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José Somoza: Clara y la penumbra

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José Somoza Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Muy bien.

La mujer se quitó las gafas al tiempo que se inclinaba.

– ¿Dónde está la firma…? Ah, en el muslo… Es bello… ¿Qué te contaba?

– Que le regalaste el cuadro a Anne.

– Ah, sí. Les encantó, a Anne y a Louis, ya los conocés. Anne quería saber si era cara la renta. Yo le dije: «No se preocupen, la pagamos nosotros. Es un regalo que queremos hacerles». Después le pregunté al cuadro si tenía algún problema en marcharse a París con mi hija. Me dijo que no.

– Un cuadro comprado no debe tener ningún problema en seguir al dueño a donde sea -sentenció Gertrude.

– A mí me gusta ser delicada con los cuadritos… Éste es muy bello, desde luego. -La elle vibraba en su boca como un cortocircuito-. ¿Cómo has dicho que se titula…?

Muchacha ante el espejo.

– Bello, muy bello… Con tu permiso, Gertrude, me llevo un catálogo.

– Los que quieras.

Clara siguió inmóvil cuando se marcharon. «Bello, bello, muy bello, pero no me vas a comprar. Eso se nota a la legua.» Sabía que estaba mal distraerse mientras se encontraba en plena Quietud, pero no podía evitarlo. Le preocupaba que no la compraran.

¿Qué podía fallar con Muchacha ante el espejo? Lo ignoraba. El óleo no era nada del otro mundo, pero la habían adquirido en cosas mucho peores. Posaba de pie completamente desnuda con la mano derecha en el pubis y la izquierda a un lado, las piernas algo separadas, pintada de arriba abajo con distintos matices de blanco. Su pelo era una masa compacta de blancos profundos mientras que en el cuerpo resaltaban los tonos brillantes y tersos. Frente a ella se alzaba un espejo rectangular de casi dos metros de altura incrustado en el suelo, sin marco. Eso era todo. Costaba dos mil quinientos euros con un mantenimiento de trescientos euros mensuales, un precio asequible para cualquier coleccionista mediocre. Alex Bassan le había asegurado que se vendería pronto, pero ella ya llevaba casi un mes exhibiéndose en la galería GS de la calle Velázquez de Madrid y nadie había hecho aún una oferta en firme. Era miércoles 21 de junio de 2006 y el acuerdo entre el pintor y GS expiraba dentro de una semana. Si no sucedía nada para entonces, Bassan la retiraría y Clara tendría que esperar a que otro artista quisiera pintar un original con ella. Pero, mientras tanto, ¿cómo conseguiría dinero?

Al natural, sin pintura, Clara Reyes ostentaba el pelo rubio platino ligeramente ondulado hasta los hombros, los ojos azules, los pómulos acentuados, la expresión entre ingenua y maliciosa y un talle grácil, falsamente delicado, desmentido por una sorprendente resistencia física. Para mantenerse así precisaba dinero. Había comprado un ático de paredes blancas en Augusto Figueroa e instalado en el salón un pequeño gimnasio con un tatami rodeado de espejos y aparatos. Practicaba natación los días en que las galerías cerraban y no tenía obras que hacer. Acudía mensualmente a un centro de estética. Comía alimentos dietéticos y controlaba su silueta con vigilantes electrónicos de peso. Usaba tres clases de cremas al día para conservar la piel suave y firme característica de los lienzos. Había eliminado dos pequeñas verrugas de su torso y hecho desaparecer una cicatriz en su rodilla izquierda. Su menstruación se había esfumado como por ensalmo gracias a un tratamiento preciso y controlaba con fármacos sus necesidades fisiológicas. Se había depilado por completo y de forma permanente, incluyendo las cejas; sólo conservaba el cabello. Las cejas y el vello del pubis son fáciles de pintar si el artista lo requiere, pero tardan tiempo en crecer. No eran caprichos, sino su trabajo. Ser cuadro le costaba mucho dinero y sólo ganaba mucho dinero siendo cuadro. Curiosa paradoja que le hacía pensar que Van Tysch, el grande entre los grandes, tenía razón al afirmar que el arte no era otra cosa que dinero.

Aquel año no le había ido mal, después de todo. Una empresaria catalana la había comprado por Navidad en La fresa, de Vicky Lledó, pero es que Vicky tenía una clientela muy fiel y vendía bien todas sus obras. Hacía pareja con Yoli Ribó en ese cuadro: permanecían sentadas sobre un pedestal pintadas en colores crudos, brazos y piernas entrelazados, sosteniendo con los dientes una fresa de plástico en rojo de quinacridona. Era una postura sencilla, aunque tenían que usar a diario un aerosol para disminuir la secreción de saliva («imagínate un cuadro babeando -había dicho Vicky-, qué poco estético»). Pero, cuando te acostumbrabas, el hecho de soportar aquella fresa de plástico en la boca durante seis horas al día te parecía lo más simple del mundo. Y el hiperdramatismo había logrado que la compenetración con Yoli fuera ideal: compartían la fresa, el aliento, la mirada y el tacto como verdaderas amantes. Vicky las había firmado en el deltoides, una V y una L horizontal en color rojo. Estuvieron un mes en casa de la empresaria y fueron sustituidas. Y a buscar trabajo otra vez. En marzo había sustituido a una francesa en un exterior en Marbella del pintor portugués Gamaio y en abril a Queti Cabildos en Elemento líquidoII de Jaume Oreste, otro exterior en La Moraleja, pero no te pagan mucho cuando no eres el modelo original.

Por fin, en mayo, la gran noticia. Recibió una llamada de Alex Bassan. Quería pintar un original con ella. «Alex, qué bien me vienes», pensó. Se trataba de un artista poco metódico pero vendible. Había pintado a Clara en dos originales hacía años y ella ya estaba acostumbrada a su manera de trabajar. Le faltó tiempo para aceptar la oferta.

Llegó a Barcelona a principios de mayo y se instaló en el apartamento de dos plantas cerca de la Diagonal donde Bassan vivía y trabajaba. Clara dormía en una de las tres camas plegables que había en el taller. Las otras dos estaban ocupadas por una niña búlgara (¿o era rumana?) de once o doce años a la que Bassan usaba de boceto a ratos perdidos y por otro boceto llamado Gabriel, a quien el pintor apodaba Desgracia porque lo había usado por primera vez para crear una obra con aquel título. Desgracia era flaco y sumiso. En la planta de arriba vivían Bassan y su mujer. Mientras Clara trabajaba, la niña paseaba como un fantasma por el taller sosteniendo uno de esos muñecos electrónicos japoneses a los que hay que alimentar, criar y educar a base de botones. Este objeto fue la única cosa que Clara le vio llevar encima durante las dos semanas que estuvo en casa de Bassan: era como si la niña hubiese venido sin equipaje y sin ropa. En cuanto a Desgracia, se limitaba a entrar y salir. Aducía que estaba trabajando al mismo tiempo con varios artistas barceloneses.

Bassan había realizado esquemas previos antes de la llegada de Clara. Se había servido de una boceto norteamericana llamada Carrie. Le enseñó las fotos: Carrie de pie, Carrie de puntillas, Carrie arrodillada, siempre frente a un espejo colocado a diferentes distancias. Pero no estaba satisfecho con los resultados. Los primeros días usó a Clara sin espejo. La pintó de blanco y negro con aerosoles de esbozo y la sometió a la inspección de luces simples sobre fondo oscuro. Añadió fijadores para el pelo y la dejó varias horas de pie sobre una pierna.

– Pero ¿qué buscas, Alex? -le preguntaba ella.

Bassan era un hombre enorme y recio, con aspecto de leñador. Por las solapas de su bata asomaba un torso velludo. Solía pintar igual que hablaba: a impulsos. A veces, sus gruesos dedos raspaban la piel de Clara cuando perfilaba un lugar delicado.

– ¿Que qué busco? Menuda pregunta, Clarita, hija. Yo qué coño sé. Tengo un espejo. Te tengo a ti. Quiero hacer algo sencillo, natural, con colores básicos, quizás una gama de blancos muy tersos. Y quiero una expresión… No sé… Te quiero sincera, abierta, sin trabas… Sinceridad: ésa es la palabra. Aprender a conocernos, traspasar el espejo, ver qué tal se vive en el mundo del espejo…

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