Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Me lo encuentro regando las plantas en pantalón corto, camiseta y sandalias. Me ha visto llegar pero finge indiferencia. Es su actitud habitual, con la que pretende poner de manifiesto que mi presencia le fastidia. Riega la tierra del patio, cierra el agua, recoge la manguera y sólo entonces se digna mirarme.

– ¿Quieres un café?

– Con mucha azúcar, lo tomaré encantado.

No intento mostrarme cortés; la idea me entusiasma de verdad. Zisis es el último habitante de Atenas que sigue preparando café en las ascuas, hundiendo el cazo en las cenizas.

Subo la escalera exterior detrás de él. Dos cosas te impresionan cuando entras en la casa de Zisis. Una de ellas es visible, la otra no. La visible es la enorme biblioteca que recubre todas las paredes de la habitación. La invisible es la extensa base de datos que ha recopilado sobre los personajes públicos del país. En ocasiones ha accedido a facilitarme información pero jamás me ha mostrado sus archivos. A mi pregunta de por qué reunía tanta información, respondió una vez que seguramente lo hacía por reciprocidad. Toda la vida había sido fichado por las autoridades, ahora él también fichaba a las personalidades del Estado y con este espionaje mutuo alcanzaba cierto equilibrio.

Zisis entra en la habitación con una vieja bandeja metálica de café de barrio y deposita encima de la mesa la taza de café y un platillo con bizcochos.

– ¿Ahora compras bizcochos? -pregunto, sorprendido.

– Me los regaló la señora Andromaji, mi vecina. Cada vez que prepara bizcochos me manda un paquetito, la buena mujer.

Tomamos café sin hablar. Él, porque siempre espera que yo inicie la conversación, y yo porque quiero disfrutar en paz de mi café. La puerta está abierta pero las ventanas no, y hace mucho calor dentro de casa. Saco mi pañuelo y me enjugo el sudor del cogote.

– Este bochorno me mata.

– Ojalá hiciera más.

Lo miro como si fuera un esquimal.

– ¿Estás loco? La gente se desmaya por la calle.

– Me acostumbré a la humedad de vuestros calabozos y ahora nunca tengo suficiente.

Debí suponerlo. Cada vez que se descuelga con alguna frase aparentemente absurda, es para lanzar una indirecta contra la policía.

Como siempre, finjo no haberlo oído para no irritarlo aún más.

– Necesito tus luces.

– ¿Para aclarar tus dudas sobre Favieros o sobre Stefanakos?

– Empecemos por Favieros y sigamos con el otro.

– Uno de los líderes del movimiento estudiantil, siempre al frente de las movilizaciones y las sentadas, presente en los sucesos de la Politécnica. Fue detenido por la pasma, la policía militar, que lo torturó, como a tantos otros.

– ¿Por qué crees que terminó metido en tantos chanchullos?

– Porque se convirtió en empresario. Él iba a donde lo llevaban sus empresas.

– ¿Y sus empresas lo obligaban a dárselas de protector de los trabajadores extranjeros mientras, bajo mano, les vendía cuchitriles a precios inflados?

A veces, Zisis estalla cuando menos te lo esperas. Como ahora.

– Durante años os las visteis y las deseasteis para arrancarnos una confesión -grita-. Calabozos, exilios, torturas, todo para obligarnos a estampar una firma. Ahora hacemos nuestras confesiones voluntariamente, sin presiones, entregados a las empresas, la bolsa, los beneficios. Ni en sueños os habíais imaginado un éxito tan grande. ¡Habéis ganado! ¿Qué más quieres?

– Yo no quiero nada. Eran ellos los que se proclamaban luchadores en defensa de los oprimidos.

– ¡Despierta, no existen oprimidos con derecho a voto! -brama-. Los auténticos oprimidos vienen de fuera y, por lo tanto, no cuentan para nada. ¡Los únicos oprimidos con derecho a voto son los fumadores! Si el partido tuviera dos dedos de frente, organizaría una manifestación a favor de los fumadores con la consigna: «Arriba, parias de la tierra.» ¡Sería un exitazo!

Cuando se le cruzan los cables, resulta imposible dialogar con él. Se sale de sus casillas a cada momento y con cualquier pretexto. Decido no hablar más de Favieros y pasar a Stefanakos, con la esperanza de que se calme un poco.

– ¿Y Stefanakos?

Sus ojos relampaguean.

– No te canses. No encontrarás nada en su contra, ni siquiera en los últimos tiempos -asevera-. Él no se rindió. Luchó hasta el final.

– De acuerdo, Lambros -digo en tono conciliador-. Los dos eran irreprochables. Pero ¿puedes explicarme por qué se suicidaron?

– ¿No te llama la atención la manera en que se quitaron la vida?

– Mucho, aunque no logro entender por qué lo hicieron en público.

Se queda pensativo, como si deseara decirme algo pero no estuviese seguro.

– Si te cuento lo que pienso, no me taches de loco -me advierte.

– Adelante. Ya sé que no estás loco.

– Creo que no podían más. Habían llegado a un punto de desesperación. Favieros, a pesar de sus empresas, y Stefanakos, a pesar de sus luchas. Por eso se suicidaron en público, para conmocionar a la gente. -Nota que lo miro con incredulidad y sacude la cabeza-. No me crees, eres un poli y no lo entiendes. Dinero, renombre, poder… Llega un momento en que te ahogas en el lodo y necesitas hacer algo.

Recuerdo las últimas palabras de Stefanakos: «Espero que nuestra muerte no sea en vano» o algo así. Quizá la explicación de Zisis no carezca de fundamento, aunque me temo que las cosas son más complicadas. Decido no discutir. Prefiero dejarlo en su error inofensivo.

– También podrías venir alguna vez que no me necesitaras -me reprocha cuando me dispongo a bajar la escalera.

Otro en mi lugar se ofendería. Pero yo, que he llegado a conocerlo bien, sé que es su manera de expresar que le gusta tomar café conmigo.

Capítulo 23

Kula está sola en casa. Sentada delante del ordenador, se dedica a actualizar sus archivos. Adrianí ha salido.

– Ha ido a comprar camisetas para su hija -explica Kula-. Para que pueda cambiarse a menudo, con este calor.

Nunca he entendido su manía de comprar cosas para Katerina y enviárselas con los coches de línea, cuando ella podría conseguirlas directamente en Salónica por el mismo precio o incluso más baratas.

– Antes de salir, me encargó que le comunicara que ha llamado un tal Sotirópulos. Quiere que lo telefonee.

Kula me observa con curiosidad. Conoce a Sotirópulos, conoce mi aversión particular por los periodistas, y le extraña que éste en concreto me llame a casa. Dudo si contarle la verdad o inventar una excusa, y al final opto por ser sincero.

– Tengo razón cuando le digo al señor director que usted es más flexible de lo que parece -comenta Kula con una sonrisa.

– Y él insiste en que soy un bruto -añado, porque ya me conozco la historia.

– Más o menos.

– En todo caso, mi relación con Sotirópulos quedará entre nosotros.

– Como quiera, aunque pierde una oportunidad única de ganar puntos ante el señor director.

Debí ocuparme de ello hace tiempo. Ahora ya he perdido el tren. La informo del deseo del gobierno de que investiguemos discretamente los dos suicidios pero sin mencionar el nombre de Petrulakis y sin revelar su intención de achacar las muertes a Filipo el Macedonio. Concluyo con el relato de mi encuentro con Kariofilis, el notario, y dejo totalmente al margen a Zisis.

En cuanto termino de informar a Kula, llamo al móvil de Sotirópulos.

– Tenemos que hablar -dice al reconocer mi voz-. ¿Dónde podemos encontrarnos?

– He de ver a alguien en Polídroso; después de eso estoy libre.

– Bien. Yo termino en un par de horas. Nos encontraremos en el Flocafé de Kifisiás. El que llegue primero, que espere.

El tiempo ha cambiado. El cielo está cubierto de nubarrones y el bochorno es insoportable. Enfilo por segunda vez la avenida Reina Sofía y, cuando salgo a la avenida Kifisiás, parece que haya anochecido.

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