Dimitrios trabajaba con nosotros, empacando higos, y muchos le odiaban por su violencia y el veneno de su lengua. Pero yo soy un hombre que ama a los demás hombres como si fueran sus hermanos y a menudo hablaba con Dimitrios en el trabajo, y le explicaba la religión del Dios Verdadero. Y él siempre me escuchó.
Después, cuando los griegos huían ante los ejércitos victoriosos del Dios Verdadero, Dimitrios fue a mi casa y me pidió que le ocultara para no sufrir el terror de los griegos. Me dijo que era un verdadero creyente. De modo que le escondí. Después, nuestro glorioso ejército llegó para ayudarnos. Pero Dimitrios no podía partir, porque a causa de aquel papel firmado por su padre adoptivo, era un griego y temía por su vida.
De modo que siguió en mi casa y cuando salía a la calle iba vestido con ropas turcas. Así, un día me dijo ciertas cosas. El judío Sholem, me dijo, tenía mucho dinero, billetes griegos y monedas de oro, escondidos debajo del suelo del piso, en su habitación. Ya es hora, me decía, de que nos venguemos aquellos que no han insultado al Dios Verdadero y a su profeta.
Es intolerable, aseguraba, que un cerdo judío tenga todo ese dinero que, por derecho, les pertenece a los verdaderos creyentes. Y me hacía proposiciones para que fuéramos en secreto a casa de Sholem, y para que le amarráramos y cogiésemos el dinero.
Al principio sentí miedo, pero él me dio valor, me hizo reflexionar sobre las palabras del Libro, que dice que quienquiera que luche por la religión de Dios, ya sea vencido o bien obtenga la victoria, siempre encontrará una gran recompensa. Ahora mi recompensa es ésta: seré colgado como un perro.
Sí, ya seguiré adelante. Aquella noche, después del toque de queda, marchamos hacia la casa de Sholem y subimos a tientas por las escaleras, hasta la habitación del judío. La puerta estaba cerrada. Dimitrios llamó, mientras decía a gritos que era una patrulla que quería registrar la casa. Sholem, entonces, abrió la puerta.
Ya se había acostado y gruñó de mala manera porque le habíamos obligado a levantarse. Al vernos, invocó la protección de Dios e intentó cerrarnos el paso. Pero Dimitrios le cogió y le impidió moverse mientras yo, como habíamos planeado, entraba en el cuarto y lo registraba para encontrar aquella tabla del piso bajo la que el viejo guardaba su dinero.
Dimitrios, entretanto, había arrastrado a Sholem hasta la cama, lo había arrojado sobre el colchón e inmovilizado con una rodilla.
Muy pronto encontré la madera suelta y, lleno de alegría, me di la vuelta para decírselo a Dimitrios. Le vi de espaldas a mí; con una sábana mantenía cubierta la cara de Sholem, para ahogar sus gritos. Antes me había dicho que amarraría a Sholem con una cuerda que llevaba consigo. Pero en ese momento le vi desenfundar su cuchillo. Pensé que iba a cortar la cuerda, o algo así, y no le dije nada. Pero después, antes de que pudiera yo decir una palabra, Dimitrios hundió el cuchillo en la garganta del viejo judío y le degolló.
Vi que la sangre salía a borbotones de la herida, como si de una fuente se tratara, y vi también a Sholem. Dimitrios se había apartado y observaba al viejo; al cabo de unos segundos, se volvió para mirarme. Le pregunté entonces por qué lo había hecho y me contestó que había que matar a Sholem para que no nos denunciara a la policía. Sholem se revolcaba todavía sobre la cama, brotándole la sangre de la garganta, pero Dimitrios me dijo que estaba bien muerto. Luego, nos apoderamos del dinero.
Dimitrios, acto seguido, me dijo que era mejor que no saliéramos juntos, que cada uno cogiera su parte y que nos marcháramos por separado. Y así lo hicimos. Sentí miedo, porque Dimitrios tenía un cuchillo y yo no y pensé que tal vez estaba decidido a matarme.
Me había dicho que necesitaba un compañero que buscara el dinero mientras él aguantaba a Sholem. Pero ya me di cuenta en seguida de que Dimitrios había pensado matar al judío, desde el primer momento. ¿Por qué me pidió que lo acompañara, entonces? Hubiera podido encontrar fácilmente el dinero después de degollar al judío. Pero dividimos el dinero en partes iguales y Dimitrios me sonrió, sin intentar matarme.
Abandonamos el lugar por separado. Dimitrios me había dicho el día anterior que, cerca de la costa de Esmirna, había algunos barcos anclados griegos y que sabía que los capitanes de aquellos barcos aceptaban llevar refugiados que pudieran pagar la travesía. Creo que ha huido en alguno de aquellos barcos.
Ahora comprendo lo tonto que he sido y también que. Dimitrios llevaba razón al sonreírme: él sabía muy bien que cuando mi bolsillo se llena, mi cabeza queda vacía. El sabía, y que las maldiciones de Dios caigan sobre él, que cuando peco emborrachándome soy incapaz de evitar que mi lengua se desmande. Yo no he asesinado a Sholem. Ha sido el griego Dimitrios quien le ha asesinado. Dimitrios… (aquí el reo ha proferido numerosas obscenidades irrepetibles) . En todo lo que he dicho no hay ni un ápice de mentira.
Como que Dios es Dios y Mahoma su Profeta, juro que he dicho la verdad. Por el amor de Dios, tened misericordia.
En una nota agregada al texto, se ponía de manifiesto que la confesión estaba firmada con la impresión de un pulgar y refrendada por las firmas de los testigos. El documento proseguía:
Se ha pedido al asesino una descripción del individuo llamado Dimitrios, a lo que ha respondido:
«Tiene el aspecto de un griego, pero no creo que lo sea, porque odia a sus propios compatriotas. Es más bajo que yo y su pelo es largo y liso. Su rostro muy inexpresivo y habla muy poco. Sus ojos son castaños y dan la impresión de cansancio. Muchos son los que le temen, pero no me lo explico, porque no es un hombre fuerte y yo podría partirle en dos sólo con mis propias manos.»
N.B.: su estatura es de 185 centímetros.
Se ha realizado una investigación acerca del sujeto llamado Dimitrios en la tienda donde se empacan los higos. Es conocido y mal visto. Nadie ha sabido nada de él durante las últimas semanas y se presume que ha muerto durante el incendio. Al parecer, esto es posible.
El asesino fue ejecutado en el noveno día del décimo mes del año 1922 del nuevo calendario.
Latimer volvió al texto de la confesión y la examinó con expresión pensativa… Parecía verdadera: respecto a esto, no cabía ninguna duda. Era cuestión de un sentimiento que surgía fuera de control. El negro Dhris había sido, obviamente, un hombre muy estúpido. ¿Cómo pudo haber inventado todos aquellos detalles de la escena en el cuarto de Sholem? Un individuo culpable que hubiera inventado su historia armaría seguramente su relato de una manera muy distinta. Y allí hacía alusión al miedo de que Dimitrios le asesinara también a él. De haber sido responsable de la muerte del judío, no se le habría pasado por la cabeza semejante idea. El coronel Haki había dicho que aquélla era una de esas historias que un hombre sólo es capaz de inventar con el solo fin de salvar su pellejo. El miedo excita increíblemente la imaginación, pero, ¿puede excitarla en ese sentido? Era evidente que las autoridades no se habían preocupado mucho por comprobar si la confesión era verdadera o no. Las pesquisas habían sido de una lamentable mezquindad y, a pesar de todo, cuanto se averiguó tendía a confirmar la confesión del negro.
Se suponía que Dimitrios había muerto durante el incendio. Pero no había ninguna prueba que apoyara tal suposición. No cabía ninguna duda de que colgar a Dhris Mohammed había resultado mucho más fácil que intentar, en medio de la terrible confusión de aquellos días de octubre, encontrar a un griego desconocido llamado Dimitrios. Por supuesto que Dimitrios había contado con esa posibilidad. Pero debido al fortuito traslado del coronel Haki al servicio de la policía secreta, se había visto finalmente implicado en aquel caso.
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