Tommy echó un disimulado vistazo a la formación. Observó que Vincent Bedford se hallaba en posición de firmes a dos espacios de distancia. Cuando dirigió de nuevo la vista al frente comprobó que el Unteroffizier había regresado y hablaba con el coronel MacNamara. Tommy advirtió una repentina expresión de inquietud en el rostro del coronel, tras lo cual MacNamara se volvió y se dirigió, acompañado por el alemán, al despacho del comandante.
Transcurrieron diez minutos antes de que MacNamara reapareciera. Se encaminó con paso rápido hacia la cabeza de las formaciones de aviadores. Pero vaciló unos instantes antes de decir con voz sonora, como solían emplear en las revistas de tropas:
– ¡Ha llegado un nuevo prisionero!
MacNamara se detuvo otra vez, como si quisiera añadir algo.
Pero la atención de los kriegies, en aquel instante de vacilación, se centró en el aviador estadounidense que, flanqueado por unos matones armados con fusiles, salía del despacho del comandante. Era un palmo más alto que los guardias que lo escoltaban, esbelto, vestido con la cazadora forrada de borrego y el gorro de piloto de bombardero. Avanzó con paso rápido, levantando con sus botas de cuero de aviador pequeños remolinos de polvo en el suelo, hasta cuadrarse delante del coronel MacNamara y ejecutar un saludo militar tan enérgico que parecía automático.
Los kriegies guardaron silencio mientras contemplaban la escena.
El único sonido que Tommy Hart oyó en aquellos segundos, fue la inconfundible voz del de Misisipí, cuyas palabras denotaban un innegable estupor:
– ¡Vaya, es un maldito negro! -exclamó Vincent Bedford en voz alta.
La pelota junto a la alambrada
La llegada del teniente Lincoln Scott al Stalag Luft 13 estimuló a los kriegies. Durante casi una semana, el teniente sustituyó a la libertad y la guerra como tema principal de conversación.
Pocos hombres sabían que las fuerzas aéreas estadounidenses estuvieran adiestrando pilotos negros en Tuskegee, estado de Alabama, y menos que éstos estaban combatiendo en Europa a finales de 1943. Algunos de los recién llegados al campo, en su mayoría pilotos y tripulantes de B-17, hablaban sobre escuadrillas de resplandecientes cazas metálicos P-51 que atravesaban sus formaciones en pos de desesperados Messerschmidts, y que los cazabombarderos del escuadrón 332 lucían vistosos galones rojos y negros pintados en sus timones de cola. Los hombres de esos bombarderos habían aceptado a los hombres del 332 después de su experiencia en combate, porque, como señalaban en un debate tras otro, lo cierto era que no les importaba quiénes fueran, ni el color de su piel, siempre y cuando los cazas lograran ahuyentar a los 109 que atacaban. Desde luego, ser hecho picadillo por los dos cañones de 20 mm montados en las alas de los Messerschmidts y morir envuelto en llamas en un B-17 era una perspectiva aterradora. Pero no había muchos de esos tripulantes en el campo, y entre los kriegies seguía existiendo una profunda división de opiniones acerca de si los negros poseían la inteligencia, las dotes físicas y el valor necesarios para pilotar aviones de combate.
El propio Scott no parecía percatarse de que su presencia provocaba ásperas discusiones. La tarde en que llegó al campo le asignaron la litera del barracón 101 del clarinetista que había perdido la vida en el túnel. Saludó a sus compañeros de cuarto como un mero trámite y tras guardar sus escasas pertenencias debajo de la cama, se acostó en su litera y nadie le oyó despegar los labios durante el resto de la noche.
Scott no se dedicaba a explicar batallitas.
Tampoco ofrecía ninguna información acerca de su persona. Nadie sabía cómo había resultado abatido, de dónde provenía, sus orígenes ni su vida. Durante los primeros días en el campo de prisioneros, algunos kriegies trataron de conversar con él, pero Scott rechazaba con firmeza, aunque educadamente, toda tentativa. Durante las comidas, se preparaba unos sencillos bocadillos con los paquetes que le habían entregado de la Cruz Roja. No compartía su comida con nadie, ni tampoco pedía nada a nadie. No participaba en las conversaciones en el campo, ni se apuntó a clases, cursos u otras actividades. Al segundo día de su llegada al Stalag Luft 13 obtuvo de la biblioteca del campo un ejemplar manoseado y roto de Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano de Gibbon, y aceptó una Biblia del YMCA; ambos libros los leía sentado al sol, de espaldas al barracón, o en su camastro, inclinado hacia una de las ventanas, buscando la débil luz que se filtraba en la habitación a través de los mugrientos cristales y los postigos de madera.
A los otros kriegies les parecía un individuo misterioso. Su frialdad los dejaba perplejos. Algunos la interpretaban como arrogancia, lo cual se traducía en numerosas y descaradas pullas. A otros les inquietaba. Todos los hombres, incluso aquellos como Tommy Hart, que podían considerarse lobos solitarios, necesitaban a los demás y se apoyaban en ellos, siquiera para convencerse de que no estaban solos en un mundo de cautividad como el Stalag Luft 13. El campo creaba estados anímicos muy extraños: no eran delincuentes, pero estaban presos. Sin el apoyo de sus compañeros y constantes recordatorios de que pertenecían a un mundo distinto, se habrían ido a pique.
Pero Lincoln Scott daba la impresión de ser inmune a todo esto.
Al término de su primera semana en el Stalag Luft 13, cuando no se hallaba enfrascado con la Historia de Gibbon o la Biblia, se pasaba el día caminando por el perímetro del recinto. Una vuelta tras otra, durante horas. Caminaba con paso rápido por el polvoriento camino, muy cerca del límite del campo, con los ojos fijos en el suelo salvo cuando hacía una pausa de vez en cuando para volverse y contemplar la lejana línea de abetos.
Tommy lo había observado, pensando que le recordaba a un perro sujeto con una cadena, siempre moviéndose por el límite de su territorio.
Tommy había sido uno de los que habían tratado de entablar conversación con el teniente Scott, pero sin más éxito que los demás. Una tarde, poco antes de la orden de comenzar el recuento nocturno, se había acercado a él cuando realizaba uno de sus habituales recorridos alrededor del campo.
– Hola, ¿cómo está? -le había saludado-. Me llamo Tommy Hart.
– Hola -había respondido Scott. No le había tendido la mano, ni se había identificado.
– ¿Se ha adaptado ya a estar aquí?
– He visto sitios peores -murmuró Scott encogiéndose de hombros.
– Cuando llega gente nueva, es como si nos trajeran el periódico a casa, aunque con un par de días de retraso. Nos enteramos de las últimas noticias, aunque un tanto caducadas, pero es mejor que los rumores y la palabrería oficial que oímos por las radios ilegales. ¿Qué ocurre en realidad? ¿Cómo va la guerra? ¿Se sabe si va a producirse una invasión?
– Estamos ganando -había respondido Scott-. Y no. Muchos hombres esperan sentados en Inglaterra. Como ustedes.
– Bueno, no exactamente como nosotros -repuso Tommy, sonriendo y señalando a los guardias de la torre.
– Es cierto -dijo Scott. El teniente seguía caminando sin alzar la vista.
– ¿Usted sabe algo? -preguntó Hart.
– No, no sé nada -respondió Scott.
– Bien -insistió Tommy-, ¿qué le parece si caminamos juntos y me cuenta todo lo que no sabe?
La propuesta despertó una ligera sonrisa en los labios del negro, cuyas comisuras se curvaron hacia arriba, tras lo cual exhaló aire como para disimular la risa. Después, casi con la misma rapidez con que se había producido, la sonrisa se disipó.
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