Eric Ambler - Una Cierta Angustia
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El servicio de la comida le interrumpió durante un rato, pero cuando el camarero se fue, volvió al ataque.
– ¿Ha pensado usted alguna vez en volver a publicar su semanario?
– Muchas veces.
– Pero, claro, necesitaría un buen pellizco de capital.
– Y seguiría siendo una empresa altamente especulativa.
– Pero ahora menos, seguro. Al fin y al cabo, debió haber aprendido muchas cosas del primer fracaso. No cometería los mismos errores dos veces.
Yo empezaba a estar harto de esto.
– Si yo fuera usted, Mr. Sanger -le dije-, seguiría invirtiendo en la propiedad inmobiliaria. Es mucho más segura que el periodismo.
Pero él no estaba decidido a ceder.
– ¿Usted cree? -dijo dejando escapar una risita burlona-. Bueno, tal vez no le falte razón. He de confesar que me gustan los ladrillos y el cemento, y la tierra más. Son objetos tangibles. Pero a uno también le gusta especular alguna vez -levantó la mirada y la clavó en la mía-. Y si al mismo tiempo se puede evitar cierta notoriedad desagradable, esto convierte la inversión en algo más agradable todavía.
De pronto, sentí curiosidad.
– ¿Sabe usted realmente de cuánto dinero está hablando? -le pregunté.
– Conozco la cantidad con la que usted contaba en principio, la primera vez. Desde entonces, los costes han subido. Posiblemente ahora necesitaría más. Sobre unos treinta mil dólares, diría yo.
Tardé unos segundos en responderle. Si hablaba en serio, y al menos eso parecía, o bien era mucho más rico de lo que yo había supuesto, o estaba mucho más desesperado. Si era esto último, entonces es que estaba en juego mucho más que su vida privada y que su reputación en la localidad. Podía ser que se hubiera fiado demasiado de la protección de un nombre supuesto, y que el conocimiento público de Phillip Sanger como Patrick Chase pudiese llevarle a ser declarado culpable de algún delito.
Sanger me estaba observando atentamente. Casi podía percibir su tensión. Era un estafador y un timador, claro, y se supone que uno no va a tener compasión de los bribones. De todos modos, sentí pena por él. Siempre siento pena cuando el éxito, aunque se trate de un éxito económico logrado de malos modos, se torna fracaso. Es el tañido de la campana, sin duda.
Suspiré y le dije:
– Es una oferta tentadora, Mr. Sanger. No puedo decirle cuánto. Pero es mejor que comprenda la situación. Ya le he dicho a la oficina de París que si no puedo conseguir el artículo con la versión de los hechos dada por Lucía Bernardi, habrá un artículo referente al caso. Así que ellos ya saben que usted existe. Así que…
Sanger me interrumpió rápidamente.
– ¿Conocen el contenido del artículo, los detalles sobre mí?
– Todavía no.
– Pues entonces…
– Mr. Sanger, si yo no se lo envío, se supondrán lo que ha pasado y enviarán a cualquier otro aquí en el término de unas cuantas horas. Alquilarán aviones privados, asolarán el lugar hasta conseguir dar con usted. Aunque estuviera dispuesto a hacerlo, no podría enterrar todo el asunto por mí mismo a estas alturas.
– Ni si…
– Perdería el dinero, Mr. Sanger. Si le sirve de consuelo, le diré esto. El hecho de que yo escriba el artículo no significa necesariamente que vaya a publicarse. Pueden decidir que, como el caso Arbil no ha estado presente en las noticias recientes, el nuevo material no es suficiente para sacarlo a relucir otra vez. Pueden enfocarlo así, pueden enfocarlo de otro modo. No lo sé.
Trató de cogerse al cabo que yo le tendía involuntariamente.
– ¿Quién lo decidirá? ¿La gente de París?
Ya le vi ofreciendo sus treinta mil dólares a Sy, y me pregunté si yo conocía lo suficiente a nuestro director como para predecir su reacción.
– No -repuse-; eso se decide en Nueva York.
Se quedó cabizbajo por un momento, luego su rostro cobró un aspecto obstinado.
– Tendrán que tener cuidado con la ley del libelo -murmuró.
– Siempre lo tienen, sobre todo en la edición europea.
– Un ciudadano francés puede ponerle las cosas muy difíciles a un semanario americano en un tribunal francés.
– ¿Por decir que usted, Phillip Sanger, es también Patrick Chase? Oh, no. Eso es una cuestión en la que se puede recurrir a la Interpol ahora. La explicación de por qué es usted Patrick Chase puede ser objeto de libelo, pero si lo es, la pasarán por alto.
Guardó silencio por un momento y luego alejó su plato de él.
– ¿Le importa que regresemos ya? -dijo-. Adela estará preocupada. Podría llamarla pero oirían la conversación.
Hizo una pausa.
– No es que tenga nada bueno que decirle -continuó lentamente-, pero ella estará esperando para conocer lo peor.
Me miró a los ojos de nuevo y añadió:
– Si se tratara sólo de mí, no me preocuparía demasiado. Es por ella.
Tal vez estuviera diciendo la verdad.
El regreso a Mougins fue tan silencioso como había sido el resto de nuestro viaje durante la mañana. En una ocasión, le vi mirando la guantera donde estaba la cámara. Supongo que estaría pensando si valdría la pena esta vez utilizar la fuerza para destruir las fotografías que yo le había hecho. Evidentemente, decidió que no. Cuando me detuve al pie de la entrada de coches de La Sourisette, Sanger bajó del vehículo y se dirigió a la casa sin decir palabra.
Yo le observé y me quedé sentado por un momento una vez que ya él había desaparecido. Me hubiera gustado coger sus treinta mil dólares. Era una pena que no tuviera modo de apoderarme de ellos.
Regresé a la fonda.
Sanger había tenido razón acerca de la ansiedad de su esposa.
Me estaba esperando sentada junto a una de las mesas del jardín de la fonda. Frente a ella había una copa.
Al acercarme se puso de pie. Llevaba un vestido en vez de los pantalones flojos de la víspera. Esto la hacía parecer más joven.
Comencé a hilvanar una frase de cortesía, pero ella me cortó en seco.
– Tengo que hablar con usted, Monsieur .
– No faltaba más, Madame . Sospecho que mi habitación no sea muy grande. Será mejor que entremos en el bar.
Ella echó un vistazo en derredor al jardín. El conserje nos podía ver desde su ventanilla, pero no había nadie que pudiera oírnos.
– Aquí estaremos bien -dijo.
Nos sentamos en su mesa. Yo pensé que sería mejor terminar cuanto antes.
– Siento tener que decirle, Madame , que nuestro viaje de hoy fue completamente infructuoso -comencé.
– Oh, ya lo sabía -trató de sonreír sin esforzarse demasiado-. Pero mi marido pensaba que realmente podía haber una posibilidad de que estuviera allí. No podía decirle que no estaba.
– ¿Quiere decir que usted sabía que la vieja del éter había muerto?
Mi actitud estaba resultando muy estúpida. La noche anterior ella no sabía de la existencia de la vieja hasta que Sanger hablo de ella.
– Quiero decir que sabía que Lucía no estaba en Peira-Cava.
– ¿Por qué sabía que está en otra parte?
– Sí.
– ¿Y su marido no?
La aguda mente del gran reportero se estaba abriendo camino hacia lo evidente.
Ella asintió con la cabeza.
– Anoche -me dijo-, yo le hice una pregunta. Usted dijo que no tenía ningún interés en entregar a Lucía a la policía ni en que otros se apoderasen de ella, que todo lo que usted deseaba era entrevistarla; que luego podía volver a su retiro de nuevo. Yo le pregunté si realmente lo decía en serio. ¿Lo sigue diciendo?
– Desde luego. ¿Usted sabe dónde está Lucía, Madame ?
Titubeó y luego asintió con la cabeza.
– Sí, lo sé. Acudió a mí para que la ayudase… a mí, que casi no la conocía. Tal vez es que le había caído simpática y confió en mí, aun cuando no la había visto más que un par de veces, y entonces sólo durante unas cuantas horas.
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