John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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El canadiense asintió con la cabeza.

– Me sorprende que no le hicieran confesar. Yo lo habría hecho, aunque no sin recurrir a lo que vosotros, los que habéis nacido más abajo de la latitud cuarenta y ocho, llamáis tercer grado. Ahora bien, reconozco que una confesión sería oportuna, quizás incluso importante, pero… -Hugh Renaday se detuvo y sonrió a Tommy-. Pero no la necesito. No. El hombre ha entrado en la sala envuelto en un manto de culpabilidad. Cubierto de pies a cabeza de culpabilidad. Preñado de culpabilidad… -Renaday sacó la barriga y se dio una sonora palmada. Los tres hombres se rieron de aquella imagen-. Yo apenas tengo que hacer nada, salvo ayudar al verdugo a anudar la soga.

– En realidad, Hugh -dijo Tommy con suavidad-, en Nueva Jersey utilizaban la silla eléctrica.

– Bueno -replicó el canadiense mientras partía un trocito de chocolate y se lo metía en la boca antes de pasarle la tableta a Pryce-, pues más vale que la vayan preparando.

– No creo que les sea fácil hallar voluntarios para esa tarea, Hugh -dijo Pryce-. Incluso en tiempo de guerra.

La carcajada del teniente coronel desembocó en un feroz ataque de tos, que remitió cuando el anciano bebió un largo trago de té, volviendo a dibujar una amplia sonrisa en su arrugado rostro.

El debate había ido como una seda, pensó Tommy, mientras él y Fritz Número Uno regresaban al recinto sur. Tommy se había impuesto en algunos puntos, había concedido otros, había defendido con pasión cada aspecto procesal, perdiendo en la mayoría de los casos, pero no sin plantar batalla. En general, se sentía satisfecho. Phillip Pryce había decidido abstenerse de emitir un fallo y permitir que la semana siguiente prosiguiera el debate, provocando en Hugh Renaday un teatral gesto de indignación y ásperas protestas acerca de que el escandaloso soborno de Tommy había nublado la visión, por lo común perspicaz, de su amigo. Fue una queja que ninguno de los tres se tomó muy en serio.

Después de caminar juntos durante breves momentos, Tommy observó que el hurón estaba muy callado. A Fritz Número Uno le gustaba utilizar sus dotes de políglota, afirmando a veces en privado que después de la guerra podría emplearlas con fines nobles y lucrativos. Por supuesto, era difícil adivinar si Fritz Número Uno se refería a después de que ganaran los alemanes o bien a después de que lo hicieran los Aliados. Siempre era difícil, pensó Tommy, adivinar el grado de fanatismo de la mayoría de alemanes. El hombre de la Gestapo que visitaba de vez en cuando el campo -por lo general, tras un intento de fuga fallido- exhibía sus opiniones políticas abiertamente. En cambio, un hurón como Fritz Número Uno, o el comandante, se mostraba más hermético al respecto.

Tommy se volvió hacia el alemán. Fritz Número Uno era alto, como él mismo, y delgado como un kriegie. La diferencia principal entre ellos era que la piel del alemán tenía aspecto saludable, muy distinto del cutis cetrino y apagado que todos los prisioneros adquirían al cabo de unas pocas semanas en el Stalag Luft 13.

– ¿Qué pasa, Fritz? ¿Le ha comido la lengua el gato?

El hurón alzó la vista, perplejo.

– ¿Gato? ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que ¿por qué está tan callado?

Fritz Número Uno asintió con la cabeza.

– El gato se come tu lengua. Muy ingenioso, lo recordaré.

– ¿Y bien? ¿Qué le preocupa?

El hurón arrugó el ceño y se encogió de hombros.

– Los rusos -repuso en voz baja-. Hoy se ha empezado a despejar una zona para instalar otro campo para más prisioneros aliados. Nosotros cogemos a los rusos y los usamos para trabajar. Viven en unas tiendas de campaña a menos de dos kilómetros, al otro lado del bosque.

– Muy bien ¿y con eso qué?

Fritz Número Uno bajó la voz, volviendo la cabeza con rapidez para cerciorarse de que nadie podía oír lo que decía.

– Los obligamos a trabajar hasta morir, teniente. No hay paquetes de la Cruz Roja con carne enlatada y cigarrillos para ellos. Sólo trabajo, y muy duro. Mueren a docenas, a centenares. Me preocupa la represalia del ejército rojo si se enteran de cómo tratamos a esos prisioneros.

– Le preocupa que cuando aparezcan los rusos…

– No se mostrarán caritativos.

«Lo tenéis bien empleado» pensó Tommy al tiempo que asentía.

Pero antes de que pudiera responder, el otro extendió la mano para detenerlo. Se hallaban a unos treinta metros de la puerta del recinto sur. Tommy comprendió en el acto. Una larga y sinuosa columna de hombres que desde la izquierda marchaba hacia ellos se disponía a pasar frente a la entrada del campo de prisioneros de Estados Unidos. Los observó con una mezcla de curiosidad y desesperación. Pensó que eran hombres, con sus vidas, sus hogares, sus familias y sus esperanzas. Pero eran hombres muertos.

Los soldados alemanes que vigilaban la columna vestían el uniforme de combate. Encañonaban a toda la línea de hombres que avanzaban arrastrando los pies. De vez en cuando uno gritaba «Schnell! Schnell!», exhortándolos a apresurarse, pero los rusos caminaban a su propio ritmo, lento y laborioso. Estaban extenuados. Tommy observó signos de enfermedad y dolor detrás de sus espesas barbas, en sus ojos hundidos y atormentados. Caminaban cabizbajos, como si cada paso que daban les produjera un inmenso sufrimiento. De vez en cuando veía a un par de prisioneros que observaba a los guardias alemanes, murmurando en su propia lengua, y advirtió que la ira y la rebeldía, se mezclaban con la resignación. Se trataba de un conflicto: hombres cubiertos con los harapos de una existencia dura y llena de privaciones, pero que no se sentían derrotados a pesar de su desesperada situación. Marchaban hacia el próximo minuto, que no era sino sesenta segundos más próximo a sus inevitables muertes.

Tommy sintió un nudo en la garganta.

Pero en aquel momento, se produjo algo insólito:

Dentro del recinto americano, más allá de la alambrada, Vincent Bedford había entrado a batear. Al igual que todos los jugadores, y el resto de los kriegies, había visto acercarse a los prisioneros, que marchaban penosamente. La mayoría de los americanos se habían quedado inmóviles, fascinados por aquellos esqueletos andantes.

Pero Bedford no. Tras lanzar un alarido, había dejado caer el bate al suelo; agitando los brazos y gritando con furia, Trader Vic había dado media vuelta y había echado a correr hacia el barracón más cercano, cerrando la recia puerta de madera con un sonoro portazo.

Durante unos instantes, Tommy se sintió confuso. No comprendía nada. Pero al cabo de unos segundos se le hizo la luz, cuando el de Misisipí salió del barracón casi con la misma velocidad con que había entrado, pero cargado de hogazas de pan moreno alemán. Gritó a sus compatriotas:

– Kriegsbrot! Kriegsbrot!

Luego, sin entretenerse en comprobar si su mensaje había quedado claro, Vincent Bedford echó a correr a toda velocidad hacia la puerta del campo. Tommy observó que los guardias alemanes le apuntaban.

Un Feldwebel, que llevaba una gorra de campaña, se separó del escuadrón que custodiaba la puerta, precipitándose hacia Bedford y agitando los brazos.

– Nein! Nein! Ist verboten! -gritó.

Al tiempo que corría hacia el aviador americano, intentaba inútilmente desenfundar su Mauser. Se plantó ante Bedford en el preciso instante en que Trader Vic alcanzó la puerta.

La columna de rusos aminoró aún más el paso, volviendo las cabezas hacia el vocerío. Pese a las insistentes órdenes de los guardias, «Schnell! Schnell!», apenas se movían.

El Feldwebel miró colérico a Bedford, como si, en aquel segundo, el americano y el alemán ya no fueran prisionero y guardia, sino enemigos encarnizados. Por fin el Feldwebel logró desenfundar su arma y, con la terrorífica rapidez de una serpiente, la apoyó en el pecho del sureño.

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