– Bueno, ¿qué es lo que quieren saber? -espetó Keene-. Tengo un negocio que atender.
Regentaba una pequeña sombrerería, pero la privacidad de la entrevista parecía estar garantizada. La capa de polvo que cubría los sombreros indicaba que hacía bastante tiempo que Keene no tenía ningún cliente.
– Cosas de la familia Barnett -dijo Abe-. ¿Cómo estableció contacto con ella?
– Iba a la escuela con Iris Anne. Era una alocada.
Se acercaron al ancho mostrador donde la señorita Keene se inclinaba sobre lo que parecía una gran lazada.
– ¿En qué sentido?
– Siempre andaba detrás de los chicos y no se aplicaba nada en los estudios. Su hermano era harina de otro costal.
Mia se encorvó un poco para observar el rostro de la mujer más de cerca.
– ¿Qué hermano, señorita Keene?
Ella pareció ofenderse.
– El mayor, por supuesto. Robert se aplicaba mucho en los estudios y ayudaba a su padre en la tienda. Era un buen hijo. -Su rostro se suavizó en extremo y la transformación le quitó diez años de encima-. Se ocupaba de Iris y del otro hermano. -Volvió a torcer el gesto-. En cambio, el pequeño… -Hizo una pausa mientras se esforzaba por recordar-. Colin. Era un consentido. Siempre se metía en líos, andaba continuamente mortificando a los vecinos. -Se sorbió la nariz-. Pero se llevó su merecido.
Mia miró a Abe de reojo. Luego volvió a centrar su atención en Keene.
– ¿Por qué lo dice?
– Colin se metió con quien no debía. -Keene cogió la lazada y empezó a alisar las puntas-. El chico le dio una paliza y tuvieron que ingresarlo en el hospital. En el vecindario, la noticia fue un verdadero acontecimiento.
– ¿Y qué ocurrió después?
– Colin murió.
Mia pestañeó; estaba perpleja.
– Uau. Tuvo que ser todo un acontecimiento.
Keene ahuecó la lazada.
– El chico llevaba un cuchillo escondido en la bota. Colin ni siquiera se dio cuenta de que se lo iba a clavar.
Abe ocultó la sorpresa que le causaba la frialdad de la mujer.
– ¿Qué le ocurrió a Robert?
Sus facciones volvieron a suavizarse, podría decirse que adquirieron una expresión melancólica.
– En casa empezó a pasarlo aún peor. Al final se escapó; a Iris Anne le rompió el corazón.
Abe sospechó que había roto también el de la señorita Keene.
– ¿Por qué dice que en casa lo pasó «peor»? ¿Es que antes lo pasaba mal?
Keene, enojada, levantó la cabeza para mirarlo.
– El señor Barnett era muy duro con Robert. Iris y Colin hacían lo que les daba la gana, pero Robert se veía obligado a trabajar muchísimo. Si se equivocaba, aunque fuera al respirar, su padre lo castigaba con la palmeta. Como les digo, al final se escapó de casa. No he vuelto a verlo jamás.
– Señorita Keene -dijo Mia con suavidad-, ¿qué le ocurrió al chico que mató a Colin?
Keene bajó la vista a la lazada.
– Lo metieron en la cárcel, bueno, en uno de esos reformatorios. Cuando salió, se lió a puñetazos en un bar y lo apuñalaron; acabó igual que Colin. -Sostuvo la lazada a contraluz-. En el informe lo llamaron «venganza». No llegaron a coger a quien lo hizo. A todo el mundo le pareció normal que se hubiera ganado unos cuantos enemigos; en cambio, Iris y yo nos preguntamos si Robert había vuelto. -Suspiró-. Claro que no era más que una chiquillada. Años después creí verlo una vez, pero me equivocaba.
– ¿Dónde le pareció verlo?
– En el funeral. Iris Anne y sus padres murieron en un accidente de coche.
– Lo siento -masculló Mia.
Keene se encogió de hombros.
– De eso hace casi veinticinco años. -Ambos se sorprendieron cuando la mujer sonrió a Mia-. Pero gracias. Era mi mejor amiga.
– ¿Qué le hizo pensar que no era a Robert a quien había visto, señorita Keene? -preguntó Abe.
– Lo llamé y no respondió. Mi Robert nunca se habría comportado de un modo tan grosero.
– Una pregunta más y la dejaremos tranquila -dijo Mia-. ¿Tiene alguna foto? ¿Tal vez alguna en la que aparezca Robert?
– Guardo un par de anuarios de la escuela, pero no tengo ni idea de dónde paran.
Mia le entregó una tarjeta.
– Es muy importante que consigamos una foto. Aquí tiene mi nombre y mi teléfono. Si encuentra algo, llámenos, por favor.
Jueves, 26 de febrero, 15.00 horas
– El señor Conti la recibirá enseguida.
Zoe no podía estarse quieta. Se preguntaba si había sido una buena idea solicitar una entrevista, sobre todo después de que él hubiese exigido que acudiera sin la compañía de Scott. Ni siquiera le habían permitido llegar en su propia furgoneta. Siguió al mayordomo, vestido con un traje de raya diplomática, camisa blanca almidonada y corbata negra. Todo aquello le recordó a las películas de Al Capone. Se alegró de haber dicho en la redacción adónde iba.
– La señorita Richardson -anunció el mayordomo, e hizo un gesto para indicarle que podía entrar en el despacho privado de Jacob Conti.
El mafioso en persona estaba sentado tras su escritorio y la miraba con ojos recelosos. Drake Edwards se hallaba de pie a su lado. Supuso que Edwards se esforzaba por parecer despreocupado, pero le rodeaba un halo tal de poder que era imposible que transmitiera nada que recordase, ni remotamente, a la despreocupación. Por un momento lo contempló fascinada; luego se volvió hacia Jacob Conti.
– Gracias por recibirme. Permítame que le dé el pésame por la muerte de su hijo.
Conti no respondió, pero Edwards le señaló la otra silla que había en la sala.
– Siéntese, señorita Richardson -dijo con suavidad-. Tómese su tiempo.
Había algo siniestro en sus palabras, pero Zoe se negó a mostrarse intimidada. Tomó asiento y se aseguró de que su pierna quedase al descubierto.
– Me gustaría que me concediera una entrevista para emitirla por televisión.
Edwards alzó una ceja.
– ¿Por qué cree que el señor Conti podría estar interesado en conceder una entrevista?
– Esta semana se han producido varias agresiones contra Kristen Mayhew y personas de su círculo más próximo -empezó Zoe.
El rostro de Conti permanecía hierático y el de Edwards se iba tornando más y más risueño.
– ¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? -preguntó Edwards, y Zoe supo que se estaba mofando de ella.
– Se le acusa de estar implicado en ello, señor Conti. Esta misma mañana ha venido la policía a hablar con usted.
– La policía no nos ha hablado de ninguna acusación, señorita Richardson -aclaró Edwards; volvía a reírse de ella-. A lo mejor su fuente de información está… equivocada. -La miró de arriba abajo con descaro.
Zoe se volvió hacia el silencioso Conti.
– Quería brindarle la oportunidad de negar las acusaciones en un foro público -dijo con tanta honestidad como fue capaz mientras hacía caso omiso de la evidente mirada lasciva de Edwards.
Conti no pronunció palabra. Su semblante no había cambiado ni un ápice desde que ella entrara en la sala. Si no fuera porque observaba un ligero movimiento en su pecho, habría pensado que estaba muerto. Pero lo cierto era que estaba vivito y coleando.
Y representaba una verdadera amenaza. Zoe se puso en pie.
– Si está interesado, póngase en contacto conmigo, por favor. -Depositó una tarjeta en una esquina del escritorio-. Acepte de nuevo mi pésame.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando Conti por fin habló.
– Señorita Richardson, la considero tan responsable de la muerte de mi hijo como a la señorita Mayhew y a su asesino.
Incapaz de controlar el súbito temblor de su cuerpo, Zoe se volvió para mirarlo.
– ¿Me está amenazando, señor Conti?
– ¿Qué le hace pensar una cosa semejante? -preguntó Conti. Sus labios se curvaron en una sonrisa aterradora y Zoe supo lo que era el miedo-. Márchese antes de que la eche por la fuerza.
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