Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Mitchell ya se había alejado varios pasos de Dobbins, pero se volvió al ver acercarse a Tim, que ahora estaba a unos quince metros. Se sostuvieron la mirada. La expresión de plena tranquilidad del gemelo no cedió en ningún momento, ni siquiera al desenfundar el 45 con un rápido ademán reflejo idéntico al que hizo Tim. El arma de éste ya estaba desenfundada, pero apuntaba al suelo; no se atrevía a levantarla con tantos niños y padres alborotados en el punto de mira.

A medio camino entre ambos, Dobbins yacía en el suelo boca arriba y profería intensos y breves jadeos. Su cuerpo permanecía notablemente quieto, salvo por un pie que oscilaba con la constancia de un péndulo, arrastrando por el asfalto los cordones desatados. Por encima del hombro de Mitchell, Tim alcanzó a ver un Cadillac de color canela que, con Robert al volante, se aproximaba lentamente por la calle de detrás del parque.

Tim se quedó mirando el cañón del arma de Mitchell, un punto negro hipnótico que absorbió todos sus pensamientos y lo dejó únicamente con un zumbido inconcreto en la cabeza. El gemelo tenía cerrado el ojo derecho y el izquierdo fijo en el rostro de Tim por encima de las miras alineadas. Entre uno y otro pasaban niños a la carrera.

Mitchell bajó el arma y dio dos zancadas hacia atrás, luego se volvió y echó a correr hacia el automóvil. Tim se fue tras él a toda prisa, pero apenas había sobrepasado a Dobbins cuando las riendas de su conciencia le hicieron parar de un tirón.

Se agachó sobre el jardinero y el asfalto se le clavó en las rodillas a pesar de los vaqueros. En el cuello de Dobbins se apreciaban profundos arañazos por encima de la tensa tira de plástico de las esposas flexibles; Tim vio piel debajo de las uñas de los dedos con los que intentaba quitárselas.

Se había apiñado un grupo de gente que contemplaba la escena con desconfianza a unos pocos pasos. Los niños lloraban y sus padres los iban apartando. La madre que Tim había visto poco antes parecía con- mocionada; el pesado bolso colgado de un hombro, el cuaderno plano sobre un muslo. Tres personas hablaban por el móvil, ofreciendo ansiosos la ubicación del parque y una grotesca descripción de la emergencia.

La madre se adelantó, sacó un voluminoso llavero del bolso y lo dejó oscilar en su mano.

– Tengo una navaja.

Tim cogió el llavero y abrió la navajita, un elegante regalito de plata de ley adquirido en Tiffany. La hoja era fina, lo que resultaba muy adecuado, pero no dentada, de modo que serrar el grueso plástico no iba a ser nada fácil.

Le apartó las manos a Dobbins, pero éste volvió a echárselas a la garganta ensangrentada, dificultándole la tarea. Consiguió inmovilizarle uno de los brazos debajo de la rodilla y continuó apartando el otro hasta que un hombre se separó del gentío y lo ayudó a sujetarlo.

Dobbins tenía la cara como un tomate. Se le veía una vena hinchada en la frente, y la piel en torno al cuello estaba tan tensa y hundida que permitía ver unas profundas concavidades.

Tim introdujo la hoja por debajo de la tira incrustada en la carne y, de paso, le hizo un leve corte en la piel. Intentó volver la navaja para que el filo quedara apoyado contra las esposas, pero no había espacio suficiente; Mitchell las había apretado con tanta fuerza que Dobbins tenía hundida en el cuello la parte superior de la nuez.

Debajo de él, Dobbins forcejeaba y emitía un gorgoteo intermitente.

Tim volvió la navaja y le palpó el cuello ensangrentado para dar con la laringe. Fue bajando los dedos hasta notar la tersura de la membrana cricotiroidea e hizo una incisión longitudinal en la carne de Dobbins. Por el orificio salió despedido un chorro de aire acompañado de un pequeño surtidor de sangre.

– El bolígrafo. El bolígrafo dorado. -Tim chasqueó los dedos en dirección a la madre.

Al ver ella lo que intentaba hacer, desenroscó el boli y lo agitó para que cayera el depósito de tinta. Le entregó el cilindro hueco de la mitad superior del bolígrafo y Tim le dio la vuelta e insertó el extremo ahusado en el agujero sanguinolento, por donde se deslizó suavemente.

Se oyó un sonido de sirenas, todavía lejanas.

Tim aspiró una vez para limpiar el tubo y escupió una bocanada de sangre contra el suelo, mientras hacía todo lo posible por alejar cualquier imagen de hepatitis y VIH; entonces, el cuerpo de Dobbins se sacudió hacia delante al tiempo que cogía aire por el bolígrafo directamente a la garganta. La caída de sus ojos no reflejaba ira, sino pánico y desorientación.

– Ven aquí -dijo Tim. La mujer se adelantó y se arrodilló-. Sujétalo. Sujétalo.

Ella cogió el cilindro del bolígrafo de los dedos ensangrentados de Tim, con inseguridad al principio, pero él le hizo asirlo con pulso más firme y luego se levantó.

La muchedumbre se apartó y le cedió unos pasos por ambos lados. Tenía en la camisa una rociada de color carmesí y las manos manchadas hasta los nudillos. Se marchó del parque a la carrera y fue acera abajo hasta su coche, escupiendo sangre cada pocas zancadas.

Cuando se alejaba, se cruzó con una ambulancia y dos coches patrulla que llegaban a la manzana.

Capítulo 38

Se quitó la camisa y se dio una larga ducha. Se pasó el cepillo por las manos y debajo de las uñas mientras dejaba que el cuarto de baño se llenara de vapor. Hizo girar el grifo hacia el lado rojo casi al máximo y se quedó bajo el chorro, los hombros laxos, la cabeza gacha, para que el agua le cayera en la coronilla y le resbalara por la cara. Una sensación maravillosa, limpia y un tanto dolorosa.

Una vez vestido, se llegó a la cabina de teléfonos de la esquina y llamó a Hansen a las oficinas de Nextel para averiguar a través de qué antenas repetidoras habían estado realizando sus llamadas Robert y Mitchell.

– Tus chicos son más listos de lo que crees. No han efectuado ni una sola llamada. Yo diría que se han deshecho de los teléfonos o utilizan otro para las llamadas salientes.

Antes de que pudiera expresar sus dudas acerca de que Robert y Mitchell tuvieran la suficiente sofisticación tecnológica para tomar esas medidas preventivas, le vino algo a la cabeza: el Cigüeña sí la tenía. Disponer de otro teléfono exclusivamente para las llamadas salientes era una idea brillante, una idea que no había tenido ninguno de los fugitivos de Tim.

– Bueno, acabo de tener un encuentro que bien podría provocar una llamada -dijo Tim-. ¿Te importaría seguir atento, por si meten la pata?

Le dio las gracias y fue hasta el establecimiento donde había alquilado el Nokia. El diminuto propietario no hizo el mínimo comentario sobre el último teléfono que había alquilado a Tim, ahora hecho trizas en el arcén de la 110. Éste escogió el mismo modelo y el propietario, sin mediar palabra, puso en marcha el papeleo para ratificar un acuerdo económico idéntico al que habían alcanzado con anterioridad. El dinero no sólo habla; también hace callar.

Pensaba conservar el Nextel asimismo, porque ése era el número que sabían Robert y Mitchell y el único medio que tenían para ponerse en contacto con él. Su compleja trama telefónica habría hecho las delicias del mismísimo Gary Heidel.

Puso los teléfonos a cargar uno junto a otro al lado del enchufe y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas a lo indio para no mirar absolutamente nada.

Recordó la expresión confusa de Mitchell en el parque: le había sorprendido de veras que Tim fuera tras sus pasos. Si mientras vigilaban a Dobbins no habían coincidido en ningún momento con los policías que lo habían detenido la víspera, cabía la posibilidad de que ignoraran que las autoridades estaban sobre aviso.

Si Tannino daba la rueda de prensa, no tardarían mucho en enterarse.

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