– Me parece que no le vendría mal otro coñac, ¿no?
– Sí, creo que me sentaría bien.
Volvimos a sentarnos en el mismo reservado.
– ¿Qué ha dicho para librarse de los polis? -pregunté.
– Les he contado que era usted mi primo de Québec y que no hablaba una palabra de inglés. Que esos dos tipos habían intentado robarle y que tanto yo como el encargado del restaurante lo habíamos visto todo. Les he dado una falsa descripción del coche y los he mandado tras él.
– ¿No han insistido en hablar conmigo?
– Les he dicho que usted solo hablaba francés, que se volvía a su país en un par de días y que no quería enredarse poniendo una denuncia, ni mucho menos aplazar el viaje.
– ¿Se han contentado con eso?
– Estamos hablando de la policía, amigo mío. Tener que tratar con un ciudadano extranjero que está a punto de volver a su país resulta complicado, y si algo he aprendido sobre la policía de cualquier parte del mundo es que no quieren complicarse la vida. Y ahora, ¿por qué no me explica a qué venía ese jaleo? ¿Tiene algo que ver con la desaparición del joven Pollock?
– Sí. Bueno, en cierto modo. Sammy Pollock andaba con Paul Costello, que es el hijo de Jimmy Costello. ¿Ha oído hablar de Jimmy Costello?
Barnier se encogió de hombros y negó con la cabeza.
– Costello es un criminal y un matón. Asuntos de poca monta, aunque dirige una pequeña banda. Nuestros dos compañeros de baile deben de estar en nómina. Costello tiene un hijo que es un gandul. Hay que ser un verdadero inútil para constituir una decepción en los bajos fondos, pero ese es el caso del joven Paul. Bueno, la cuestión es que Paul andaba con Sammy Pollock antes de que este desapareciera, y tenía una llave de su apartamento. Yo se la arrebaté y mantuve con él un franco intercambio de pareceres. Fui tan franco que me parece que le partí algún que otro hueso.
– Y papá Costello está enfadado.
– Eso parece. Aunque, a decir verdad, no creo que le importe una mierda. Eso de afuera no pasa de ser una respuesta rutinaria. Quizá le tenga sin cuidado que le haya dado un sopapo a su hijo, pero está obligado a hacerse el ofendido. Las apariencias lo son todo para nuestros colegas del mundo criminal…
– Bueno, creo que quizá reciba otra visita de esos dos amigos. O de sus compinches. -Arqueó las cejas.
– Quizá no debería separarme de usted. Ese juego de pies es de lo más llamativo.
– Se llama savate , también kickboxing francés. A veces se conoce como jeu marseillais, porque era muy popular en Marsella en el siglo pasado. Los marineros, ¿entiende? La idea es que si estás peleando mientras navegas te conviene mantener una mano libre para sujetarte cuando el barco da un bandazo.
– Sí -dije. Había oído hablar del savate, pero lo que había visto allí fuera era bastante más que eso-. Yo creía, de todos modos, que el savate era un tipo de lucha callejera, cosa de estibadores y marineros. Ahora, si me permite que se lo diga, usted no me parece la clase de individuo que ha malgastado su juventud en reyertas por las callejuelas de Marsella.
– ¿No? -dijo Barnier-. Tal vez. Aunque si algo he aprendido en esta vida es que la gente raramente es lo que parece. En todo caso, el savate se ha ido aburguesando con los años. Se ha convertido en un deporte. Alejandro Dumas hijo lo estudió.
Observé su rostro apuesto y cruel. Aquella sonrisa enmarcada por la perilla y el pulcro bigote tenía un aire astuto. También melancólico. Me hacía pensar en un Satán triste y hastiado.
– Bueno, sean cuales sean los orígenes del savate -dije-, me alegro de que exista. Gracias por echarme una mano ahí fuera. Y con la policía.
Barnier se encogió de hombros ligeramente.
Ya no teníamos más que decirnos, por lo visto, y mis pies me llevaron de vuelta a la calle y al coche. No había más matones esperándome. Por ahora. Pero tarde o temprano habría de encargarme del asunto Costello. Al abrir la puerta del Atlantic, me volví y miré el Merchant’s Carvery. Barnier estaba junto a la ventana, mirando, tal como debía de haber estado cuando se me habían echado encima los tipos de Costello.
Me inquietaba Barnier. No había motivo para dudar de lo que me había dicho sobre su relación, o su falta de relación, con Sammy Pollock. Lo que me inquietaba no tenía probablemente nada que ver con eso. Pero había algo en aquel francés… Una especie de sombra que arrastraba consigo. Y para ser un importador de vinos, sabía arreglárselas muy bien.
Pasé a ver a Lorna de camino a casa. Tenía la esperanza de que la compresa fría hubiera detenido la inflamación en mi mejilla e impidiera que me saliera un morado. Pero todavía la tenía magullada y Lorna lo notó nada más verme.
– ¿Qué ha pasado? -me dijo mientras me hacía pasar. Pero la aflicción amortiguaba su inquietud y se contentó con un desdeñoso encogimiento de hombros por mi parte y con un «No es nada…» murmurado entre dientes.
Nos sentamos en el salón los dos solos. Maggie MacFarlane había salido. Asuntos que resolver, le había dicho a Lorna. Me pregunté cuántos de aquellos asuntos requerirían la intervención del galán que había visto llegar la noche anterior.
Lorna parecía cansada y tenía los ojos enrojecidos de llorar. Le hablé con tono suave y tranquilizador e hice todo lo que debía hacer un pretendiente sensible. Al rato, cuando el ambiente ya se había despejado y parecía permitirlo, le pregunté por el visitante del Lanchester-Daimler. Ella me miró sin comprender.
– Alto, pelo oscuro… con bigote -apunté.
Su expresión se iluminó un instante.
– Ah, sí… Jack. Jack Collins. Era el socio de papá. Y un amigo de la familia.
– ¿Socio? No sabía que tu padre tuviera ningún socio.
– No. En las apuestas, no. Jack Collins está metido en el boxeo, organiza combates; creo que viene a ser como un agente o un promotor. Él y mi padre estaban organizando algunas peleas y habían creado juntos una sociedad. Jack y mi padre estaban muy… unidos. Es como un miembro más de la familia.
– No estarían metidos en la organización del combate Kirkcaldy-Schmidtke, ¿no?
– No… nada tan importante. ¿Por qué lo preguntas?
– Solo curiosidad -respondí-. ¿Para qué se pasó ayer por aquí?
– Está ayudando a resolver algunos temas de negocios.
– Ya veo. ¿Ayudando a tu madrastra?
Lorna me miró perpleja. Hasta que captó.
– Ah, no. Nada de eso. Créeme, no es que no considere capaz a Maggie. La creo capaz de cualquier cosa. Pero no me parece que Jack esté interesado. Por lo visto, tiene una colección de amiguitas glamurosas. -Esbozó una sonrisita pícara, aunque su tristeza la disolvió en el acto, como un dibujo en la arena-. Ya te digo, papá y Jack estaban muy unidos. Es imposible que Jack…
– ¿Y qué quería? Anoche, quiero decir.
– Solo pasó a ver si podía ayudar en algo. Y estaba buscando unos papeles que tenía papá.
– ¿Los encontró?
– No, creo que no.
Me tomé una copa con ella. Cuando ya me iba, me echó otra vez los brazos al cuello. Traté de ahuyentar la irritación que sentía crecer en mi interior. Una vez más, Lorna estaba quebrantando el tácito acuerdo de no exigirnos nada el uno al otro. «Estás hecho un verdadero canalla», me dije a mí mismo.
Cuando llegué a casa usé el teléfono del vestíbulo para llamar a Sheila Gainsborough al número de su agente. Respondió la misma voz suave y afeminada. Le pedí que me pasara con la señorita Gainsborough. Hubo un suspiro y un silencio al otro lado de la línea; luego se puso ella. Le expliqué los progresos que había hecho, cosa que no me llevó mucho tiempo.
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