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Donna Leon: Testamento mortal

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Donna Leon Testamento mortal

Testamento mortal: краткое содержание, описание и аннотация

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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Una voz de hombre llamó a Brunetti por su nombre. Él y Vianello siguieron el sonido hasta el dormitorio principal, donde Marillo se encontraba junto a una de las ventanas.

– Hemos acabado aquí, commissario.

Mientras hablaba, uno de sus hombres plegó el trípode, se lo puso bajo el brazo y se deslizó hacia el pasillo, pasando junto a Vianello y Brunetti.

– ¿Encuentran algo? -preguntó Brunetti, mirando alrededor, a las superficies cubiertas de polvo de la habitación, como si quisiera que Marillo siguiera su mirada y encontrara, precisamente allí, cualquier cosa que convirtiera aquella investigación en algo que valiera la pena, en algo importante.

Los residuos en tantas superficies recordaron a Brunetti lo mucho que le costaba creer que pudiera extraerse alguna prueba física fiable de la confusión de las huellas de dedos y palmas de la mano que cubrían todas las superficies de todas las habitaciones donde alguna vez había investigado. En el cajón inferior, que estaba abierto, había caído algo de polvo. Podían verse leves restos de él en los pañuelos de seda y en los suéteres que allí se mezclaban.

– Usted sabe, señor, que no me gusta hablar de esta clase de cosas -respondió finalmente Marillo, expresándose con manifiesta desgana-. Quiero decir, antes de redactar el informe.

– Ya lo sé, Marillo. Y creo que es la mejor política. Pero me pregunto si podría darnos alguna idea de lo cuidadosos que Vianello y yo deberíamos ser cuando… -empezó a decir, y luego hizo un gesto con la mano abarcando la habitación, como si pidiera a los tiradores de los cajones que le contaran a Marillo lo que tenía que revelar su interior.

El técnico que quedaba, todavía de rodillas junto a la cama, levantó la vista de la luz con que estaba iluminando el espacio bajo el somier, y miró primero a Brunetti y luego a su superior. Consciente de esa mirada, Marillo hizo un movimiento de cabeza y se volvió para salir.

– Vamos, Stefano -dijo el técnico, sin intentar disimular su exasperación-. Están de nuestro lado. Y eso les ahorrará tiempo.

Brunetti se preguntó si el técnico se limitaba a emplear una frase hecha o si ahora era necesario que un policía defendiera la integridad de los demás.

Marillo se puso tenso, tanto porque le hablara así uno de sus hombres delante de su superior o por la idea de tener que aventurar una opinión en lugar de emitir un simple informe de lo observado y registrado.

– Nosotros nos limitamos a espolvorear el lugar y tomar fotos, dottore. A las personas como usted y Vianello les corresponde interpretar el resultado.

Aquello podía entenderse como oposición u obstrucción. En el caso de Marillo, equivalía a una simple declaración sobre cuál era su cometido y cuál debería ser el de ellos.

– ¡Oh, por el amor de Dios! -dijo con brusquedad el otro técnico, todavía de rodillas junto a la cama-. Hemos estado en un centenar de sitios, Stefano, y ambos sabemos que aquí no hay nada sospechoso.

Pareció que se disponía a continuar, pero Marillo le impuso silencio con una mirada. Ya había pasado algún tiempo desde que a Brunetti le impresionara la visión del cadáver, y la observación de aquel hombre se añadía a su deseo de ver e interpretar hechos, no sensaciones. Allí no había actuado ningún ladrón, al menos no de la clase de ladrones que irrumpían en las casas venecianas. Cualquiera que buscara oro, joyas o dinero hubiera abierto los cajones y esparcido su contenido por el suelo, y luego lo hubiera apartado todo a puntapiés con el fin de separarlo y verlo. Pero el cajón inferior, advirtió Brunetti, no tenía peor aspecto que el de su hija después de haber ido a la caza de un suéter en concreto. O el de su hijo.

El técnico junto a la cama rompió el silencio al arrastrarse por el suelo para desenchufar su lámpara. Lentamente, se puso de pie, enrolló ruidosamente el cordón en torno al mango, y luego introdujo el enchufe bajo la última vuelta del cordón para mantenerlo sujeto.

– Yo ya he acabado aquí, Stefano -dijo en tono brusco.

– Entonces ya está -concluyó Marillo con visible alivio-. Le daré a Bocchese las fotos y podrá dar un repaso a las copias. Hay un montón, algunas perfectamente claras. Le enviaré un informe, señor.

– Gracias, Marillo.

Marillo miró a Brunetti e hizo un movimiento de cabeza para expresar que se daba por enterado del agradecimiento de su superior, y de su propia contrariedad por no haberle sido más útil. El otro técnico lo siguió camino de la puerta, donde el tercer hombre esperaba, guardando ya la cámara y el flash en su maletín. Los tres juntos reunieron rápidamente su equipo, y cuando hubieron terminado Marillo se limitó a dar las buenas noches. En silencio, sus compañeros lo siguieron y salieron todos del piso.

– Voy a terminar aquí -dijo Brunetti, volviendo hacia el dormitorio pequeño.

En su vistazo anterior se había dado cuenta de lo sencilla que era la habitación, pero ahora que tenía tiempo de observarla, comprobó que era incluso más modesta de lo que al principio le pareció. El suelo de madera no estaba cubierto por ninguna alfombra. No se trataba de parqué, sino de estrechos listones instalados durante una restauración -y no de las caras- que debía haberse llevado a cabo unos cincuenta años antes. Una cómoda baja, de patas gruesas, estaba situada junto a la cama, y sobre ella había una lamparita con una pantalla de tela amarilla de cuyo borde inferior pendía un círculo de anticuadas borlas también amarillas. Aquélla podía haber sido una habitación de la casa de la abuela de Brunetti, que sintió como si lo hicieran retroceder en una máquina del tiempo.

El cajón superior de la cómoda, medio abierto, contenía prendas interiores femeninas envueltas en plástico. Tres piezas en cada envoltorio: sencillas bragas blancas de algodón y de tres tallas diferentes. Nunca había visto que Paola llevara algo así. Eran bragas funcionales que supuso que la mujer compraba en el supermercado, no en una corsetería, pensadas para ser útiles, no para marcar estilo y, ciertamente, no con el propósito de atraer la atención. Mezclados con esos envoltorios había otros con camisetas de algodón, también de tres tallas. Estaban dispuestos cuidadosamente en el cajón, en montones separados, divididos por una pila de pañuelos blancos, también de algodón y planchados.

Cerró el cajón, sin tomar ya precauciones al tocar las cosas. El cajón siguiente contenía unos pocos leotardos y seis o siete pares de medias, todos en envoltorios sin abrir. Las medias eran grises o negras y de nuevo de diferentes tallas y ordenadas con precisión militar. En el cajón inferior había suéteres, los de algodón a un lado y los de lana a otro, aunque aquí los dos montones estaban mezclados. Al menos los colores eran, en este caso, un poco más vistosos: uno rojo, otro naranja y otro más, verde claro, y aunque todos habían sido llevados, presentaban el aspecto de las prendas que se han lavado y planchado antes de guardarse en el cajón. A la derecha de los suéteres había un par de pijamas azules de franela, recién lavados y planchados, y detrás de ellos, un paquete con saquitos de espliego para perfumar.

Brunetti cerró el último cajón. Se acercó a la cama e hincó una rodilla para mirar debajo, pero el espacio estaba vacío.

Oyó a Vianello entrar en la habitación, detrás de él.

– ¿Has encontrado algo más en su dormitorio? -preguntó Brunetti.

– No. No gran cosa. Excepto que le gustaban la ropa interior recatada y los suéteres caros. -Se puso de pie y regresó junto a la cómoda. Abrió el cajón superior y señaló los envoltorios de celofán-. Todas las prendas son de diferente talla y ningún envoltorio ha sido abierto. -Vianello se colocó junto a él y miró dentro del cajón. Brunetti continuó-: Lo mismo puede decirse de los leotardos. Y hay suéteres, aunque no de cachemir, y un par de pijamas en el cajón de abajo, y todo parece recién lavado.

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