Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Vale, de acuerdo. Entonces sólo vamos a echar una ojeada. El hijoputa está en el catorce mil ciento treinta y dos de Lanyard Street. Ah, Rackley, ¿cómo vas a saber dónde buscarnos?

– Ya os encontraré.

– Acechamos la manzana como una pantera en la jungla, amigo mío. Estamos…

– A ver si lo adivino. Estáis en una camioneta de algún servicio con los cristales tintados.

Un largo silencio.

– Nos vemos ahora. -Tim colgó, se metió la pistola en la cintura de los pantalones, descartó el Nokia para coger el Nextel y se dirigió hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano en el pomo, hizo un alto. Desanduvo sus pasos y cogió un par de guantes de cuero negro de la bolsa que estaba junto al colchón. Con las puntas de plomo incrustadas siguiendo la longitud de los dedos y ubicadas estratégicamente sobre los nudillos, esos guantes dotaban al menor puñetazo de la fuerza de una coz. Se los metió en el bolsillo y bajó las escaleras camino del coche. Cuando aún le faltaba más de un kilómetro para llegar a la casa de Debuffier, se acercó al bordillo y dejó el coche al ralentí.

Ambos lados de la calle estaban bordeados de casetas de venta de ropa, largos habitáculos embutidos en la misma estructura cual teclas de piano. Buena parte de los puestos tenían puertas de persiana al estilo de los almacenes que abrían toda la parte delantera del establecimiento a las aceras. La monótona funcionalidad y los productos baratos y poco elaborados que llamaban la atención tanto por los colores chillones como por la cantidad daban al distrito cierto aire tercermundista. Había un chico metido en medio de un montón de camisetas de los Dodgers que le llegaba hasta el pecho. Se veían enormes rollos de tela apoyados contra paredes, puertas y mesas. Una pila de mocasines se había desparramado sobre la carretera. El aire olía a golosinas y churros quemados.

La calle estaba atiborrada de carretillas, camionetas de reparto aparcadas y gases de escape. Pasó un tipo con el pelo engominado y peinado a raya con una sudadera a la que se le estaba despegando la etiqueta de Versace. La chica a la que iba cogido por el meñique llevaba un bolso de la marca Guci, así con una sola «c».

Cachorros bastardos de la ciudad de las apariencias.

El tipo atravesó a Tim con la mirada, probablemente porque supuso que estada dando un repaso a su novia, así que Tim bajó la vista para que el asunto no fuera a peor. Se acercó un muchacho de barba abundante con un montón de camisetas sobre el antebrazo. Al ver que Tim miraba en dirección a él, le enseñó una en la que se veía la cabeza de Jedediah Lañe en plena explosión, acompañada por una leyenda en letras rojo sangre: ESTALLIDO TERRORISTA. Tim contempló la fotografía como si ocultara algún secreto inescrutable o tuviera la capacidad de otorgar el perdón. Por un instante no supo a ciencia cierta si el texto se refería al propio Lañe o al asesino de éste. Cuando el vendedor iba a abordarlo, Tim negó con la cabeza y el individuo siguió su camino.

Le llamaron la atención el risueño colorido mexicano y la robusta pareja de cónyuges que estaban delante de la caja registradora en el puesto junto al que había dejado el coche. El establecimiento vendía exclusivamente adornos para tartas nupciales. Tim se quedó mirando los novios de plástico de todos los tamaños y razas. Entonces notó que empezaba a hervirle la sangre de tanto dar vueltas a cómo un matrimonio entre dos personas que se amaban con locura podía estar escapándoseles de las manos.

Notó cierto alivio al reparar en que ya habían transcurrido los diez minutos necesarios para poder personarse en casa de Debuffier a la hora convenida, y siguió adelante. Aparcó a varias manzanas de distancia y volvió la esquina como si diera un paseo. Detrás de unas verjas de metal barato asomaban humildes una serie de casas de estuco desconchado. Dos críos con números de jugadores de baloncesto afeitados en la nuca pasaron a toda pastilla en monopatín después de haber cogido impulso en un socavón que había dejado en la acera el último terremoto. A ambos lados de la calle coches herrumbrosos languidecían junto al bordillo, y -dicho sea en favor de Robert- había también un puñado de camionetas de servicios, lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta el perfil demográfico de la manzana. Los logotipos y carteles que lucían aquellos vehículos eran tan variados como chillones. Vidrios Armando. Limpieza Industrial Freddy. Limpieza de alfombras Hermanos Martinez. Parte de los dueños de las empresas homónimas pasaban el sábado sentados en los maltrechos jardines, acariciando a sus rottweilers mientras bebían cerveza Michelob directamente de la lata. El viento, de una fuerza poco habitual, acarreaba un olor dulzón a podredumbre, cerveza caliente y madera vieja.

En el lado norte de la calle, la casa de Debuffier se alzaba más voluminosa que la de sus vecinos, una achaparrada abominación de madera que no pertenecía a ningún estilo arquitectónico concreto. El arco de entrada al porche tendría que haber dado aspecto acogedor a la casa, pero la madera estaba rota, y los extremos astillados dotaban al agujero en forma de boca de una especie de dentadura mellada. El tejado, cosa más extraña aún, era una cacofonía de estilos que, mientras en unas zonas ascendía de pronto, en otras se ensanchaba y descendía en leve pendiente. La edificación, separada de la carretera por un ostentoso jardín que se había convertido en un pedazo de tierra árida ya tiempo atrás, en realidad era más compleja que grande: un conflicto de intereses, probablemente, entre dos constructores rivales a cargo de las obras en fases del proceso a buen seguro inconexas.

La mayor parte de las ventanas laterales de las camionetas aparcadas estaban tintadas. Tim cruzó al lado norte de la calle para disponer de un ángulo mejor desde el que observar el interior de las camionetas por el parabrisas, pero casi todos los vehículos tenían una partición en el interior. La de Limpieza Industrial Freddy era la más sospechosa. A juzgar por lo bajas que estaban las ruedas, albergaba maquinaria pesada o a unos cuantos hombres hechos y derechos. Lo del nombre caucásico tampoco era una buena tapadera.

Tim se acercó fingiendo que buscaba las llaves en los bolsillos. Hizo un alto junto a la puerta del conductor, a la espera. Al oír el chasquido del seguro automático de las puertas supo que no se había equivocado. Se acomodó en el asiento, mirando hacia delante, e hizo como si pusiera la radio a pesar de que no había nadie en los jardines cercanos. La camioneta olía a sudor y café rancio, y el salpicadero estaba tan alto que se preguntó si el Cigüeña no tendría problemas para ver la carretera cuando iba al volante.

Movió los labios lo menos posible al hablar.

– No está mal, chicos.

En el sujetavasos, al lado de un refresco de tamaño gigante, había un recibo arrugado de la agencia de alquiler de vehículos VanMan. Tim alcanzó a distinguir el nombre en la línea superior, escrito en la letra temblorosa del Cigüeña: «Daniel Dunn.»Danny Dunn [1], pensó Tim. El alias le viene que ni pintado.

La voz de Robert, molesta y rasposa por efecto de la deshidratación, le llegó por encima del hombro.

– ¿Cómo coño has dado con nosotros?

– Os he olido. -Tim se sacó del bolsillo de atrás los guantes tachonados de plomo y se los puso-. ¿Habéis cambiado de vehículo?

– Sí, señor -respondió el Cigüeña-. He traído la camioneta a primera hora de la mañana.

– ¿Dónde está el coche que utilizasteis anoche?

Otra vez la voz ronca de Robert:

– Salí a hurtadillas y lo devolví. Después regresé en autobús. Tranquilo, no hemos dejado ninguna huella.

– Bien.

– Debuffier ha salido a comer antes de lo previsto, así que vamos.

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