Karen Rose - Alguien te observa

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Conocida como la Reina de Hielo en los juzgados de Chicago, la joven abogada Kristen Mayhew vive por y para su trabajo. Posee el índice más alto de casos ganados en la fiscalía. Es una mujer fuerte, una profesional, incorruptible, apreciada por su tenacidad y dedicación. Pero ahora acaba de descubrir que tiene un peligroso admirador secreto.
Lleva tiempo observándote. Conoce todos sus movimientos, todos sus pensamientos. Le envía cartas. Y ha empezado a asesinar, en su nombre, a los delincuentes y criminales que ella no logró meter entre rejas.
Abe Reagan acaba de incorporarse al departamento de homicidios de Chicago. Este es su primer caso después de cinco años de trabajar como agente encubierto. Ahora empieza una nueva etapa de su vida, intentando dejar atrás un pasado donde perdió lo que más le importaba.
Mientras Kristen y Abe empiezan a redescubrir unos sentimientos que creían olvidados, un asesino frío y calculador sigue actuando de manera implacable. Y ahora su sed de castigo ha convertido a Kristen en el blanco perfecto.
En su novela más elogiada, Karen Rose, la escritora que está subiendo con más fuerza dentro del género romántico con suspense, combina admirablemente una inquietante intriga y una conmovedora historia de amor.

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– ¿Puedes llevarme a casa, por favor?

– No hasta que me digas de qué va todo esto. Abre los ojos.

Ella se echó hacia atrás en el asiento y se aovilló; cerró los ojos con fuerza.

– Abe, por favor.

Alarmado, Abe puso en marcha el todoterreno y lo sacó del aparcamiento.

– ¿Qué ocurre? Mierda, Kristen; si lo que quieres es devolverme la pelota por haberte hecho sufrir, lo estás consiguiendo.

– No es eso. Conduce.

Él salió a la carretera.

– ¿Es Vincent?

– No, Vincent sigue igual. Owen ha llamado para decírmelo cuando estaba en el coche con Sean.

– ¿Ha vuelto ese Timothy a visitar a Vincent?

– No se lo he preguntado. Estaba demasiado preocupada por ti.

La vio abrir un ojo y posarlo en el retrovisor lateral, luego volvió a cerrarlo.

Miró por el retrovisor, pero solo vio las luces de la noria.

– Cuando lleguemos a tu casa, ¿me lo contarás?

Ella asintió una sola vez.

– Sí.

Jueves, 26 de febrero, 22.45 horas

Se sintió aliviado al ver el todoterreno de Reagan penetrar en su casa. Lo vio entre las casas, desde el lugar que ocupaba en la manzana contigua. Reagan salió del coche y se dirigió hacia la puerta del acompañante. Era todo un caballero. Tenía su aprobación.

Se alegraba de que hubiesen llegado a casa sanos y salvos. No podría haberse perdonado que le ocurriera algo malo a otra de las personas que ella apreciaba. No pensaba que las cosas pudieran torcerse tanto. Su intención, al hacerle saber que estaba eliminando el mal de la faz de la tierra, era tranquilizarla; el resultado, sin embargo, era el contrario. La habían amenazado en su propia casa. Él debía encontrar un modo de asegurarse de que todas las personas que le importaban estuviesen a salvo; ella no tenía que saber nada más. No le escribiría más cartas.

Frunció el entrecejo. Ya hacía rato que ella debería haber salido del coche. Aquella noche hacía mucho frío. Se resfriaría. Reagan, en vez de hacerla entrar en la casa, se había quedado allí plantado. Algo iba mal. Al fin, ella salió, Reagan le pasó el brazo por los hombros y ambos entraron por la puerta de la cocina. Parecía que estaba bien. Pero tenía que asegurarse.

Jueves, 26 de febrero, 22.45 horas

Cuando entró en la cocina, Kristen se quedó petrificada. La noria desapareció momentáneamente de su cabeza.

– Está limpia. Los escombros han desaparecido. -Y la pared también. Abe y ella no habían terminado de echarla abajo la noche anterior, sin embargo el espacio aparecía despejado. Tampoco estaban la nevera, el fregadero y la encimera de linóleo. Lo único que quedaba era la mesa, cubierta con revistas abiertas por páginas llenas de fotografías de atractivas cocinas-. Son las revistas de Annie -exclamó; por fin lo entendió todo-. Aidan y Annie han estado aquí. ¿Tú lo sabías?

Abe sonreía.

– ¿De dónde te crees que han sacado la llave?

– ¿Y de dónde la has sacado tú?

– Mia te la cogió del bolso y yo hice una copia. ¿Te sorprende?

Ella se hundió en una silla y se cubrió la boca con la mano. Las lágrimas afloraron a sus ojos. Abe se arrodilló a su lado y la estrechó entre sus brazos.

– Querían hacer algo por ti. Ha sido idea de Aidan.

– Es lo más bonito que han hecho por mí en toda mi vida. Abe…

Él le acarició la espalda trazando grandes círculos.

– ¿Estás ya en condiciones de hablar?

Ella se secó las lágrimas con el abrigo.

– Creo que sí.

Él la apartó de sí, le sujetó la barbilla y la besó en la boca. Luego ocupó la silla contigua y se desabrochó el abrigo.

– Estoy listo, cuando tú quieras.

Kristen sabía que había llegado el momento de relatar lo que solo había contado una vez hasta el momento. Esta vez la creerían. Aun así… Llevaba mucho tiempo guardando aquel secreto; demasiado tiempo. Era hora de verbalizarlo.

– Yo tenía veinte años -empezó, exhalando un suspiro-. Cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas. Había pasado un año en Italia y me costaba seguir el ritmo de los estudios, así que aquel verano decidí asistir a unas clases de refuerzo para ponerme al día. Había un chico en la clase de estadística que me ayudaba con los deberes; yo era de letras y los números no se me daban demasiado bien. -Sonrió con tristeza-. Gracias a él, la cosa empezó a cambiar.

Abe mantenía el rostro sereno pero sus ojos azules expresaban turbación.

– Entonces, lo conocías.

– Eso creía. Habíamos salido unas cuantas veces; íbamos a alguna hamburguesería o pizzería. Él solía tomar unas cuantas cervezas; yo no bebía. A veces me decía que era una mojigata, pero yo me lo tomaba a broma. Un día fuimos juntos a la feria, era una agradable noche de verano y él dijo que tenía ganas de pasear, así que nos alejamos del grupo con el que íbamos. Sobrepasamos las casetas donde guardaban a los animales. Entonces él me besó. No era la primera vez que lo hacía. Pero luego quiso… -Se le entrecortó la voz; la emoción atenazaba su garganta.

– Quería sexo -dijo Abe en tono monótono.

Ella asintió, aliviada de que hubiese terminado la frase en su lugar.

– Era la primera vez.

– ¿La primera vez que él lo buscaba o tu primera vez?

– Las dos cosas.

Él cerró los ojos; tras el nudo de su corbata podía observarse su garganta tragar saliva.

– Eras virgen.

– Probablemente la única de la clase. Mi padre me había prohibido beber, bailar, escuchar rock y jugar a las cartas; el sexo era el pecado capital. Así que yo estaba aguardando el momento propicio, pero con aquel chico no me apetecía hacerlo.

– Sin embargo, él no aceptó un «no» como respuesta.

– Exacto. Yo me resistí y le arañé, pero era demasiado corpulento. Me redujo sin ningún esfuerzo. Me dijo que yo lo estaba deseando, que se lo había pedido. Yo le respondí que era la primera vez… Él se echó a reír. Dijo que había viajado a Italia, que estaba acostumbrada a ir por el mundo. Me tiró al suelo y me tapó la boca. -Kristen alzó los ojos al techo, incapaz de mirar a Abe mientras pronunciaba aquellas palabras-. Me violó. Yo me limité a pensar que duraría poco; tenía que durar poco. Miré hacia arriba y al ver en el cielo la noria dando vueltas me dediqué a contar cabinas. Al fin terminó. -Bajó la mirada y vio que Abe apretaba los puños sobre la mesa. Cubrió con su mano la de él, consciente de que, a pesar de su insistencia por conocer la verdad, debía de resultarle más difícil escuchar aquello que a ella contarlo-. Y me dejó allí, tendida en el suelo detrás de las casetas.

– ¿Se lo dijiste a alguien?

– Al cabo de un tiempo.

– ¿A la policía? -preguntó muy tenso.

– No. -Kristen suspiró-. Les pedimos a las otras chicas que lo contaran ante las autoridades, pero tenían miedo. Y yo también tenía miedo. Temía que nadie me creyera. Él me advirtió que diría que lo habíamos hecho de mutuo acuerdo; llevábamos dos meses saliendo juntos, nadie habría dudado de su palabra. No era ningún gamberro, era un chico normal que asistía a todas las clases y entregaba los deberes con puntualidad. No era un mujeriego. Por eso me fiaba de él.

– ¿Pero a quién se lo dijiste?

– A mis padres.

– ¿Y?

Recordaba el semblante de su padre como si aquello hubiese ocurrido el día anterior; temblaba y estaba rojo de furia. Aún podía oír el ruido de su mano al cortar el aire justo unos segundos antes de que la tirara al suelo con un bofetón. Se quedó allí tendida, temblaba y sentía náuseas. Estaba embarazada.

– Mi padre no me creyó.

– ¿Qué? -El grito de indignación hizo que Abe se tambaleara-. ¿Que no te creyó?

– No. Me dijo que era igual que mi hermana, una alocada y una depravada.

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