Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Tim se puso hecho una fiera.

– ¿Qué coño hacéis aquí?

– Al tardar tanto, hemos pensado que algo podía ir mal.

Tim reconoció la voz más áspera como la de Robert; dedujo que Mitchell era quien se abalanzaba sobre Bowrick. Un repentino cambio de papeles a la hora de la agresión que resultaba desconcertante pero era instintivamente lógico. La aparición de Mitchell era un incumplimiento de palabra inexcusable; la presencia de Robert era peor incluso. Tim pensó de inmediato en las mentiras que rodeaban la aparición del transmisor digital en su reloj. Quizá la Comisión siempre había jugado según sus propias normas a su espalda.

– Aquí no va mal nada.

– Bien -dijo Mitchell-. Pues nos lo cargamos y nos largamos de aquí.

Bowrick había reculado hasta la mesa en la cabeza gacha por temor al disparo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las manos extendidas a la altura de los hombros.

– No -dijo Tim.

Mitchell lo miró incrédulo: sus ojos eran dos lustrosas esferas blancas bajo la tela negra del pasamontañas.

– ¿Qué? -Acertó el ama unos centímetros, ahora apuntada hacia algún lugar entre Bowrick y Tim-. Vamos a hacerlo tanto si quieres como si no.

Antes de poder pensar, Tim ya había bajado la mano para sacar el arma. Apuntó a Mitchell a la cabeza y vio que el cañón de éste lo miraba directamente a la cara. Robert volvió el arma hacia Tim y luego otra vez hacia Bowrick, inquieto en el papel de mediador, que tan poco familiar le resultaba.

– Vamos a tranquilizarnos de una puta vez. Vamos a tranquilizarnos -dijo.

Bowrick tenía los ojos cerrados y la cabeza todavía gacha. Tim se desplazó poco a poco hasta quedar entre Mitchell y Bowrick, con los ojos entornados frente a la luz de la pequeña linterna. Cuando se recostó hacia atrás, sintió el calor del miedo de Bowrick apenas un paso a su espalda. Mantuvo la mirada fija en los músculos del antebrazo de Mitchell para leerlos. Tenía el dedo pegado al arma, en paralelo al cañón, justo al lado del guardamonte, listo para moverlo y apretar a la menor señal.

– Aparta. No quiero tonterías. ¡Aparta de una puta vez!

Mitchell desvió el arma bruscamente hacia la derecha y disparó. El ladrido del disparo vino acompañado de un destello de llamas en el cañón. La bala hizo saltar un trozo del armario. Bowrick murmuró algo en voz queda y aterrada detrás de Tim. Robert gritaba, pero en ese preciso instante todo se reducía a los ojos de Tim y los ojos de Mitchell, asomados desde las profundidades de los pasamontañas, fijos los unos en los otros.

Tim permaneció perfectamente inmóvil, con el arma apuntando a la cabeza de Mitchell:

– Si haces otro movimiento con el arma, a menos que sea para bajarla, te pego un tiro. -Lo dijo en voz queda, pero se aseguró de que Mitchell oyera hasta la última palabra por encima de los gritos de Robert-. Hazme caso, más te vale no empezar un tiroteo a quemarropa conmigo.

Se contemplaron el uno al otro por encima de sus respectivos cañones.

Al cabo, Mitchell acompañó el percutor hacia delante con el pulgar y dio media vuelta al arma para que reposara de costado sobre su mano, sin amartillar. A continuación se la enfundó a la cintura y salió a toda prisa, sus botas atronadoras sobre el parqué. Tim miró a Robert y ladeó la cabeza en dirección a la puerta. Este respiró hondo, se guardó el arma y siguió los pasos de su hermano a la carrera.

Tim dio media vuelta para no perder de vista a Bowrick y luego se metió la pistola en la cintura de los pantalones. El muchacho se dejó caer al suelo, blanco como la leche y tembloroso, con los rebordes de los ojos y la nariz enrojecidos. Le castañeteaban los dientes.

– Es mejor que te vayas. Ahora mismo. No esperes a que regresen.

Los pasos de Tim quebraron el silencio casi absoluto. La puerta de atrás colgaba del marco medio rota, y tuvo que abrirse paso entre las astillas para salir al asqueroso patio trasero.

Casi estaba a la altura de la verja cuando oyó que Bowrick vomitaba. Se detuvo y lanzó un hondo suspiro.

Minuto y medio después, Bowrick salió. Intentaba meterse unos billetes arrugados en el bolsillo y limpiarse la nariz con la manga al mismo tiempo. Se quedó de una pieza cuando vio que Tim lo aguardaba con el pasamontañas todavía puesto. Dio media vuelta para echar a correr, pero se detuvo al ver que el otro no hacía ningún ademán.

– Ah. Eres tú. He… Acabo de llamar a un colega que va a recogerme de aquí a cinco minutos. -Bowrick, nervioso, recorrió con mirada fugaz todo el perímetro del patio, cosa que Tim venía haciendo desde que estaba fuera-. ¿Puedes esperar conmigo hasta que aparezca?

Tim asintió.

Capítulo 32

Apenas había salido a Moorpark cuando vio las luces del coche de policía a su espalda. Se acercó al bordillo y vio que era un vehículo del Servicio Judicial y no un número de la Patrulla de Autopistas de California, pero ante la remota posibilidad de que no conociera al agente, encendió la luz cenital y mantuvo ambas manos bien a la vista sobre el volante.

El agente dirigió el foco del coche hacia el espejo retrovisor, de modo que Tim tuvo que entornar los ojos a medida que veía acercarse una silueta oscura. Esperó a que llamara con los nudillos a la ventanilla y la bajó. Dray se inclinó hacia él y apoyó ambas manos en el antepecho con una sonrisa taimada.

– Carné de conducir y documentos de matriculación. -Reparó entonces en la expresión de Tim-. ¿Qué ocurre?

– Tengo que hablar contigo.

– Ya me lo imaginaba. Te he hecho parar antes de que fueras a casa y te encarases con Mac.

– ¿Vas sola?

– Sí. ¿Por qué no me sigues? Vamos a salir de la carretera.

Tim siguió su coche. Un rato después, se desviaron hacia una pista de tierra, que iba a morir a la cima de un pequeño cañón, y avanzaron unos metros más haciendo crujir la gravilla bajo las ruedas. Tim bajó del coche y se sumó a Dray, que estaba sentada en el capó del suyo. Había olvidado lo bien que le sentaba el uniforme. Algo más abajo, un bosquecillo de eucaliptos y un garaje aislado tomaban forma en la oscuridad. A través de una ventana apenas iluminada, Tim vio a Kindell, que se agachaba e incorporaba como si trasladase cosas del suelo a un mostrador. Le sorprendía y al mismo tiempo no le sorprendía que hubieran acabado allí.

– Anoche se le reventó una cañería. – Dray apretó los labios hasta que se le quedaron blancos-. No sé qué pudo ocurrir. Lo malo es que no tiene registrado el domicilio, así que no puede quejarse a nadie. -Se volvió hacia él y añadió-: ¿Qué ocurre? Tienes una pinta horrible.

– No he sido capaz de llevar a cabo una ejecución. Hoy. En el último minuto, sencillamente no he…

Dray entrelazó las manos y apoyó la mejilla en los nudillos sin apartar la mirada de él:

– ¿Quién era?

– Terrill Bowrick.

Dray lanzó un silbido y dejó que el sonido se desvaneciera lentamente.

– Joder, no os andáis por las ramas. Directos al cuadro de honor de la peor gentuza.

– Mitchell se ha enfrentado a mí con un arma cuando he decidido cancelar la operación.

– ¿Qué has hecho?

– Aguantar el tipo hasta que cambió de idea. Se ha ido cabreado, pero se ha ido.

– ¿Por qué no has podido matarlo?

– Al encararme con Bowrick, he visto que estaba arrepentido. Lo he visto a él, no sólo a una persona que cometió un crimen incomprensible para mí. -Aunque la noche era fresca, notó un hormigueo de sudor en la espalda-. Y se parecía mucho a mí.

Dray carraspeó.

– Cuando disparé contra aquel chico, lo primero que me vino a la cabeza en cuanto desenfundé, justo cuando le apuntaba y él me apuntaba a mí, no tenía nada que ver con la vida y la muerte, ni con la justicia. Lo único que me vino a la cabeza fue que era el chico más guapo que había visto en mi vida. Y le pegué un tiro. Y está muerto. Y no hay más. Los procedimientos, las reglas y la cláusula del peligro mortal para el agente a los que me remití; eso es lo único que me permite dejar de vez en cuando de reconcomerme. -Hizo un gesto en dirección a la lejana sombra de Kindell en la ventana, que se encorvaba y se volvía a levantar-. Poco a poco he llegado a entender que hiciste lo más adecuado al no matar a Kindell aquella noche. No digo que no disfrute con la idea de hacerle sufrir, pero he conseguido poner distancia entre la muerte de Ginny y yo, y el paisaje ha cambiado un poco. Como si… -Aguardó con la cabeza adelantada igual que un perro que acabase de detectar un sonido demasiado lejano para oídos humanos-. La ley no es individual. Su objetivo no es compensarte por una pérdida, sino distanciarte de ella. No existe para proteger a los individuos, sino para velar por sí misma. -Asintió, como si le satisficiera el modo en que lo que pensaba se había traducido en palabras-. La ley es egoísta, y lo seguirá siendo.

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