Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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La casa olía a bratwurst, lo que hizo pensar a Tim: «Vaya con los estereotipos.»Erika, temblorosa, se hincó de rodillas y cogió a Bowrick por la cintura. Él tenía una mano levantada, el antebrazo doblado como si se protegiera los ojos de una luz.

– No lo mates, ay, Dios, no… -La chica se vino abajo.

– Hay unos tipos que vienen a matarte -dijo Tim-. Tienes que esconderte mejor.

Tras un instante de incredulidad absoluta, Bowrick bajó la mano.

Tim se asomó y cerró las gruesas contraventanas de estilo germánico para que no los vieran desde la calle. Cuando se volvió de cara a los chicos, ambos tenían lágrimas en las mejillas.

– Pues que me cojan -dijo Bowrick-. Ya no me importa.

– ¿Es eso cierto?

Se sorbió la nariz y se la limpió con la manga.

– No.

Erika recuperó la voz.

– ¿Quién eres?

Tim hizo un gesto en dirección a la ventana, ahora cerrada.

– Eso es una estupidez. Es una estupidez haber venido aquí. Hay pistas que pueden conducirlos hasta esta casa.

– ¿Y qué tengo que hacer? -La saliva había formado una película cubierta de burbujas en la comisura de la boca de Bowrick.

– Esto, desde luego, no.

– No tengo adonde ir.

– Acude a la poli.

– Los putos polis me odian.

– Baja la voz.

– No van a mover un puto dedo para ayudarme, y si lo hacen, estar bajo vigilancia sería peor que estar aquí fuera. Hazme caso, lo sé.

Tim notó que se le encogía el pecho de frustración.

– Una vez ya pensaste cómo esconderte.

– Pero me encontraron.

– No, fui yo quien te encontró.

Bowrick levantó la mano, cuatro dedos señalando a Tim igual que una marioneta de madera. Erika seguía de rodillas, con la mejilla aplastada contra el costado de Bowrick, mirando.

– Me salvaste la vida.

– No te salvé la vida. Decidí no arrebatártela.

Se oyó una voz procedente del pasillo:

– ¡Erika! La cena está en la mesa.

La chica se quedó mirando a Tim con unos ojos en los que predominaba el blanco. Tim le devolvió la mirada y le dijo en un susurro:

– Estoy en el baño. Ahora mismo voy.

– ¡Estoy en el baño! -gritó ella-. Ahora mismo voy.

– ¡Venga, date prisa! No he pasado tanto rato en la cocina para luego cenar frío -le replicó la voz del pasillo.

Erika bajó la mirada; incluso en ese trance, en una situación así, se la veía avergonzada.

Tim ladeó la cabeza en dirección a Bowrick.

– Ya sabes esconderte. Sólo tienes que hacerlo mejor.

– No puedo. -Empezaron a temblarle los labios, con fuerza, y las lágrimas le rodaron por las mejillas hasta las comisuras de los labios-. No tengo adonde ir.

– ¿No tienes otro escondite?

– No, tío. Un colega me ayudó a montar aquél. Ahora está en Do- novan, por hurto mayor. No tengo… a nadie.

– Eso guárdatelo para los programas de cotilleo. De momento, escóndete. Y hazlo bien.

A Bowrick le castañetearon los dientes mientras escudriñaba el suelo. La voz le salió como un débil quejido:

– Van a hacerlo de verdad, ¿eh? Van a darme caza y a liquidarme, ¿no?

– Sí.

Se mordió el labio inferior, que no dejó de temblar ni siquiera tras la línea de sus dientes. Erika le cogió el muslo con más fuerza.

– Acude a la policía -le aconsejó Tim.

– No pienso acudir a la policía. Nunca más.

– Llama a tu agente de la condicional.

– Me obligará a entregarme.

– Vete a México.

– No puedo… No sería capaz de alejarme de Erika.

– Eso no es problema mío, chaval. ¿Entiendes lo que digo?

– Ayúdale. ¿No vas a ayudarle? -Erika pronunció las palabras entre sollozos.

Tim se quedó mirándola y luego posó los ojos en él.

Unos pasos se acercaron por el pasillo impulsados por la mala leche:

– Erika Brunnhilde Heinrich, mueve el culo y sal a cenar ahora mismo.

Tim apretó los dientes hasta que notó que la mandíbula se le abultaba por ambos lados.

– Ven conmigo -dijo. Abrió las contraventanas y salió a la oscuridad de la noche.

Ya había cruzado el jardín delantero cuando Bowrick llegó a su altura, a paso inseguro por causa de la leve cojera, falto de aliento.

– ¿Adónde vamos?

– No hables.

Un par de faros iluminaron la calle y Tim cogió a Bowrick por la camiseta y lo arrastró hacia el costado de la casa de al lado. El vehículo pasó: un Saturn verde con una familia dentro.

Tim se mantuvo cerca de las fachadas de las casas por si surgía la necesidad de ponerse a cubierto y Bowrick hizo todo lo posible por no quedarse rezagado. Llegaron al coche de Tim y subieron.

– ¿Qué clase de coche es éste? -preguntó Tim al tiempo que salían.

– Un Acura.

– No. Lo primero que has de contestar es: «¿Qué coche?» La segunda respuesta, si te aprietan y necesitas dar detalles, es: «Un Saturn verde del noventa y ocho.» Como el que ha pasado por delante hace poco. ¿Serás capaz de recordarlo?

– No voy a decir nada al respecto. Lo juro.

– Responde a la pregunta, Bowrick.

Su mirada se perdió en la noche y Tim vio su expresión hosca reflejada en la ventanilla:

– Sí, seré capaz de recordarlo.

Recorrieron unas cuantas manzanas sin que ninguno de los dos hablara. Bowrick jugueteaba con el flequillo, se cogía un mechón con el puño y le daba tironcitos.

– La violaron -dijo.

Las ruedas percutieron contra el asfalto al pasar por encima de un pedazo suelto de tierra.

– Eran cuatro, en el autobús después de un partido fuera de casa. Los otros se dedicaron a jalearlos.

Tim mantuvo la mirada fija en la carretera, en los destellos interminables de la línea divisoria.

– Ella estaba dispuesta a declarar en el juicio, pero no quise que tu viera que pasar por todo ello. Al mierda de mi abogado no le habría importado un carajo, y, qué coño, no me hizo falta, porque conseguí la inmunidad gracias a un acuerdo. Eso no cambia lo que hice, pero…, bueno, sólo quería decirlo.

Tim puso la radio. Un tema de baile saturado de graves hizo zumbar los altavoces. La apagó. Permaneció con la mirada fija al frente:

– No lo sabía.

Bowrick se sacó algo de entre los dientes con una uña.

– Claro que no lo sabías.

Habían recorrido unas cuatro manzanas en silencio cuando el muchacho soltó una risotada. Tim le lanzó una mirada inquisitiva de soslayo y el chico sonrió; era la primera vez que Tim le veía sonreír.

– Dios, cómo quiero a esa chica. -Bowrick meneó la cabeza con la sonrisa todavía en los labios-. Y eso que su nombre de pila completo es Erika Brunnhilde.

Tim entró en el aparcamiento de la tienda de ultramarinos de Ralph, encontró plaza y se bajó. Al ver que Bowrick permanecía en el coche, lo rodeó y golpeó la ventanilla con los nudillos:

– Ven.

– ¿Por qué?

– Pues porque no me fío de dejarte solo en el coche.

Bowrick se desabrochó el cinturón de seguridad y dejó que el mecanismo automático lo enrollase. Tim fue abriendo camino hasta el establecimiento y recorrió un pasillo tras otro por delante del muchacho para coger productos como un colirio Visine, un limpiador Comet, unas pastillas para la tos Sudafed, tres porciones empaquetadas de tarta de semillas de amapola, seis latas de refresco Mountain Dew, jarabe Fórmula 44 y un frasco de píldoras de vitamina C.

Bowrick lo seguía y de vez en cuando profería un chasquido para demostrar su perplejidad:

– ¿Qué? ¿De repente te han entrado ganas de hacer la compra?

Una vez fuera, Tim llevó el coche hasta la parte de atrás del establecimiento, cerca de un muelle de carga y descarga pequeño y oscuro. Hurgó en el maletero hasta encontrar el botiquín de primeros auxilios que había cogido del Beenier. Retiró la tira de cuero que sujetaba la jeringuilla vacía, cogió una aguja esterilizada de dentro de un sobrecito y regresó al asiento del conductor.

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