John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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– ¡Vamos, chico, ve a buscarla! -gritó Bedford.

Scott asintió con la cabeza y avanzó un paso hacia el límite del campo.

En aquel segundo, Tommy comprendió lo que iba a suceder. El aviador negro iba a cruzar el límite para rescatar la pelota de béisbol sin haberse puesto la blusa blanca con la cruz roja que los alemanes les proporcionaban para tal fin. Scott no parecía haberse percatado de que los guardias situados en la torre más próxima le estaban apuntando con sus armas.

– ¡Deténgase! -gritó Tommy-. ¡No se mueva!

El pie del aviador negro vaciló en el aire, suspendido sobre la alambrada que marcaba el límite. Scott se volvió hacia el frenético ruido.

Tommy echó a correr agitando los brazos.

– ¡No! ¡No lo haga! -gritó.

Al pasar junto a Bedford aminoró el paso.

– Eres un maldito y estúpido yanqui, Hart… -oyó murmurar entre dientes a Trader Vic.

Scott se quedó inmóvil, esperando que Tommy se acercara a él.

– ¿Qué pasa? -preguntó el negro secamente, aunque su voz denotaba cierta ansiedad.

– Tiene que ponerse la camisa para atravesar el perímetro si no quiere que le acribillen -le explicó Tommy, resollando. Al volverse para señalar el campo de béisbol, ambos vieron a uno de los kriegies que había estado jugando apresurarse a través del campo portando la camisa de marras agitada por el viento-. Si no muestra la cruz roja, los alemanes pueden disparar contra usted sin previo aviso, es la norma. ¿No se lo había dicho nadie?

Scott meneó la cabeza.

– No -respondió con lentitud, mirando a Bedford-. Nadie me lo dijo.

– Tiene que ponerse esto, teniente, a menos que quiera suicidarse -le dijo el hombre que le tendía la prenda.

Lincoln Scott siguió contemplando a Vincent Bedford, que se hallaba a unos metros. Bedford se quitó el guante de béisbol y empezó a restregarlo despacio y con deliberación.

– ¿Vas a buscar esa pelota, sí o no? -le volvió a preguntar Trader Vic-. Los jugadores están perdiendo el tiempo.

– ¿Qué diablos te propones, Bedford? -le replicó Tommy volviéndose hacia el sureño-. ¡Los guardias le habrían disparado antes de que avanzara un metro!

El sureño se encogió de hombros, sin responder, sonriendo de gozo.

– Eso sería un asesinato, Vic -gritó Tommy-. ¡Y tú lo sabes!

– Pero ¿qué dices, Tommy? -contestó el sureño meneando la cabeza-. Sólo le pedí a ese chico que fuera a buscar la pelota, porque estaba más cerca. Naturalmente, supuse que esperaría a que le trajéramos la camisa. Cualquiera sabe, por tonto que sea, que tienes que ponerte esos colores si quieres traspasar el límite. ¿No es cierto?

Lincoln Scott se volvió despacio y alzó la vista hacia los guardias de la torre. Alargó la mano y sostuvo la camisa en alto, para que los guardias pudieran verlo.

A continuación la arrojó al suelo.

– ¡Eh! -protestó el kriegie -. ¡No haga eso!

De pronto, Lincoln Scott cruzó el límite del campo, mirando a los guardias de la torre. Estos retrocedieron, arrodillándose detrás de sus armas. Uno de ellos accionó el cerrojo situado en la parte lateral de la ametralladora, y el ruido metálico resonó en todo el campo. Mientras el otro guardia tomó la cinta de cartuchos, dispuesto a cargar el arma.

Sin quitar ojo a los guardias armados, Scott caminó la escasa distancia que le separaba de la alambrada. Se agachó y recogió la pelota, tras lo cual regresó hasta el límite. Cruzó la línea impasible, dirigió a los guardias una mirada despectiva, y luego se volvió hacia Vincent Bedford.

Éste no cesaba de sonreír, pero ya de una manera forzada. Volvió a enfundarse el guante en la mano izquierda y golpeó el cuero dos o tres veces.

– Gracias, chico -dijo-. Ahora lanza la pelota para que podamos continuar con el juego.

Scott miró a Bedford y después a la pelota. Alzó la vista con parsimonia y contempló el centro del campo de béisbol, donde se hallaban el catcher , un kriegie que hacía de árbitro y el siguiente bateador. Scott tomó la pelota con la mano derecha y, pasando frente a Tommy, lanzó la pelota con furia.

La pelota de Scott siguió una trayectoria recta, como un proyectil disparado por el cañón de un caza, a través del polvoriento campo. Botó una vez en la parte interior del campo antes de aterrizar sobre el guante del atónito catcher. Incluso Bedford se quedó boquiabierto por la velocidad que Scott había imprimido a la pelota.

– Tienes un brazo tremendo, chico -comentó Bedford con un tono que denotaba asombro.

– Así es -repuso Scott. Luego se volvió y, sin decir palabra, reanudó su solitario paseo por el perímetro del campo.

3

El Abort

Poco después del amanecer, al tercer día del incidente junto a la alambrada, Tommy Hart se despertó de su dormir profundo, repleto de sueños donde los agudos y estridentes sonidos de los silbatos hicieron de nuevo que se espabilara de golpe. El sobresalto puso fin a un extraño sueño en el que su novia, Lydia, y el capitán del oeste de Tejas que había muerto se hallaban sentados en unas mecedoras en el porche de la casa que los padres de Tommy tenían en Manchester. Ambos le hacían señas para que se uniera a ellos.

Tommy oyó murmurar a uno de los hombres del cuarto:

– ¿Qué coño pasa ahora? ¿Otro túnel?

– Quizá sea un ataque aéreo -respondió una segunda voz al tiempo que se oía el sonido de unos pies que se apoyaban con fuerza en las tablas del suelo.

– Imposible -apostilló una tercera voz-. No se oyen sirenas. ¡Debe de tratarse de otro condenado túnel! Yo no sabía que estuviéramos cavando otro túnel.

– Se supone que nosotros no sabemos nada -dijo Tommy enfundándose el pantalón-. Se supone que sólo lo saben los expertos en túneles y los que planifican las fugas. ¿Está lloviendo?

Uno de los hombres abrió los postigos de la ventana.

– Está lloviznando. ¡Mierda! Hace mucho frío.

El hombre que había junto a la ventana se volvió hacia el resto de sus compañeros de cuarto y añadió con tono risueño:

– No pueden obligarnos a volar con esta niebla.

Esta afirmación fue de inmediato acogida con la mezcla habitual de risas, protestas y silbidos.

– Quizás alguno ha tratado de fugarse a través de la alambrada -oyó decir Tommy al piloto de caza que ocupaba la cama superior.

– Los pilotos de caza sólo pensáis en eso: que alguien va a tratar de fugarse solo -replicó una de las primeras voces entre bufidos sarcásticos.

– Somos gente independiente -contestó el piloto del caza, agitando la mano hacia el otro en plan de guasa. El resto de los aviadores se echó a reír.

– Pero necesitáis permiso del comité de fugas -dijo Tommy encogiéndose de hombros-. Y después del derrumbe del último túnel, dudo que alguien os dé permiso para suicidaros. Aunque se trate de un piloto de Mustang chiflado.

El comentario fue acogido con exclamaciones de aprobación.

Fuera, los silbatos no cesaban de sonar y se oía el estrépito y las carreras de hombres calzados con botas reuniéndose en formación. Los kriegies del barracón 101 tomaron sus jerséis de lana y sus cazadoras de cuero, que pendían de improvisados tendederos entre las literas, mientras los guardias los conminaban a gritos. Tommy se ató las botas con fuerza, cogió su gastada gorra y se unió a los prisioneros que salían de sus barracones. Cuando traspuso la puerta, alzó la vista hacia el cielo encapotado. Una ligera llovizna le humedeció el rostro y un frío intenso y húmedo le caló la ropa interior, el jersey y la cazadora. Tommy se levantó el cuello de la chaqueta, inclinó los hombros hacia delante y echó a andar hacia el campo de revista.

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