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Craig Russell: Muerte en Hamburgo

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Craig Russell Muerte en Hamburgo

Muerte en Hamburgo: краткое содержание, описание и аннотация

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El detective Jan Fabel se encuentra ante el caso más sanguinario y macabro de su historia profesional. Los cadáveres de dos mujeres a las que han arrancado los pulmones y las notas desafiantes de alguien que firma como «Hijo de Sven» son las únicas pistas de un asesino cuya motivación va más allá de la ira, acercándose a una suerte de ritual donde lo sagrado y lo monstruoso se dan la mano para teñir de escarlata toda la ciudad. Mientras Fabel avanza en la investigación, va quedando claro que se trata de algo mucho más complejo que el trabajo de un simple psicópata.

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– ¿Compraba la droga con algo más que dinero?

– Es lo que creen. El MEK intentó demostrar que había estado vendiendo información a la organización Ulugbay, pero no pudieron presentar ninguna prueba sólida.

– Así que Klugmann sólo se llevó un tirón de orejas.

– Sí. Y ahora trabaja en un club de striptease propiedad de Ulugbay.

Fabel sonrió.

– Y hace de chulo.

– Bueno, eso es lo que sospecha la policía local… y más.

– Me lo imagino -dijo Fabel. Un ex policía de las fuerzas especiales sería muy valioso para Ulugbay: fuerza e información sobre la policía-. ¿Deberíamos considerarlo sospechoso de este asesinato?

– Habrá que hacer unas comprobaciones, pero lo dudo. Al parecer, estaba en un verdadero estado de choque cuando llegaron los policías locales. Hemos hablado un poco con él en la comisaría Davidwache. El cabrón parece un tipo duro, pero se veía claramente que no había elaborado una historia creíble. Tan sólo repetía que era amigo suyo y que había pasado a verla.

– ¿Sabemos cómo se llamaba la chica?

– Ese es el problema -contestó Paul-. Me temo que tenemos entre manos a una mujer misteriosa. Klugmann dice que sólo la conocía como Monique.

– ¿Es francesa?

Paul esbozó una media sonrisa, mirando a Fabel para comprobar si había algún rastro de ironía en su expresión: había oído que der englische Kommissar tenía fama de recurrir al sentido del humor británico. Nada de ironía. Tan sólo impaciencia.

– Según Klugmann, no lo era. Creo que se trataba del nombre que utilizaba para trabajar.

– ¿Qué hay de sus efectos personales? ¿Tenemos un carné?

– Nada.

Fabel advirtió que ya habían esparcido los polvos por la mesita de noche para tomar huellas. Abrió uno de los cajones. Había un consolador enorme y cuatro revistas pornográficas, una de las cuales estaba especializada en bondage. Volvió a mirar el cuerpo: las muñecas y los tobillos estaban atados con fuerza a los postes de la cama con lo que parecían unas medias negras. Era una elección más práctica e improvisada que erótica y premeditada; tampoco había ningún otro rastro de la parafernalia habitual del bondage. En el siguiente cajón había más preservativos, una caja grande de pañuelos de papel y un frasco de aceite de masajes. El tercer cajón estaba casi vacío, sólo había un bloc de notas y dos bolígrafos. Fabel se volvió hacia el jefe del equipo forense.

– ¿Dónde está Holger Brauner? -preguntó, refiriéndose al jefe del departamento forense.

– No trabaja hasta el fin de semana.

Fabel deseó que Brauner hubiera estado de servicio. Brauner interpretaba la escena de un crimen como un arqueólogo interpreta un paisaje: veía los rastros, invisibles para todos los demás, de quienes habían pasado antes por allí.

– ¿Puede alguno de tus chicos meter todo esto en bolsas?

– Por supuesto, Herr Hauptkommissar.

– ¿En el cajón de abajo no había nada más?

El jefe del equipo forense frunció el ceño.

– No. Todo lo que hemos cogido para examinar y buscar huellas ha sido devuelto a su sitio. No había nada más.

– ¿Habéis encontrado su agenda de citas? -De nuevo, el técnico parecía atónito.

– Era puta, pero no de la calle -le explicó Fabel-. Daría hora a sus clientes, probablemente quedaba con ellos por teléfono. Debía de tener una agenda de citas.

– Nosotros no hemos encontrado ninguna.

– Yo diría que, si tenía una agenda, estaba ahí dentro -dijo Fabel señalando el tercer cajón todavía abierto-. Si no la encontramos en otro sitio, diría que nuestro hombre se la ha llevado.

– ¿Para protegerse? ¿Crees que se la ha cargado un cliente? -preguntó Paul.

– Lo dudo. Nuestro hombre, porque se trata de él, no sería tan estúpido como para elegir a alguien que lo conociera de antes.

– Así que no hay duda de que se trata del mismo tipo que se cargó a Kastner.

– ¿Quién podría ser si no? -respondió Werner, señalando el cadáver con la cabeza-. Es evidente que ésta es su firma.

Se hizo un silencio mientras cada uno se sumía en sus pensamientos sobre las implicaciones que tendría el hecho de que se tratara de un asesino en serie. Todos sabían que no acortarían la distancia entre ellos y aquel monstruo hasta que volviera a matar; y más de una vez. Cada escena del crimen los acercaría un poquito más: serían pequeños pasos en la investigación que pagarían con la sangre de víctimas inocentes. Fue Fabel quien rompió el silencio.

– En cualquier caso, si nuestro hombre no se llevó la agenda, quizá fue Klugmann, que se la afanó para proteger las identidades de sus clientes.

Móller, el patólogo, seguía inclinado sobre el cuerpo, examinando la grieta vacía del abdomen de la chica. Se puso derecho, se quitó los guantes ensangrentados y se volvió hacia el Hauptkommissar.

– Es obra del mismo hombre, Fabel… -Con una dulzura sorprendente, Móller apartó el pelo rubio de la cara de la chica-. Exactamente el mismo modus operandi que en la otra víctima.

– Eso ya puedo verlo yo mismo, Möller. ¿Cuándo murió?

– Este tipo de despedazamiento tan brutal hace que las lecturas de la temperatura sean…

Fabel le cortó.

– ¿Tú cuándo calculas?

Móller echó la cabeza hacia atrás. Era bastante más alto que Fabel y lo miraba como si examinara algo que no merecía su atención.

– Calculo que entre la una y las tres de la madrugada.

Una mujer alta y rubia, que llevaba un elegante traje pantalón gris, entró desde el pasillo. Daba la impresión de que se sentiría más cómoda en la sala de juntas de un banco corporativo que en la escena de un crimen. Era la Kriminaloberkommissarin Maria Klee, la adquisición más reciente que Fabel había hecho para su equipo.

– Jefe, será mejor que veas esto.

Fabel la siguió por el pasillo hasta una cocina pequeña y sumamente estrecha. Como el resto del piso, parecía que la cocina apenas había sido utilizada. Había una tetera y un paquete de bolsas de té sobre la encimera. Una sola taza limpia descansaba boca abajo en el escurreplatos. Aparte de eso, no había rastro alguno del arte de la cotidianidad: ni platos en la pila, ni cartas sobre la encimera o encima de la nevera; nada que sugiriera que aquel espacio contenía el ciclo de una vida humana. Maria Klee señaló la puerta abierta de un armario empotrado. Cuando Fabel miró dentro, vio que habían retirado el enlucido y que un cristal proporcionaba una vista diáfana del dormitorio. Fabel se descubrió mirando directamente a la cama empapada en sangre.

– ¿De una dirección? -le preguntó Fabel a Maria.

– Sí. En el otro lado está el espejo de cuerpo entero. Mira esto. -Maria se apretó contra Fabel, metió la mano enguantada en el armario y sacó un cable eléctrico-. Creo que aquí dentro había una cámara de vídeo.

– ¿Así que podrían haber grabado a nuestro hombre?

– Sólo que, ahora, aquí dentro no hay ninguna cámara -dijo Maria-. Quizá la ha encontrado y se la ha llevado.

– De acuerdo. Pide a los chicos del equipo forense que lo examinen bien.

Fabel se dispuso a marcharse, pero Maria lo paró.

– Recuerdo que, cuando era pequeña, fuimos de excursión con el colegio a los estudios de la cadena de televisión NDR. Nos enseñaron el plató de una serie de televisión, ya sabes, un culebrón del tipo Lindenstrasse o Gute Zeiten Schlechte Zeiten. Recuerdo lo real que parecía esa habitación…, hasta que te acercabas. Entonces te dabas cuenta de que el cielo que veías por las ventanas estaba pintado y de que las puertas del armario no podían abrirse…

– ¿Qué intentas decir, Maria?

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