Barley, con un atisbo de exasperación.

– ¡Oh!, salvar al mundo, estoy seguro. A todos nos gustaría hacer eso.

– ¿Salvarlo cómo? ¿Cuál es su mensaje?

– Eso es lo que usted debe averiguar, ¿no?

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