Peters había permanecido en silencio, escuchando con interés. Antes de hablar se acercó a la ventana, arrojó la colilla de su cigarro y se encaró con Latimer desde el otro lado de la cama.
– ¡Novelas policíacas! Pues eso me parece muy interesante, mister Latimer. Son mis preferidas. ¿Le importaría decirme el título de algunos de sus libros?
Latimer dijo varios títulos.
– ¿Cuál es su editorial?
– ¿Inglesa, americana, francesa, sueca, noruega, holandesa o húngara?
– Húngara, por favor.
Latimer se lo dijo.
Peters asintió con lentos cabeceos.
– Es una buena editorial, según tengo entendido. -Al parecer había adoptado una decisión-. ¿Tiene una estilográfica y un papel, mister Latimer?
Con un gesto de hastío, Latimer señaló el escritorio. Peters se sentó y comenzó a escribir.
Mientras terminaba de arreglar su cama y recogía algunas de sus pertenencias diseminadas por el piso, Latimer oyó el rasguido de la pluma del hotel sobre un trozo de papel. Peters se atenía a la palabra dada.
Por fin cesó el rasguido y la silla crujió cuando el gordo se puso en pie. Latimer, que estaba guardando sus zapatos, se enderezó. Peters había recuperado su dulzona sonrisa. Toda su figura reflejaba una actitud benevolente.
– Aquí tengo, mister Latimer -anunció-, tres papeles. En el primero he escrito el nombre de la persona de la que le he hablado. Se llama Grodek… Wladyslaw Grodek. Vive en las cercanías de Ginebra. El segundo es una carta para este hombre. Si le entrega esta carta él sabrá que usted es amigo mío y que puede hablar con entera franqueza. Ahora vive retirado de sus actividades, de modo que no es nada arriesgado decirle a usted que ha sido, en otros tiempos, el más hábil de los agentes profesionales europeos. Ha tenido en sus manos más información naval y militar secreta que la que pueda haber visto ningún otro hombre. Y lo que es más importante aún, ha sido siempre certero. Ha tenido tratos con muchos gobiernos. Operaba desde su cuartel general de Bruselas. Creo que, para un escritor, la personalidad de Grodek ha de resultar fascinante. Me figuro que le parecerá encantador. Es amante de los animales. Un personaje estupendo en el fondo. Dicho sea de paso, él fue quien empleó a Dimitrios en mil novecientos veintiséis.
– Ya entiendo. Le doy las gracias. ¿Y qué ocurre con ese tercer papel?
Peters vacilaba. Su sonrisa había adquirido un matiz de complacencia.
– Creo que me ha dicho que no es usted un hombre demasiado rico.
– No, no lo soy.
– ¿Le vendría mal medio millón de francos, dos mil quinientas libras esterlinas?
– No, desde luego.
– Pues bien, mister Latimer, cuando se haya cansado de Ginebra, quisiera que… por decirlo así, matara usted dos pájaros de un solo tiro. -Tras decir esto, Peters se sacó de un bolsillo la lista cronológica de Latimer-. En esta lista elaborada por usted, hay fechas posteriores a la del año mil novecientos veintiséis, y tendrá que investigar sobre esos hechos si quiere enterarse de cuanto se pueda saber acerca de Dimitrios. El lugar donde puede obtener esa información es París. Esto lo primero. Lo segundo que, si usted va a París, si se pone en contacto conmigo allá, si quiere tomar en cuenta lo que le he dicho sobre esa fuente de recursos, sobre la alianza que podríamos establecer, puedo garantizarle con absoluta certeza que en pocos días recibirá dos mil quinientas libras inglesas, que le serán pagadas a su nombre… ¡medio millón de francos franceses!
– Me agradaría mucho que fuera un poco más explícito -replicó Latimer, enfadado-. ¿Medio millón de francos a cambio de qué?¿Quién me pagará ese dinero? Desde luego que es usted demasiado misterioso, señor Peters… demasiado misterioso, a decir la verdad.
La sonrisa de Peters se fortaleció: había en él un cristiano, denigrado, pero no abrumado por la amargura, un cristiano que aguardaba sin claudicar que los leones fueran introducidos en la arena.
– Sé que usted no confía en mí, mister Latimer -dijo con tono cortés-. Por ese motivo le he entregado esa carta para Grodek y sus señas. Quiero ofrecerle una muestra concreta de mi buena voluntad para con usted, quiero demostrarle que puede confiar en mis palabras. Y también quiero demostrarle que tengo confianza en usted, que he creído todo lo que me ha dicho.
»De momento no puedo decirle nada más. Pero si me cree, si llega a confiar en mí, irá entonces a París. Aquí, en este papel hay una dirección. Cuando llegue a la ciudad envíeme una nota por correo. No vaya allí, esta dirección es la de un amigo. Con sólo que me envíe una nota con sus señas, iré a verle para explicárselo todo. Se trata de algo muy simple.
Latimer decidió que ya era hora de desembarazarse del intruso.
– Bueno -dijo-, todo esto me parece muy confuso. Según veo, usted ha llegado a muchas conclusiones. Todavía no he decidido definitivamente ir a Belgrado. No es seguro que pueda disponer de tiempo para viajar a Ginebra. Y en cuanto a mi ida a París… es algo que ahora mismo no puedo ni pensar en ello. Tengo muchísimo trabajo, por supuesto, y…
– Por supuesto -asintió y después, con una extraña nota de urgencia en la voz, dijo-: pero si usted puede ir a París, no dejará de enviarme esa nota, ¿verdad? Ya le he causado tantas molestias, que me gustaría compensárselo de algún modo, práctico, palpable. Medio millón de francos es una suma que merece tenerse en consideración, ¿no cree? Y le garantizo que la recibirá. Pero hemos de confiar el uno en el otro. Eso es lo más importante. -Peter tendió su mano-. Buenas noches, mister Latimer. No quiero decirle «adiós».
Latimer estrechó la mano tendida hacia él: seca y muy suave.
– Buenas noches.
Peters se detuvo junto a la puerta.
– Medio millón de francos, mister Latimer. Con ese dinero podrá conseguir muchas cosas buenas. Espero que nos veamos pronto en París. Buenas noches.
– También yo lo espero así. Buenas noches.
La puerta se cerró. Peters se había marchado. Pero para la imaginación sobreexcitada de Latimer, la sonrisa del visitante, como la sonrisa del gato de Cheshire, había quedado tras él, flotando en el aire.
Se apoyó contra la puerta y observó sus maletas deshechas. Fuera comenzaba a alborear. Miró su reloj. Las cinco en punto. Ya ordenaría el cuarto más tarde. Se desvistió y se metió en la cama.
A las once en punto, Latimer, después de haber permanecido adormilado durante un cuarto de hora, se decidió a abrir los ojos finalmente. Allí, sobre la mesita de noche, estaban los tres papeles que le entregara Peters. Ellos le traían el desagradable recuerdo de que debía reflexionar y adoptar después algunas decisiones. De no haber sido por esos papeles y por el hecho de que su habitación, a la luz de la mañana, había tomado el aspecto del almacén de una trapería, bien habría echado al olvido sus recuerdos de aquella visita, considerándolos tan sólo como parte de los malos sueños que habían alterado su reposo. También hubiera deseado olvidar esos sueños.
En cuanto a Peters, con su misterio, sus absurdas alusiones a medio millón de francos, sus amenazas y sugerencias, no veía cómo dejarlo fácilmente de lado. Ese hombre…
Latimer se sentó en la cama y cogió los tres papeles.
El primero, tal como Peters se lo había dicho, llevaba escrita una dirección de Ginebra.
WLADYSLAW GRODEK
Villa Acacias
Chambésy
(a 7 km de Ginebra)
Aquella caligrafía era airosa, muy florida y difícil de leer.
El número siete tenía una barra que lo atravesaba en el centro del trazo descendente, a la francesa.
Cogió la carta, con la esperanza de saber algo más. Eran sólo seis líneas, escritas en un idioma y con un alfabeto que le resultaron demasiado desconocidos. Al cabo de un instante, dedujo que tal vez era polaco. Por lo que pudo apreciar, la nota comenzaba sin el «Estimado Grodek» preliminar y terminaba con una inicial indescifrable. En la mitad de la segunda línea, descubrió su propio apellido, escrito con lo que parecía ser una «y» en lugar de una «i».
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