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John Katzenbach: La Guerra De Hart

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John Katzenbach La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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– Maldita sea, Fritz Número Uno -replicó el capitán-. No hemos estado excavando. El incidente se debe sin duda a que su asqueroso alcantarillado se ha desplomado. Nosotros podríamos enseñarles a construirlo.

El alemán meneó la cabeza.

– No, Kapitän, era un túnel. Es absurdo tratar de escapar. En esta ocasión ha costado la vida a dos hombres.

La noticia silenció a los aviadores.

– ¿Dos hombres? -inquirió el capitán-. Pero ¿cómo es posible?

El hurón se encogió de hombros.

– Estaban excavando. La tierra cedió. Quedaron atrapados. Sepultados. Una desgracia.

El alemán alzó un poco la voz, contemplando fijamente la formación de sus enemigos.

– Es estúpido. Dummkopf. -Acto seguido se agachó y cogió un puñado de barro, que estrujó entre sus dedos largos y casi femeninos-. Esta tierra es buena para plantar. Cultivar productos. Es buena. Buena para los juegos que ustedes practican. Esa también es buena… -agregó señalando el recinto del campo de ejercicios-. Pero no lo bastante resistente para túneles. -El hurón se volvió hacia el capitán-. No volverá a volar, Kapitän, hasta después de la guerra. Si sobrevive.

El capitán neoyorquino lo observaba con insistencia.

– Eso ya lo veremos -respondió al cabo de unos momentos.

El hurón le saludó perezosamente y echó a andar, deteniéndose al llegar al extremo de la formación, donde cruzó unas palabras con otro oficial. Tommy Hart se inclinó hacia adelante y observó que Fritz Número Uno había extendido la mano, con la que tomó apresuradamente un par de pitillos. El hombre que se los entregó era un capitán de bombardero, un hombre flaco, bajo y risueño de Greenville, Misisipí, llamado Vincent Bedford. Era el negociador más experto de la formación y todos lo llamaban Trader Vic, como el dueño del célebre restaurante.

Bedford hablaba nerviosamente y con un marcado acento sureño. Era un magnífico jugador de póquer y un más que pasable shortstop de ligas menores. Había sido vendedor de coches, lo cual encajaba con su personalidad. Pero lo que mejor hacía era negociar en el Stalag Luft 13, trocando cigarrillos, chocolatinas y botes de café auténtico, que llegaban en paquetes de la Cruz Roja o de Estados Unidos, por ropa y otros artículos. O bien aceptaba ropa que no necesitaban y la cambiaba por comida. Ningún trato era demasiado difícil para Vincent Bedford, y casi nunca salía perdiendo. Y en el caso poco frecuente de que saliera malparado, su instinto de jugador le permitía recuperar las pérdidas. Una partida de póquer solía reponer sus existencias con tanta eficacia como un paquete enviado de casa. Bedford negociaba también con otros artículos; siempre se enteraba de los últimos rumores, siempre averiguaba antes que nadie las últimas noticias de la guerra. Tommy Hart suponía que mediante sus tratos se había conseguido una radio, aunque no lo sabía con certeza. Lo que sí sabía era que Vincent Bedford era un prisionero del barracón 101 con quien convenía trabar amistad. En un mundo en el que los hombres apenas poseían nada, Vincent Bedford había amasado una fortuna para estar confinado en un campo de prisioneros, haciendo acopio de grandes cantidades de café, comida, calcetines de lana, ropa interior de abrigo y cualquier otro objeto que hiciera más llevadera la vida allí.

Las pocas veces en las que Trader Vic no estaba consumando algún trato, Bedford se lanzaba a grandilocuentes e idílicas descripciones de la pequeña población de la que provenía, expresándose con el dulce acento del sur profundo, lentamente, con ternura. Las más de las veces, los otros aviadores le decían que después de la guerra se trasladarían todos a Greenville, con el fin de hacerle callar, porque esos comentarios sobre el hogar, por elegiacos que fueran, propiciaban siempre una nostalgia peligrosa. Todos los hombres del campo vivían al borde de la desesperación, y el hecho de pensar en su país no les beneficiaba, aunque casi no pensaban en otra cosa.

Bedford observó al hurón alejarse unos pasos, tras lo cual se volvió y murmuró algo al siguiente hombre en la formación. La noticia tardó unos segundos en recorrer el grupo y llegar a la siguiente fila.

Los hombres que habían quedado atrapados se llamaban Wilson y O’Hara. Ambos eran importantes «ratas de túneles». Tommy Hart conocía a O’Hara sólo de una manera superficial; el desdichado prisionero ocupaba una litera en su barracón, aunque en otro dormitorio, de modo que no era sino uno más de los doscientos rostros hacinados allí. Según la información que susurraban los kriegies de una fila a otra, ambos hombres habían descendido al túnel a última hora de la noche anterior, y estaban reforzando los puntales cuando la tierra cedió. Habían quedado sepultados vivos.

Según la información recabada por Bedford, los alemanes habían decidido dejar los cadáveres en el lugar donde el suelo se había desplomado sobre ellos.

Los susurros no tardaron en dar paso a airadas voces de protesta. Las formaciones de los prisioneros adoptaron un carácter más sinuoso a medida que las filas se enderezaron y los hombres se cuadraron. Sin que nadie diera la orden, todos adoptaron la posición de firmes.

Tommy Hart hizo lo propio, no sin antes echar un vistazo a las filas hasta localizar a Trader Vic. Lo que vio lo dejó perplejo y un tanto preocupado por algo, un detalle huidizo, que no logró identificar.

En éstas, antes de que tuviera tiempo de descifrar qué le había llamado la atención, el capitán neoyorquino gritó:

– ¡Criminales! ¡Malditos asesinos! ¡Salvajes!

Otras voces en la formación se hicieron eco del mensaje y los gritos de indignación llenaron el recinto.

El coronel se situó a la cabeza de la formación, volviéndose para mirar a los hombres con una expresión que exigía disciplina, aunque sus ojos grises y fríos y la crispación de su mandíbula denotaban una furia contenida. Lewis MacNamara era un veterano del ejército, un coronel con el colmillo retorcido que llevaba más de veinte años vistiendo el uniforme, que rara vez tenía que alzar la voz y estaba acostumbrado a que le obedecieran. Era un hombre envarado, que consideraba su cautiverio como otra de una larga lista de misiones militares. Cuando MacNamara adoptó la posición de descanso frente a los kriegies, con las piernas ligeramente separadas y las manos enlazadas a la espalda, un par de gorilas amartillaron sus armas, un gesto más que nada de amenaza, pero con la suficiente determinación para que los prisioneros vacilaran y enmudecieran poco a poco.

Nadie creía realmente que los gorilas fueran a disparar contra las formaciones de aviadores. Pero tampoco se podía estar seguro.

La aparición del comandante del campo, seguido por dos ayudantes que caminaban con cautela pisando el barro con sus lustrosas botas de montar, provocó silbidos y abucheos. Von Reiter no hizo caso. Sin decir una palabra al coronel, el comandante se dirigió a las formaciones:

– Ahora realizaremos el recuento. Luego pueden romper filas.

Tras hacer una pausa, el comandante añadió:

– ¡En el recuento faltarán dos hombres! ¡Qué estupidez!

Los aviadores guardaron silencio, en posición de firmes.

– ¡Éste es el tercer túnel en un año! -prosiguió Von Reiter-. ¡Pero es el primero que ha costado la vida a dos hombres! -gritó con un tono lleno de frustración-. ¡No toleraremos más intentos de fuga!

Se detuvo y contempló a los hombres. Luego alzó un dedo huesudo y señaló como un viejo y arrugado maestro de escuela a sus díscolos alumnos.

– ¡Nadie ha conseguido nunca fugarse de mi campo! ¡Jamás! ¡Y nadie lo conseguirá!

Se detuvo de nuevo, observando a los kriegies agrupados.

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