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Donna Leon: Testamento mortal

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Donna Leon Testamento mortal

Testamento mortal: краткое содержание, описание и аннотация

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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El rechazo de Brunetti a comprometerse espoleó al teniente, o quizá fue la grappa -¡la segunda!-, porque empezó:

– No comprendo por qué los vinos del Friul son…

Pero la atención de Brunetti fue distraída de cualquier deficiencia que el teniente estuviera a punto de revelar, por el sonido de su telefonino. Siempre que se veía obligado a participar en una reunión social que no podía evitar -como en el caso de la invitación de Patta a cenar para tratar de los candidatos al ascenso-, Brunetti tenía buen cuidado de llevarse el telefonino , y a menudo era salvado por una generosa Paola, que lo llamaba por una razón urgente inventada para que pudiera marcharse inmediatamente.

-respondió, decepcionado al comprobar que se trataba del número central de la questura.

– Buenas noches, commissario -dijo una voz que pensó que debía ser la de Ruffolo-. Acabamos de recibir una llamada de una mujer desde Santa Croce. Ha encontrado a una mujer muerta en su piso. Nos ha dicho que había sangre.

– ¿De quién es el piso? -preguntó Brunetti, no porque le importara saberlo ahora, sino porque detestaba la falta de claridad.

– Dijo que era en su propio piso. O sea… en el de la muerta. Está debajo del suyo.

– ¿En qué sitio de Santa Croce?

– Giacomo dell'Orio, señor. Vive enfrente de la parte posterior de la iglesia. Uno, siete, dos, seis.

– ¿Quién ha ido?

– Nadie, señor. Lo he llamado a usted primero.

Brunetti miró su reloj. Eran casi las once. Mucho más tarde de lo que creía. Esperaba que aquella cena hubiera terminado mucho antes.

– A ver si puede encontrar a Rizzardi y lo manda para allá. Y llame a Vianello; debería estar en casa. Envíe una embarcación a buscarlo para que lo lleve. Y que formen los dos un equipo para la escena del crimen.

– ¿Y usted, señor?

Brunetti ya había consultado el plano de la ciudad impreso en sus genes.

– Yo llegaré antes andando. Me reuniré con ellos allí. -Y luego, como si lo hubiera pensado mejor-. Si hay una patrulla por aquí cerca, llámela y dígale que también se pase por allí. Llame a la mujer y dígale que no toque nada en el piso.

– Se fue al suyo para hacer la llamada, señor. Le dije que se quedara allí.

– Bien. ¿Cómo se llama?

– Giusti, señor.

– Si habla con la patrulla, dígale que estaré allí dentro de diez minutos.

– Sí, señor -dijo el oficial, y colgó.

El vicequestore Patta miró a Brunetti, al otro lado de la mesa, con abierta curiosidad.

– ¿Algún problema, commissario ? -preguntó, en un tono que le hizo comprender a Brunetti cuánta diferencia había entre curiosidad e interés.

– Sí, señor. Han encontrado muerta a una mujer en Santa Croce.

– ¿Y lo han llamado a usted? -intervino Scarpa, poniendo en la última palabra un indicio de cortés sospecha.

– Griffoni no ha vuelto de su permiso, y yo vivo cerca -respondió Brunetti, con estudiado desánimo.

– Claro -dijo Scarpa, volviéndose a un lado para decirle algo al camarero.

Dirigiéndose a Patta, Brunetti anunció:

– Iré a echar un vistazo, vicequestore.

Adoptó la expresión del burócrata abrumado, impedido a su pesar de hacer lo que quería. Echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Dio a Patta la oportunidad de hacer un comentario, pero el momento pasó en silencio.

Fuera del restaurante, relegó a la memoria el asunto que lo había llevado allí y sacó el telefonino. Marcó el número de su casa.

– ¿Me llamas en busca de apoyo moral? -preguntó Paola cuando hubo descolgado el aparato.

– Scarpa acaba de decirme que los norteños no saben hacer vino.

Hubo una pausa antes de que ella dijera:

– Eso es lo que dicen tus palabras, pero suena como si algo más fuera mal.

– Me han llamado. Hay una mujer muerta en Santa Croce, por donde San Giacomo.

– ¿Por qué te llamaron a ti?

– Probablemente no quisieron llamar a Patta ni a Scarpa.

– ¿Y te llamaron a ti cuando estabas con ellos? Maravilloso.

– No sabían dónde estaba yo. Además, ha sido una forma de alejarme de ellos. Voy a ver qué ha pasado. En cualquier caso, está cerca de casa.

– ¿Quieres que te espere?

– No. No tengo idea de cuánto tiempo me llevará.

– Me levantaré cuando vengas. Si no, dame un empujón.

Brunetti sonrió ante la idea, pero se limitó a emitir un sonido de conformidad.

– Yo he sabido lo que es no dormir en toda la noche -dijo ella en tono de falsa indignación, porque su radar captó el matiz preciso de aquel sonido. La última vez, recordaba Brunetti, fue la noche del incendio de la Fenice, cuando el ruido del helicóptero pasando repetidamente acabó por sacarla del profundo abismo en el que se sumía todas las noches. En un tono más conciliador, añadió-: Espero que no sea algo tremendo.

Brunetti le dio las gracias, se despidió y se echó el teléfono al bolsillo. Volvió a prestar atención al lugar por el que transitaba. Las calles estaban intensamente iluminadas: más generosidad por parte de los derrochadores burócratas de Bruselas. Si hubiera querido, Brunetti podría haber leído un periódico a la luz de las farolas. La luz también brotaba de muchos escaparates: pensó en las fotos de satélite que había visto, con el brillo nocturno del planeta, tal como se veía desde arriba. Sólo lo más oscuro de África permanecía como tal.

Al final de Scaleter Ca' Bernardo, giró a la izquierda y rebasó la torre de San Boldo, para después seguir por el puente, la calle del Tintor y dejar atrás una pizzeria. Junto a ésta, una tienda de bolsos baratos seguía abierta. Tras el mostrador se sentaba una jovencita china leyendo un periódico chino. Él no tenía idea de hasta qué horas podía permanecer abierta una tienda según las leyes vigentes, pero alguna voz atávica le susurró algo sobre lo inapropiado de dedicarse a la actividad comercial a aquellas horas.

Pocas semanas antes había cenado con un mando de la policía de fronteras, el cual le contó, entre otras cosas, que su mejor estimación sobre el número de chinos que actualmente vivían en Italia se situaba entre los 500. 000 y los cinco millones. Después de decir eso, se echó hacia atrás a fin de gozar mejor del asombro de Brunetti. Al advertirlo, añadió que «si todos los chinos en Europa llevaran uniforme, nos veríamos obligados a ver el fenómeno como la invasión que en realidad es». Y a continuación volvió de nuevo su atención a sus calamari a la parrilla.

Dos puertas más allá encontró otra tienda, también con una joven china tras la caja registradora. Más luz se derramaba sobre la calle procedente de un bar. Enfrente, cuatro o cinco jóvenes estaban de pie fumando y bebiendo. Se fijó en que tres de ellos bebían Coca-Cola. Demasiado para la vida nocturna de Venecia.

Llegó al campo, inundado también de luz. Años antes, precisamente cuando fue trasladado de Nápoles, aquel campo tenía mala fama, pues allí se podían adquirir drogas. Recordó las historias que había oído sobre agujas abandonadas que debían ser recogidas cada mañana, y tenía un vago recuerdo acerca de cierto joven que fue hallado muerto de sobredosis en uno de los bancos. Pero la instalación en el distrito de una clase acomodada lo limpió. Eso o que las drogas de diseño habían dejado obsoletas las agujas.

Dirigió la vista a los edificios a su derecha, en el lado opuesto al ábside. La forma sombría de una mujer resaltaba a la luz de una ventana del cuarto piso de una de las casas. Resistiendo el impulso de hacerle un gesto con la mano, Brunetti se encaminó al edificio. El número no era visible en ningún lugar de la fachada, pero el nombre de la mujer figuraba en el interfono.

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