El Vigilante disfrutaba con el malestar de los otros, disfrutaba con la forma en que miraban, presa de un miedo estúpido, lo que había hecho. Todo formaba parte del goce de este poder, y era parte del motivo de que le gustara observar.
Pero ahora lo hacía con un propósito definido, cautelosa y deliberadamente, al tiempo que los veía ir de un lado a otro como hormigas y sentía cómo el poder se alzaba y flexionaba en su interior. «Carne andante, pensó. Menos que ovejas, y nosotros somos los pastores.»
Mientras gozaba con aquella patética reacción ante su exhibición, sintió que otra presencia hormigueaba en la periferia de sus sentidos de depredador. Volvió la cabeza poco a poco, siguiendo la línea de cinta amarilla…
Allí. Era él, el de la camisa hawaiana de alegres colores. Sí que era de la policía.
El Vigilante extendió un cauteloso zarcillo hacia el otro, y cuando lo tocó, vio que el otro paraba en seco y cerraba los ojos, como formulando una pregunta en silencio: sí. Todo encajaba. El otro había sentido el leve roce de sus sentidos. Era poderoso, de eso no cabía duda.
Pero ¿cuál era su propósito?
Observó mientras el otro se enderezaba, paseaba la vista a su alrededor, se encogía de hombros y cruzaba la barrera policial.
«Somos más fuertes», pensó. «Más fuertes que todos. Lo van a descubrir, y lo van a lamentar.»
Notó que su ansia crecía, pero necesitaba saber más, y esperaría hasta el momento adecuado. Esperar y vigilar.
De momento.
Una escena de homicidio sin manchas de sangre tendría que haber sido una excursión de vacaciones para mí, pero no conseguía adoptar el estado de ánimo apropiado para disfrutarla. Paseé de un lado a otro, entré y salí de la zona acordonada, pero tenía muy poco que hacer. Además, daba la impresión de que Deborah ya me había dicho todo lo que debía decirme, lo cual me dejó solo y sin nada que hacer.
Habría que disculpar a un ser razonable por enfurruñarse un poco, pero yo nunca había dicho que fuera razonable, y eso me dejaba muy pocas opciones. Tal vez lo mejor sería proseguir mi vida y pensar en las numerosas cosas importantes que exigían mi atención: los niños, el catering para la boda, París, comer… Considerando mi lista de cosas de las que debía preocuparse, no me extrañaba que el Pasajero se mostrara algo tímido.
Miré de nuevo los dos cadáveres recocidos. No estaban haciendo nada siniestro. Continuaban muertos. Pero el Oscuro Pasajero continuaba silencioso.
Volví con Deborah, que estaba hablando con Angel-nada-que-ver. Ambos me miraron expectantes, pero no se me ocurrió ninguna salida ingeniosa, lo cual era muy poco normal. Por suerte para mi fama mundial de estoicismo risueño permanente, antes de que pudiera ponerme triste Deborah miró por encima de mi hombro y resopló.
—Ya era hora, joder.
Seguí su mirada hasta un coche patrulla que acababa de frenar, y vi que bajaba un hombre vestido de blanco de pies a cabeza.
El babalao oficial de Miami acababa de llegar.
Nuestra hermosa ciudad existe en una bruma cegadora permanente de amiguismo y corrupción que daría celos a Boss Tweed{Político neoyorquino del siglo XIX que fue condenado por estafa y murió en la cárcel. (N. del T.) }, y cada año se derrochan millones de dólares en trabajos de asesoría imaginarios, costes excesivos en proyectos que no han empezado porque fueron adjudicados a la suegra de alguien, y otros asuntos especiales de gran importancia cívica, como nuevos coches de lujo para los políticos. Por lo tanto, no debería sorprender a nadie que la ciudad pague a un sacerdote de la santería un sueldo y pagas extra. La sorpresa es que se gana su dinero.
Cada mañana, al amanecer, el babalao llega al Palacio de Justicia, donde suele encontrar uno o dos animales pequeños sacrificados dejados por gente que tiene casos legales importantes pendientes. Ningún ciudadano de Miami en su sano juicio tocaría estas cosas, pero sería de muy mal gusto dejar animales muertos en los alrededores del gran templo de la justicia de Miami. Por consiguiente, el babalao se lleva los sacrificios, las conchas de cauri, las plumas, las cuentas, los hechizos y las imágenes de una forma que no ofenda a los orishas , los espíritus rectores de la santería.
También le llaman de vez en cuando para echar encantamientos sobre otros importantes temas cívicos, como bendecir un nuevo paso elevado construido por un contratista sinvergüenza, o maldecir a los New York Jets. Y por lo visto, esta vez le había llamado mi hermana, Deborah.
El babalao oficial de la ciudad era un hombre negro de unos 50 años, más de un metro ochenta de alto, uñas muy largas y vientre protuberante. Iba vestido con pantalones y guayabera blancos y sandalias. Se acercó con paso lento y pesado desde el coche patrulla que le había traído, con la expresión irritada de un burócrata de segunda fila cuyo importante trabajo de archivo ha sido interrumpido. Mientras andaba, limpiaba unas gafas de concha con el faldón de la camisa. Se las puso mientras se dirigía hacia los cuerpos, y en ese momento, lo que vio le detuvo en seco.
Estuvo mirando durante un largo rato. Después, con los ojos todavía clavados en los cadáveres, empezó a caminar hacia atrás. Cuando se encontraba a unos nueve metros de distancia, dio media vuelta, volvió al coche patrulla y subió.
—¿Qué coño…? —dijo Deborah, y reconocí que había resumido la situación a la perfección. El babalao cerró de golpe la puerta del coche y se quedó sentado en el asiento delantero, con la vista clavada en el frente a través del parabrisas, inmóvil—. Mierda — masculló Deborah al cabo de un momento, y se encaminó hacia el coche. Como soy una mente inquisitiva ansiosa de conocimientos, la seguí.
Cuando llegué al coche, Deborah estaba tamborileando con los dedos sobre la ventanilla del pasajero, y el babalao continuaba con la vista clavada en el frente, la mandíbula tensa, fingiendo que no la veía. Debs llamó con más fuerza. El hombre negó con la cabeza.
—Abra la puerta —dijo ella, con su mejor tono de policía cuando ordena: «Baje la pistola». El hombre negó con la cabeza una vez más. Ella golpeó la ventanilla con más violencia—. ¡Ábrala! —gritó.
Por fin, el hombre obedeció.
—Esto no tiene nada que ver conmigo —anunció.
—Pues entonces, ¿con qué? —preguntó Deborah.
El hombre meneó la cabeza.
—He de volver al trabajo —dijo.
—¿Es Palo Mayombe? —le pregunté, y Debs me fulminó con la mirada por interrumpirla, pero a mí me parecía una buena pregunta. Palo Mayombe era una versión más oscura de la santería, y aunque no sabía casi nada sobre ella, corrían rumores de que incluía rituales muy perversos que habían despertado mi interés.
Pero el babalao negó con la cabeza.
—Escuche —dijo—, hay cosas de las que ustedes no tienen ni idea, y es mejor que sigan así.
—¿Ésta es una de esas cosas? —pregunté.
—No lo sé —contestó—. Tal vez.
—¿Qué puede decirnos al respecto? —preguntó Deborah.
—No puedo decirles nada porque no sé nada —dijo el hombre—, pero no me gusta y no quiero saber nada de ello. Hoy he de hacer cosas importantes. Dígale al policía que he de irme.
Y volvió a subir la ventanilla.
—Mierda —dijo Deborah, y me dirigió una mirada acusadora.
—Bien, yo no he hecho nada —me defendí.
—Mierda —repitió—. ¿Qué coño significa eso?
—Estoy completamente a oscuras —reconocí.
—Aja —dijo ella, con pinta de estar muy poco convencida, lo cual era un poco irónico. O sea, la gente siempre me cree cuando soy menos que sincero, y aquí había alguien de mi familia que se negaba a creer que estaba a oscuras por completo. Aparte del hecho de que el babalao había mostrado la misma reacción que el Pasajero… ¿Y qué podía deducir de ello?
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