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Craig Russell: Muerte en Hamburgo

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Craig Russell Muerte en Hamburgo

Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– ¿Recibía muchas visitas? ¿Hombres, en concreto?

Su rostro volvió a concentrarse.

– No… no, no puedo decir que viera mucho a nadie.

– Sé que es un asunto muy desagradable, pero tengo que preguntárselo, Frau Steiner. ¿Hubo algo que le hiciera pensar que la chica pudiera ser prostituta?

Parecería imposible, pero los ojos de lechuza de la anciana se abrieron aún más.

– No. Por supuesto que no. ¿Lo era?

– No lo sabemos. Si lo era, cabría esperar que usted hubiera visto a más hombres entrando y saliendo.

– No, puedo decir con toda sinceridad que sólo vi que tuviera dos o tres visitas. Pero ahora que lo menciona, todos eran hombres. No vi nunca a ninguna mujer.

– ¿Puede describirlos?

– No, la verdad es que no. -Volvió a negar con la cabeza, despacio-. Ni siquiera puedo estar segura de si fueron más de dos los hombres que la visitaron… Puede que viera a la misma persona más de una vez. -Señaló más allá de Fabel, por el pasillo, hacia el panel de cristal de bronce opaco de la puerta del piso-. Sólo vi unas formas a través de la puerta, unas figuras más bien.

– Entonces, ¿no podría reconocer a ninguno de ellos?

– Sólo al joven que le realquilaba el piso.

– Debe de referirse a Klugmann, señor -terció Beller-. Fue quien descubrió el cuerpo y nos llamó.

– ¿Venía a menudo? -preguntó Fabel.

La anciana encogió sus hombros insignificantes.

– Sólo lo vi un par de veces. Como le he dicho, pudo ser una de las figuras que vi subir y bajar, o quizá sólo estuvo aquí el par de veces que lo vi. -Miró en dirección al panel de cristal de la puerta que había al final del pasillo-. Eso es lo que significa hacerse viejo, joven. Tu mundo se encoge y se encoge hasta que queda reducido a unas sombras que pasan por delante de tu puerta.

– ¿Cuándo fue la última visita de Herr Klugmann, que usted sepa?

– La semana pasada… o quizá la anterior. Lo siento, la verdad es que no presté mucha atención.

– No pasa nada, Frau Steiner. Gracias por dedicarnos su tiempo. -Fabel se levantó del sillón.

– ¿Herr Hauptkommissar? -Los ojos llorosos de lechuza parpadearon.

– ¿Sí, Frau Steiner?

– ¿Sufrió mucho?

No tenía sentido mentir. Pronto saldría todo en los periódicos.

– Me temo que sí. Pero ahora descansa en paz. Adiós, Frau Steiner. Si necesita algo, por favor, pídaselo a alguno de nuestros agentes.

Aquellas palabras no parecieron convencerla; la anciana simplemente se quedó sentada sacudiendo la cabeza con incredulidad.

– Qué tragedia.

Al salir del piso, Fabel se volvió hacia Beller.

– ¿Has dicho que has sido el primero en llegar a la escena?

– Sí, señor.

– ¿Y no había nadie merodeando por aquí?

– No, señor…, sólo el tipo que nos llamó… y después la pareja de jóvenes del primer piso.

– ¿No has visto a un hombre mayor merodeando por aquí?

Pensativo, Beller negó con la cabeza.

– ¿Incluso después, cuando han empezado a llegar los curiosos? ¿Un hombre bajito, corpulento, de setenta años? De aspecto extranjero…, eslavo…, quizá ruso.

– No, señor… Lo siento. ¿Es importante?

– No lo sé -dijo Fabel-. Seguramente no.

Miércoles, 4 de junio. 7:30 h

Sankt Pauli (Hamburgo)

La sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Davidwache era todo un ejemplo de minimalismo. La austeridad de las paredes encaladas quedaba sólo rota por la puerta y una única ventana que habría tenido vistas de la Davidstrasse si el cristal no hubiera sido opaco, como una lámina de leche helada, contra el cual la luz del atardecer quedaba reducida a un tenue resplandor. Un lado de la mesa de interrogatorios estaba contra la pared, y había cuatro sillas de tubo de acero, dos a cada lado de la mesa. Un casete grabador negro descansaba al final de la mesa, contra la pared. Encima, en la pared, había un cartel que señalaba las salidas y el procedimiento que seguir en caso de incendio. Encima de éste, había un cartel de prohibido fumar.

Fabel y Werner se sentaron a un lado de la mesa. Delante de Fabel había un hombre de unos treinta y cinco años, de pelo negro abundante y grasiento peinado hacia atrás en mechones relucientes que le caían continuamente sobre la frente. Era alto y de constitución fuerte; los hombros encajaban en la piel negra y barata de una chaqueta demasiado estrecha. Tenía el físico de un ex atleta que se ha abandonado: una robustez incipiente se acumulaba en su cintura, los ojos cansados, la piel pálida frente al pelo negro, y barba de dos días; tenía un rostro aún cuadrado y fuerte, pero que ya empezaba a mostrar síntomas de envejecimiento.

– ¿Es usted Hans Klugmann? -preguntó Fabel sin levantar la vista del informe.

– Sí… -Klugmann se inclinó hacia delante, encogió los hombros, apoyó las muñecas en el borde de la mesa y comenzó a tocarse la piel del pulgar con la uña del otro. Si no fuera por la intensidad nerviosa de la postura, casi parecería que estaba rezando.

– Ha encontrado a la chica… -Fabel pasó unas cuantas páginas del informe-. Monique.

– Sí. -Se clavó más la uña del pulgar. Comenzó a mover una pierna, que descansaba sobre la planta del pie, en un tic inconsciente. Aquella acción hizo que las manos se movieran rítmicamente.

– Debe de haber sido un golpe… muy desagradable para usted.

Había auténtico dolor en los ojos de Klugmann.

– Pues sí.

– ¿Monique era amiga suya?

– Sí.

– Aun así, ¿afirma que no sabe cómo se apellidaba?

– No lo sé.

– Mire, Herr Klugmann, tengo que admitir que necesito imperiosamente que me ayude en esto. Estoy muy confundido y confío en que usted me ayudará a aclarar mi confusión. Hasta este momento, tengo el cuerpo de una chica anónima despedazada en un piso en el que no hay rastro alguno de objetos personales, a excepción de un conjunto que hemos encontrado en el armario… Ni bolso, ni documentación… En realidad, no hay más comida que un litro de leche en la nevera. También hemos hallado algunos de los artículos que uno esperaría encontrar en un piso destinado al ejercicio de la prostitución. Y el apartamento está situado bien cerca, pero no dentro, del barrio chino; sin embargo, no hay pruebas de que la chica recibiera demasiadas visitas masculinas. ¿Entiende por qué estoy confundido?

Klugmann se encogió de hombros.

– Y, para colmo, descubrimos que el piso está alquilado oficialmente a un ex agente de las fuerzas especiales que afirma no saber el nombre completo de la persona a quien realquila su piso. -Fabel esperó a que sus palabras calaran. Klugmann estaba sentado impasible, mirándose las manos-. Así que ¿por qué no deja de marear la perdiz, Herr Klugmann? Tanto usted como yo sabemos que ese piso se utilizaba para el ejercicio de la prostitución, aunque una prostitución muy selecta, y que esta chica, Monique, no vivía allí. Oiga, no me interesa qué acuerdo tenía con la chica, excepto por la información que pueda proporcionarme sobre ella. ¿Me he expresado con claridad?

Klugmann asintió con la cabeza, pero no levantó la vista de sus manos.

– ¿Cómo se llamaba?

– Ya se lo he dicho, no lo sé… Le juro que es la verdad. Siempre la llamé Monique a secas, y ella a sí misma, también.

– Pero ¿era prostituta?

– Vale, quizá…, no lo sé…, puede que sí…, quizá a tiempo parcial. Nada que ver conmigo. Nunca me pareció que anduviera justa de dinero, o sea que igual sí.

– ¿Cuánto hace que la conocía?

– Sólo tres o cuatro meses.

– Si usted no sabe su apellido -dijo Werner-, debe de haber otras personas que sí lo sepan. ¿Con quién andaba?

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