– Luego hablamos -dijo al fin con su tono insulso, y colgó.
Conduje hacia el East End, hasta Dennistoun. Como sucedía con muchos de los barrios de Glasgow, era estupendo poder decir que procedías de Dennistoun. Lo que había que evitar a toda costa era tener que regresar jamás. Se trataba de un laberinto de viejas casas de vecindad cubiertas de la mugre que habían arrojado las chimeneas antaño, cuando la reina Victoria era moza. Observé mientras me adentraba por sus calles que había algunos huecos libres allí donde habían derribado los edificios más ruinosos. En un par de solares ya estaban levantando bloques nuevos de flamantes apartamentos.
Seguí hasta la otra punta de Dennistoun, donde encontré una incongruente extensión verde de parcelas cultivadas. Y detrás, un edificio igualmente incongruente de planchas de metal corrugado que parecía formar parte de un astillero.
Aparqué delante y crucé una puerta presidida por un cartel que proclamaba que aquello era el GIMNASIO MCASKILL. En el interior había dos rings de entrenamiento con las cuerdas destensadas y el linóleo gris, y varios sacos de arena colgados ociosamente del techo. Reinaba un completo silencio. La única persona a la vista era un viejo con gorra y suéter de cuello alto sentado en un sillón desvencijado en el rincón del fondo. Alzó los ojos cuando entré, dobló cuidadosamente el periódico que estaba leyendo y se me acercó.
– Hola, Lennox -me dijo el viejo McAskill, sonriendo. Era una sonrisa cansada en un rostro cansado que había sufrido también más tropiezos de la cuenta con un puño enguantado. Hizo un gesto con la cabeza hacia la parte trasera-. Está ahí dentro.
Crucé el gimnasio y entré en la oficina. Detrás del escritorio había un hombre flaco y de cara alargada fumando. Aparentaba unos cuarenta años, pero yo sabía que tenía diez menos. Había dejado encima del escritorio su sombrero: un modelo de ala ancha que había pasado de moda hacía cinco años. Tiré mi borsalino al lado, como para marcar la diferencia.
– Señor Lennox.
El hombre sonrió y se puso de pie. Era alto. Lógico: el cuerpo de policía de Glasgow exigía como estatura mínima un metro ochenta, de ahí que al menos dos tercios de sus efectivos no procediesen de Glasgow. Me estrechó la mano. Hay que aclarar que los polis de la ciudad no tenían por costumbre llamarme «señor» ni darme la mano, salvo que fuera para colocarme unas esposas. Pero el agente Donald Taylor era distinto. Teníamos un arreglo.
– Gracias por venir, Donald. ¿Estás de servicio?
– Tengo turno de tarde. Empiezo a las dos.
– ¿Has averiguado algo sobre lo que te pregunté?
Meneó la cabeza.
– No mucho, me temo, señor Lennox. Bobby Kirkcaldy no es de Glasgow. Nació en Motherwell. Para husmear un poco más tendría que contactar con la policía del condado de Lanarkshire, y empezarían a hacer preguntas.
– Pero al menos habrás podido comprobar si tiene antecedentes.
– Ah, sí… Eso sí lo he hecho. Nada. Y por lo que yo he oído no hay rumores sobre él. Parece un tipo honrado.
– ¿Qué hay de lo otro, de Calderilla MacFarlane?
– Lo siento… tampoco ha habido suerte. No llevo el caso y si me pongo a hacer demasiadas preguntas, los jefes empezarán a sospechar. Hablé con el sargento encargado de las pruebas, eso sí. En plan informal. Me dijo que se habían llevado un montón de material de casa de MacFarlane. Con permiso de su parienta, por lo visto.
– ¿Nada más?
– Un par de cosas. El inspector Ferguson preguntó por usted.
– ¿Él sabe que me conoces?
– En realidad no. Bueno, no sabe que… hacemos negocios; el inspector Ferguson no se interesa por estas cosas. Fue solo porque sabía que yo le había interrogado sobre aquel asunto el año pasado, cuando estuvo usted en el extranjero.
Asentí. Jock Ferguson había sido mi principal contacto en la policía. Sin pagar. Un poli honrado, o eso había creído yo. No había hablado con él desde hacía seis meses.
– ¿Cuál es la otra cosa? -pregunté.
– Es una de las razones por las que no podía hacer demasiadas preguntas sobre el asunto MacFarlane. Ha habido un montón de jefazos metiendo la nariz. Es como si hubiera algo más que un simple robo.
– ¿Y? -dije con impaciencia. Sabía que Taylor estaba preparándose para contarme algo, o quizá para inflar algo a partir de la nada. Él no ignoraba que yo solo pagaba por resultados.
– Vino un yanqui a Saint Andrew’s Square. Estuvo con el comisario McNab y con el subjefe territorial.
– ¿Un americano?
– Eso creo. Me los crucé en el pasillo. Hablaba como usted.
– Yo no soy americano, soy canadiense.
– Sí… su acento era más fuerte. Un tipo corpulento, tanto como McNab. Con un traje llamativo.
– Está bien, ¿y eso qué tiene que ver conmigo?
– Bueno, ya sabe cómo son las tipas. Las mecanógrafas y las agentes se desmayaban de la emoción a causa de su acento. En fin, se convirtió en la gran sensación. Yo soy amigo de una de las chicas que trabaja en la oficina del subjefe territorial, y dice que pidieron todos los expedientes sobre el asesinato de MacFarlane.
– O sea que el tipo es un poli americano.
– No sé. Alguien comentó que era un detective privado. Como usted.
– Está bien. -Pensé un momento-. ¿Hay algo más?
– Solo ese otro asesinato.
– ¿Cuál?
– El tipo que encontraron en la vía del tren.
– Creía que había sido un accidente. -Encendí otro cigarrillo y deslicé el paquete por encima del escritorio para que se sirviera él mismo-. ¿Y qué pensáis hacer vosotros, pandilla de Einsteins? ¿Vais a detener al conductor del tren?
– El comisario McNab está como loco con el asunto. Todo el mundo estaba contento con la idea de que lo había arrollado el tren (vamos, tuvieron que recoger los restos con pala), pero el patólogo que hizo la autopsia dijo que el tipo estaba muerto antes de que el tren le pasara por encima. Y además tenía dos dedos rotos y los nudillos despellejados de mala manera. El matasanos dice que parece como si hubiese estado en una pelea y le hubieran atizado hasta matarlo. El tren se encargó de dejarlo hecho puré. La idea es que quien acabó con él lo tiró a la vía.
– Parece lógico -dije-. Había muchas posibilidades de que nadie se preguntara si las heridas habían sido causadas por otra cosa. ¿Quién era la víctima?
– Ni idea. Nadie ha informado de un desaparecido que encaje en la descripción y no llevaba ninguna identificación encima. Ese patólogo es una lumbrera con un montón de trucos. En su informe dice que por la complexión del fiambre, por los callos en las palmas de sus manos y el color de su tez, diría que era un trabajador manual, lo cual encaja con la ropa. -Taylor soltó una risotada seca y maliciosa-. A mí me parece que el patólogo va a ser nuestra próxima víctima de asesinato. El comisario McNab está cabreado de verdad por tener que cargar con otra muerte. No le gusta tanto papeleo, ¿sabe?
Asentí. Ya me imaginaba a McNab marcando prioridades entre las víctimas. Los don nadie por un lado, los personajes importantes por el otro y, arriba de todo, los polis. Si te cargases a un agente, resultaría más difícil parar a McNab que al tren que había hecho papilla el cadáver del obrero muerto.
Taylor siguió charlando aún diez minutos más sin decir nada nuevo para tratar de justificar su tarifa. Cuando terminó, le di las gracias y el número de teléfono de mi piso.
– Llámame si te enteras de algo más. Te saldrá a cuenta. -Abrí la cartera y le di tres billetes de diez. Los polis no eran baratos.
Cuando Taylor se hubo largado, salí al gimnasio. Habían llegado un par de jóvenes y se habían puesto shorts de boxeo y camisetas blancas. Estaban flacos y demasiado pálidos. Los dos entrenaban con los sacos de arena y el viejo McAskill los observaba sin mucho interés apoyado en la pared.
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