Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Ella esbozó una sonrisa torcida.

– Eso ya lo sé. Ya lo sé; lo que ocurre es que no siempre lo noto en los huesos. -Su rostro producía a Tim una sensación cálida y reconfortante sobre el pecho. Él siguió escuchándola, siguió acariciándole el cabello-. Mi padre era agente inmobiliario, pero estuvo en una unidad de morteros en Corea, y unos cuantos de sus compañeros de pelotón entraron en la policía. Una noche, uno de ellos y mi padre acorralaron al tipo y se lo llevaron a dar un paseo por Anacostia. No tengo muy claros los detalles, pero sé que cuando encontraron el cadáver, tuvieron que tomarle las huellas dactilares porque con la dentadura no tenían ni para empezar.

Tim recordó que Rayner le había contado cómo el asesino de la madre de Ananberg murió en una pelea entre bandas rivales, y se preguntó hasta qué punto estaba al tanto de la verdad. Algo así dependía del grado de intimidad que hubiera entre Rayner y ella.

– Recuerdo que mi padre regresó a casa esa noche y me contó lo que había hecho. Se sentó al borde de mi cama y me despertó. Olía a hierba, tenía los nudillos magullados y temblaba. Me lo dijo. Y no sentí nada. Sigo sin sentir nada. -Ahora la voz de Ananberg sonaba más queda, amortiguada contra el pecho de Tim-. Igual es que no capto cosas así, o que me falta ese gen, el gen de la conciencia. Quizá cuando llegue a las puertas del cielo, o eso en lo que creéis los cristianos, me hagan dar media vuelta.

Ahuyentó un escalofrío y luego volvió el rostro hacia él.

– ¿Puedes quedarte conmigo hasta que me duerma? -le preguntó con voz temblorosa.

Tim asintió y ella, aliviada, volvió a apoyar la cabeza en él. Poco después su respiración se hizo más serena y él permaneció recostado con el calor de su rostro en el pecho, acariciándole el pelo. Transcurridos unos veinte minutos, se apartó con delicadeza de ella y se marchó con tanto sigilo que Boston ni siquiera levantó la cabeza.

Capítulo 23

Aparcó delante del apartamento de Dumone poco antes de las siete de la mañana.

El edificio, en una urbanización de estuco sin la más mínima gracia que ejemplificaba la penosa arquitectura de la década de los años setenta, estaba a una manzana de la Diez en Western. Contigua a él, una de esas gasolineras abierta las veinticuatro horas del día apestaba a tubo de escape y café asqueroso. Tim estaba curiosamente alerta. Aún no había dormido.

Su sorpresa ante la llamada de Dumone a primera hora de la mañana sólo se había visto superada por el detalle de que éste le había facilitado su dirección particular en vez de quedar con él en un lugar público. De no ser porque Tim confiaba en Dumone por puro instinto, se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de que fueran a tenderle una emboscada.

Recorrió la acera de cemento que bordeaba el edificio. Oyó un silbido y vio a Dumone; le aguardaba tras una polvorienta puerta de rejilla. Se estrecharon la mano y Dumone no pudo por menos de sonreír ante la formalidad del gesto. Luego se hizo a un lado y le franqueó el paso.

Era una casa de una sola planta con un único dormitorio que olía a moqueta rancia. Un mueble de contrachapado que hacía las veces de mesa y vitrina al mismo tiempo albergaba unos cuantos galardones, placas y armas enmarcadas en metacrilato. Dumone hizo un grandioso gesto en derredor con el brazo.

– ¿Quieres algo? ¿Agua mineral Pellegrino? ¿Un cóctel de mimosa?

Tim se echó a reír.

– No, gracias.

Dumone le indicó que se sentara en el sofá y se acomodó en una vieja mecedora de color marrón. Tenía los ojos más sombríos de lo habitual y la piel tensa en las sienes.

Tim levantó las manos y las dejó caer en el regazo.

– ¿Y bien? -preguntó.

– La verdad es que no te he llamado por nada en concreto. Sencillamente quería verte. -Dumone levantó un pañuelo y tosió en él. Tim, una vez más, vio motitas de sangre en la tela.

– ¿Estás bien? ¿Quieres que te traiga un vaso de agua?

Dumone rehusó con un ademán de la mano.

– No pasa nada. Estoy acostumbrado. -Apoyó el pañuelo en el regazo, aferrado todavía entre sus gruesos nudillos-. Hace años, nada más casarme, trabajaba en la construcción los fines de semana. Mi sueldo no iba muy allá, mi mujer y yo acabábamos de liarnos la manta a la cabeza. Un poco de pasta extra, ¿sabes? Me pusieron a darle al martillo neumático para sacar el enlucido de las viejas casas de Charlestown. Los techos… -Tosió otra vez e hizo girar el dedo en el aire para señalar el techo, donde estaba el meollo de la historia-. Amianto. Entonces, claro, no teníamos ni idea. -Meneó la cabeza-. Nada bueno. Yo era invencible, todo el día esquivando balas. -Sonrió y sus ojos volvieron a adquirir ese brillo que dejaba constancia de que era lo bastante astuto para encontrar una faceta divertida a cualquier cosa.

– Hubo un tiempo en que todos éramos invencibles. Y más listos.

– Sí -coincidió Dumone-. Sí. -Sus rasgos se tiñeron de melancolía-. Es una pena que no te haya conocido antes, Tim. Joder, Rob y Mitchell son como mis hijos. La clase de hijos por los que uno no tiene que preocuparse. Basta con pasarles la mano por el pelo y soltarlos al mundo con la esperanza de que les vaya bien. Y les ha ido bien -se apresuró a añadir-. Les ha ido muy bien. Pero tú… No es que te conozca lo suficiente, pero supongo que serías la clase de hijo a la que uno querría dejarle un legado, si tuviera algo que mereciese la pena legar.

– Es todo un halago -dijo Tim.

– Sí. Sí, lo es.

– Para mí también ha sido un placer conocerte. Nuestra… amistad… -«Amistad», se dijo Tim, era una palabra extraña para describirlo que había entre ellos-. Me alegra que estés presente para llevar el timón en nuestras reuniones.

Dumone asintió con el ceño fruncido en un gesto pensativo. -Supongo que alguien tiene que hacerlo.

No permanecieron mucho más rato sentados, en medio de un silencio incómodo.

– Bueno -dijo Dumone-. Gracias por venir.

Capítulo 24

El Nextel sacó a Tim con su molesto trino del sudoroso sueño diurno en el que por fin se había sumido. Se volvió en el colchón y cogió el teléfono.

La voz de Marlboro de Robert le sonó excesivamente fuerte por el auricular.

– Ese hijo de puta no ha salido de casa desde que llegamos anoche. Se pasa todo el día trajinando en el sótano, donde encontraron toda esa mierda para hacer vudú.

Tim se frotó los ojos bien fuerte, a sabiendas de que podían quedarle enrojecidos e inyectados en sangre. Le traía sin cuidado. -Ajá.

– Su casa queda junto al mercadillo de ropa, en el centro. ¿A qué distancia estás?

– A una media hora -mintió Tim.

– Muy bien. Bueno, el Cigüeña ha conseguido pincharle el teléfono desde una ramificación calle arriba. La madre de Debuffier acaba de llamar para decirle que no se olvide de que habían quedado para comer. A medio día en El Comao. ¿Sabes dónde cae?

– Es un garito cubano en Pico, cerca del Edificio Federal, ¿no?

– Eso mismo. Así que saldrá cagando leches en unos veinte minutos. He supuesto que querrías pasarte por aquí para echar un vistazo por la casa con nosotros. Mitch va a traerse material explosivo por si decidimos ponerle un petardo ahora.

– He dejado bien claro que sólo estamos de vigilancia -le recordó Tim.

– Ya sé, ya sé, pero nos da en la nariz que este hijoputa anda siempre metido en su madriguera. Hemos pensado que no vendría mal tener explosivos a mano, por si surgiera la oportunidad…

– … Óptima -dijo Mitchell, al fondo.

– Es posible que no tengamos otra ocasión en una buena temporada.

– Ni pensarlo. Empezasteis a vigilarlo ayer mismo. Lo único que vamos a hacer es echar un vistazo al interior para hacernos una idea -dijo Tim.

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