Eric Ambler - Una Cierta Angustia

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Un coronel iraquí que viven el terror de su vida, una belleza en bikini bajo chantaje y un periodista neurótico y suicida de pronto se ven sumergidos en el oscuro mundo de Eric Ambler, en un laberinto de conspiración e intriga, reuniones clandestinas, identidades dobles y muertes súbitas.

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– Mañana te lo diré.

– Por Dios, Piet, si has conseguido algo y lo has estropeado por ser demasiado terco para discutirlo…

Le corté antes de dejarle terminar.

– Hice algunos progresos. Mañana sabremos si vale la pena discutir sobre algo. No puedo aclararte más. Buenas noches.

Colgué y esperé que llamara él. Pero no lo hizo. Mientras la cosa oliera, aunque fuera sólo débilmente, a fallo y descrédito, me dejarían solo. Y esto era lo que me convenía.

Antes de salir de París había comprado unas cuantas pastillas para dormir. Me tomé tres y al cabo de cinco horas estaba de nuevo despierto.

Todavía era de noche, y me quedé un rato en la cama, pensando en los Sangers y en Lucía Bernardi, que se había chiflado por Arbil. Luego me levanté y eché otra ojeada a la copia del dossier sobre el caso, que había traído conmigo.

El material biográfico sobre el coronel Arbil no era especialmente relevante.

Había nacido el 1917. Era hijo de un comerciante de algodón, natural de Kirkuk, al Sur del Kurdistán, que entonces formaba parte del imperio otomano. Después de la Primera Guerra Mundial paso a formar parte del Irak. En 1932, cuando finalizó el mandato británico y el Irak se convirtió en un estado independiente, Arbil fue admitido como cadete en el ejército. Recibió el título de oficial en 1936 y más tarde fue enviado a Inglaterra para especializarse en comunicaciones y en el servicio de información. En 1946, capitán ya, volvió a Inglaterra, esta vez para asistir a un curso en el British Staff College. Durante su estancia en Inglaterra, se caso por lo civil con una inglesa. Ésta se divorció más tarde de él alegando desamparo. En 1958, participó en el golpe de estado del ejército dirigido por el brigadier Kassem que destronó al rey Faisal y estableció la república en el Irak. Poco después fue nombrado director de los Servicios de Seguridad Interior, cargo que abarcaba tanto poderes civiles como militares. En calidad de tal, asistió a la conferencia de Ginebra durante la cual había decidido no regresar al Irak.

Un investigador había hecho algunas pesquisas en el seno del movimiento nacionalista kurdo, del que el coronel Arbil había sido partidario.

Los kurdos, decía el informe, son un antiguo pueblo de origen montañoso que pueblan una región que se extiende desde la Armenia Soviética, pasando por la esquina nordeste del Irak y Siria, y desde Kermanshah en el Irán, hasta Erzurum, en Turquía. Forman, por lo tanto, minorías en cinco estados diferentes. Son aproximadamente unos cuatro millones, la mayoría de ellos de religión musulmana, pero pertenecientes a la secta sumnita, es decir, ortodoxa. El territorio kurdo del Irak incluye los ricos yacimiento petrolíferos de Kirkuk y Mosul.

En 1920, el tratado de paz de los Aliados con Turquía, conocido como Tratado de Sevres, creó un estado kurdo autónomo; pero este tratado nunca fue ratificado y fue sustituido al año siguiente por el tratado de Lausana, que dividía el Kurdistán.

En 1927, surgió el movimiento de independencia kurdo, el Khoibun. Solamente en Irak hubo cinco grandes rebeliones kurdas. En 1946 surgió en el Irán la autodenominada república soviética independiente de Mahabad. Duró once meses. Al cabo de ellos el ejército iraní logró reconquistar la zona.

Según el investigador, Alejandro Magno, Jenofonte, Marco Polo y la Comisión del tratado de Paz de 1919, todos habían tratado con los kurdos y todos habían llegado a conclusiones similares acerca de ellos. Según palabras de la Comisión, los kurdos era "un pueblo feroz y rapaz, y jugar con él resulta peligroso". Un experto en cuestiones del Oriente Medio había señalado que "su tendencia a disparar al primer objeto que veían moverse había mantenido al mínimo las interferencias externas en sus asuntos". Por otra parte, siempre habían estado más que dispuestos a interferirse en los asuntos de sus vecinos. Las matanzas periódicas de armenios habían sido casi siempre obra de los kurdos.

El coronel Arbil era kurdo y además director de los Servicios de Seguridad Interior, cargo con poderes políticos. Una combinación que no resultaba muy agradable. Yo me preguntaba qué conocería realmente Lucía Bernardi sobre él.

Poco después de las nueve, me fui a la ciudad a pie y encontré una tienda de aparatos fotográficos que tenía una Rolleiflex de segunda mano en venta. La cargué en la tienda y metí en el bolsillo otros carretes de película. Luego regresé a la fonda, cogí el coche y me fui a La Sourisette.

Me detuve a medio camino de la entrada de coches y saqué una serie de fotos de la casa. A continuación cambié el carrete y continué hasta la entrada principal.

Dejé la cámara en el coche y me dirigí a la puerta de la casa. El perro ladró y la criada apareció en la puerta con la mano en el collar como la víspera. Al reconocerme me pidió que pasara. Yo le dije que comunicase a Monsieur Sanger que estaba allí y que le esperaría fuera, en el coche.

No tuve que esperar mucho. Sanger apareció con aspecto de "caballero de campo", con un traje de cheviot. Yo conseguí dos buenas instantáneas de él antes de que se diera cuenta siquiera de que lo estaba haciendo. Cuando empezó a protestar, tomé otra más cerca con la cara completamente iluminada por el sol y Madame Sanger al fondo junto a la puerta de la entrada. Esperaba que hubiera bastante profundidad de enfoque para que salieran los dos, pero al menos sabía que él había salido bien.

– ¿Qué persigue con eso? -preguntó.

– Seguridad.

La señora se retiró apresuradamente hacia el interior de la casa. Comprendí que Sanger estaba sopesando la idea de quitarme la cámara de las manos, pero decidió no hacerlo. Yo sabía que mi persona no le impresionaba lo suficiente para detenerle; simplemente había creído más prudente no oponerse a mí en aquel momento.

Echó un vistazo a mi coche alquilado y dijo:

– ¿Pretende usted llevarme a Peira-Cava en eso?

– Funciona perfectamente.

– Tengo un Lancia en el garaje. Sería más cómodo.

– No vamos a ir tan lejos.

– Como quiera.

Se sonrió paternalmente mientras yo ponía la cámara en la guantera y la cerraba con llave.

– ¿Me equivoco si le digo que creo percibir una nota de desconfianza? -me preguntó.

– No. No se equivoca.

Sugirió que debíamos pasar por Cannes y coger la autopista en Antibes. Después guardamos silencio hasta llegar a Niza. Aquí me condujo, por las calles apartadas, a la carretera de Sospel.

El tráfico era ligero. Por encima de Escarene la carretera estaba cubierta de nieve fangosa que se fue haciendo más firme a medida que subíamos. Se hizo necesario poner la calefacción del coche. En Peira-Cava la nieve había sido quitada a pala, pero las laderas estaban completamente cubiertas y los árboles estaban blancos. Aquí aún era invierno.

– Por Pascua habrá aquí esquiadores si dura la nieve -observó Sanger.

Peira-Cava es una serie dispersa de hoteles pequeños y pensiones con vistas alpinas. Cuando nosotros llegamos, era casi la hora de comer. Por sugerencia de Sanger nos detuvimos en uno de los hoteles que tenía un letrero de bar-restaurante.

El bar estaba caliente, pero vacío. En el restaurante, un camarero con un delantal estaba poniendo una solitaria mesa para seis, posiblemente para el personal. Asintió cuando le pedimos unas copas, nosotros volvimos al bar.

– ¿Quiere hacer usted las preguntas o las hago yo? -dijo Sanger.

– Usted conoce el terreno mejor que yo. Tal vez lo hará mejor.

– Como quiera.

Su método resultó interesante. Si hubiera hecho yo las preguntas, hubiera comenzado por inventar cualquier excusa para mi curiosidad. Había estado en Peira-Cava el año pasado; había conocido a una señora rica con un matrimonio que le servía; todos habían sido encantadores y hospitalarios conmigo y ahora estaba pensando en volver para Pascua, pero había olvidado completamente el nombre de la vieja.

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