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Gregg Hurwitz: Comisión ejecutora

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Gregg Hurwitz Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Con el aliento convertido en una nubecilla delante de sus labios en el ambiente frío de aquella noche de febrero a una altitud considerable, Tim estuvo disparando sin descanso. Cuando acabó con toda la munición de nueve milímetros, se pasó al 357 y se alejó a una distancia de unos veinte metros.

Adoptó una pose estudiada con el torso inclinado hacia delante, los pies separados a la distancia de los hombros y la pierna izquierda un tanto avanzada. 1-11 paisaje casaba con su estado de ánimo: la extensión baldía de tierra y piedras, los conos idénticos de los faros de su coche que se abrían paso en la oscuridad, los breves destellos de luz en un universo vasto y tenebroso. Sólo las dianas de papel reflejaban la luz, rectángulos blancos suspendidos en medio de ninguna parte, meciéndose levemente como fruta en un árbol. El vacío de la oscuridad lo abrió en canal como a una bestia en el matadero, y se quedó mirando la nada. Lo único que le devolvió la mirada fue la hilera de siluetas de combate bidimensionales sin ojos que aleteaban colgadas del cable.

Hizo un movimiento repentino con la mano derecha que dio al traste con su perfecta inmovilidad, y cogió la pistola. En cuanto el cañón abandonó la funda, viró el arma y la tendió hacia delante al tiempo que extendía la mano izquierda para sujetarse la derecha allí donde entraba en contacto con la empuñadura. Alineó los puntos de mira antes de concluir el movimiento de los brazos. Fijó la posición del brazo derecho y dejó el izquierdo levemente combado. Hizo coincidir el gatillo con el punto central del dedo índice de la mano derecha para que la pistola no se desviara arriba y hacia la derecha ni abajo y hacia la izquierda, y ejerció una presión rápida y firme sobre el doble mecanismo de activación sin anticiparse al retroceso ni flexionar con excesiva dureza. El arma lanzó un sonoro chasquido y se abrió un agujero en la región torácica de la diana. Disparó cinco veces más en rápida sucesión, recuperando una visión nítida del objetivo entre un disparo y el siguiente casi de inmediato. Antes de que se difuminara del todo la cordita, apretó la pequeña palanca de la izquierda para que saliese el cargador perfectamente lubricado. Buscó un cargador de repuesto en el cinturón con la mano izquierda a la vez que retiraba el arma y los casquillos cayeron al suelo como si granizara plomo. En un gesto esmerado volvió el arma hacia abajo y cargó el tambor con seis balas nuevas que se deslizaron pulcramente en los orificios. Hizo seis disparos más y dejó como un queso gruyer el círculo correspondiente al número cinco de la diana antes de que el cargador de repuesto vacío cayera al suelo.

Los proyectiles estriados, ideales para agujerear el papel, dejaron a su paso unas hendiduras de lo más satisfactorias.

Casi sin darse cuenta, repitió el ejercicio. Se abandonó a la actividad y destiló toda su ira en los concisos estallidos de las balas para proyectarlas lejos de sí. La furia fue alejándose lentamente, como agua que saliese de una bañera; una vez que hubo desaparecido, intentó dar forma a la pena que todavía tenía dentro de sí y deshacerse de ella del mismo modo, pero le resultó imposible. Alternó disparos desde una posición estática con ejercicios de movimiento lateral y continuó hasta que empezaron a dolerle las muñecas, hasta que notó que las palmas de las manos le ardían de tanto soportar el retroceso.

Entonces cargó el Ruger con largos y esbeltos proyectiles del 44 y disparó hasta que empezó a sangrarle el pulgar.

Regresó a casa poco después de medianoche y la encontró vacía. La botella de vodka, considerablemente mermada en el suelo de la habitación de Ginny, era el único indicio de Dray. Su Blazer seguía aparcado en el sendero de entrada con el capó frío.

Recorrió en coche las seis manzanas que separaban su domicilio del pub irlandés semiauténtico propiedad del padre de Mac y dejó su vehículo entre los Crown Vic y los Buik que había en el aparcamiento. La gruesa puerta de roble del local cedió a su presión. Aparte de unos cuantos colgados y el puñado de agentes y detectives al fondo junto a las mesas de billar, el local estaba vacío. Cantidad de bigotes. Antiguas luces de vehículos de la policía colocadas encima de las estanterías de botellas. Un típico bar de polis. El camarero, un dandi con gemelos en los puños de la camisa y un tupido bigote a lo Tom Selleck, levantó la vista de los vasos que estaba secando.

– Lo siento, amigo, hemos cerrado.

Tim no le hizo ningún caso y recorrió toda la longitud de la barra en dirección al círculo de hombres que había al fondo: Mac, Fowler, Gutierez, Harrison y otros cinco. Dray estaba entre ellos, doblada por la cintura, con el antebrazo alzado y terminado en un dedo índice acusador. Por alguna razón se había puesto el uniforme, aunque tenían órdenes de no beber vestidos de poli. Las voces, aderezadas de alcohol, habían alcanzado un volumen considerable.

– … Os atrevéis a poner a mi marido en esa situación. O al menos podríais haber tenido el detalle de llamarme por teléfono a mí, vuestra colega.

– Creíamos que él estaría a la altura de la situación -respondió Fowler.

– ¿Porque es hombre?

– No, porque estuvo en el ejército, y todo eso.

– Y todo eso, claro. Así que no tiene sentimientos. -Volvió la cabeza para encararse con los detectives en un ademán ebrio e inestable-. ¿Qué habéis averiguado sobre lo del cómplice?

Gutierez, el que estaba más adelantado, se dirigió a ella igual que un político, con las manos tendidas en un gesto sosegado, ocultando la condescendencia tras una actitud amistosa.

– Lo estamos investigando, pero no creemos que la pista sea muy sólida.

– Lo suyo es la teoría de la conspiración -masculló alguien.

Fowler fue el primero en darse cuenta de que Tim se acercaba. Poco a poco se fueron volviendo los demás, todos salvo Dray.

– Voy a deciros una cosa. -Ahora ya arrastraba las palabras-. A mí podéis echarme encima toda la mierda que queráis, pero si decís cualquier otra cosa de mi marido, os partiré la puta boca.

El camarero salió de la barra para seguir a Tim, pero Mac le hizo señal de que se detuviera.

– No pasa nada, Danny. Está con nosotros.

– ¿Ah, sí? -comentó Gutierez en voz queda.

Dos agentes miraron a Tim de arriba abajo y cruzaron unos susurros, pero Tim se dirigió únicamente a su mujer:

– Venga, Dray. Vamos a casa.

Ésta, al percatarse por fin de su presencia, dio un paso y, perdiendo el equilibrio, se sentó de golpe. Mac le pasó un brazo por la espalda para ayudarla a recuperar la estabilidad y le apoyó una mano en el hombro. Los otros la flanquearon en sus sillas con aire protector.

Mac meneó la mano para pedir un poco de calma.

– Eh, Tim. No te ofendas, ¿eh? Igual necesita sincerarse ahora para…

– Cállate, Mac.

Tim no apartó la mirada de Dray, que empezaba a dar cabezadas. Los otros no parecían irle muchas copas a la zaga. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Tim apretó los dientes y tensó los costados de la mandíbula.

– Andrea, vámonos, por favor.

Dray hizo ademán de levantarse, pero sólo llegó a apoyar el cuerpo sobre la mesa.

Fowler cogió un vaso de chupito vacío, lo levantó como si se tratara de una mira telescópica y observó a Tim a través de él.

– La próxima vez que alguien se juegue el tipo por ti, podrías mostrar un poco de respeto -dijo, arrastrando las palabras-. Tito y yo nos la hemos jugado por ti, tío.

Mac apartó el brazo de la espalda de Dray y se incorporó. Poseía un atractivo innato, con el pelo revuelto justo lo necesario y sombra de barba de un día en las mejillas; en comparación, Tim era todo esfuerzo y disciplina.

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