Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes
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- Название:Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes
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– ¿Qué pueden esperar? -dijo Holmes, casi genial.
– Jory será ahorcado con toda seguridad -dijo Lestrade-. Stephen tendrá cárcel de por vida. Quizá perdonen la vida a William Hull, pero probablemente le condenarán a veinte años en Broadmoor, y siendo tan débil casi seguro que morirá torturado por sus compañeros. La única diferencia entre lo que le espera a Jory y lo que le espera a William es que el fin de Jory será mucho más rápido y piadoso.
Holmes se inclinó y pasó el dedo por el lienzo colocado entre las patas de la mesa café. Hizo ese sonido ronco de ronroneo.
– Lady Hull -continuó Lestrade-, irá durante cinco años a Beechwood Manor, conocida por sus inquilinas como el Palacio de las Carteristas… Pero, conociendo a la señora, me inclino a sospechar que encontrará otra salida. Yo diría que su venerable marido.
– Y todo porque Jory Hull no le apuñaló con limpieza -remarcó Holmes suspirando-. Si el anciano hubiera tenido la simple decencia de morir en silencio, todo habría salido bien. Como dijo Watson, habría salido por la ventana, llevándose el cuadro consigo, por supuesto… por no mencionar las sombras postizas. En vez de eso, despertó a la casa. Todos los sirvientes entraron aquí, lanzando apenadas exclamaciones sobre su señor muerto. La familia sumida en la confusión. ¡Qué mala ha sido su suerte, Lestrade! ¿Estaba muy lejos el agente de policía cuando Stanley le llamó? A menos de cincuenta yardas, supongo.
– Estaba haciendo su ronda -dijo Lestrade-. Su suerte fue mala. Pasaba por aquí, oyó el grito y vino.
– Holmes -dije, sintiéndome mucho más cómodo en mi viejo papel-, ¿cómo supo que había cerca un agente de policía?
– Es la misma simplicidad, Watson. De no ser así, la familia habría alejado a los sirvientes lo bastante como para esconder el lienzo y las sombras.
– Y para quitarle el cerrojo a una ventana como mínimo, supongo -añadió Lestrade con una voz anormalmente reposada.
– Pudieron haberse llevado el lienzo y las sombras -dije de pronto.
Holmes se volvió hacia mí.
– Sí.
Lestrade enarcó las cejas.
– Todo se reducía a una elección -le dije-. Había tiempo suficiente para quemar el nuevo testamento o para deshacerse del escondite portátil… Debieron decidirlo Stephen y Jory, claro, momentos después de que Stephen derribara la puerta. Decidieron o, si ha captado bien el carácter de todos los personajes, Stephen decidió quemar el testamento y esperar lo mejor. Supongo que tuvieron el tiempo justo de meterlo en la estufa.
Lestrade se volvió, la miró, y volvió a enfrentarse con nosotros.
– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría tenido fuerzas suficientes para gritar al final -dijo.
– Sólo un hombre de corazón tan negro como Hull habría hecho que un hijo lo matara -añadió Holmes.
Lestrade y él se miraron, y otra vez volvió a existir entre ellos una comunicación perfecta que yo no comprendí.
– ¿Alguna vez lo ha hecho? -preguntó Holmes, como retomando una vieja conversación.
Lestrade meneó la cabeza.
– Una vez estuve condenadamente cerca -dijo-. Había una muchacha implicada que no tenía la culpa en absoluto. Estuve a punto, pero… Esa fue una.
– Y estas son cuatro -dijo Holmes-. Cuatro personas maltratadas por un hombre malvado que, de todos modos, habría muerto dentro de seis meses.
Ahora lo comprendía.
Holmes clavó en mí sus ojos grises.
– ¿Qué dice, Lestrade? Watson ha resuelto este caso, aunque no viera todas sus implicaciones. ¿Dejamos que Watson decida?
Muy bien -dijo Lestrade gruñón-. Pero sea rápido. Quiero salir de esta maldita habitación.
En vez de responder, me incliné, recogí las sombras de fieltro, las enrollé formando una bola y me las metí en el bolsillo del abrigo. Me sentí raro haciendo eso, tanto como cuando estaba con las fiebres que casi me quitaron la vida en la India.
– ¡Bravo, Watson!-dijo Holmes-. ¡Ha resuelto su primer caso y se ha convertido en cómplice de un crimen en el mismo día!, ¡y todo antes de la hora del té!
Y aquí tengo un recuerdo para mí, un Jory Hull original. ¡No creo que esté firmado, pero uno debe sentirse agradecido por todo lo que los dioses tengan a bien enviarle en los días lluviosos!
Y utilizó su navaja de bolsillo para soltar la goma que sujetaba el lienzo a las patas de la mesa. Lo hizo con rapidez, y menos de un minuto después se guardaba una delgada tela en el bolsillo interior de su voluminoso sobretodo.
– Todo esto es un asunto muy sucio -dijo Lestrade, pero avanzó hasta una de las ventanas y, tras titubear un momento, soltó los pestillos que la cerraban y la dejó entreabierta.
– Hay algunos que son más sucios cuando se hacen que cuando se deshacen -comentó Holmes-. Vámonos.
Nos dirigimos hacia la puerta. Lestrade la abrió. Uno de los policías preguntó a Lestrade si había algún progreso.
En otro momento, Lestrade habría dado al hombre una respuesta cortante. Esta vez se limitó a decir:
– Parece ser que fue un intento de robo que acabó en algo peor. Yo me di cuenta enseguida, por supuesto; Holmes un momento después.
– Una pena -comentó el otro agente.
– Sí, una pena -dijo Lestrade-. Pero el grito del anciano hizo huir al ladrón antes de que pudiera llevarse nada. Vamos.
Nos fuimos. La puerta del salón estaba abierta, pero mantuve la cabeza erguida al pasar ante ella. Holmes miró, por supuesto; no había ninguna posibilidad de que no lo hiciera. Está en su personalidad. En cuanto a mí, nunca vi a nadie de la familia. Nunca quise.
Holmes volvía a estornudar. Su amigo se restregaba contra sus piernas, maullando encantado.
– Salgamos de aquí -dijo, saliendo a toda prisa.
Una hora después estábamos de vuelta en el 221B de Baker Street, en las mismas posiciones que ocupábamos cuando llegó Lestrade: Holmes en el asiento junto a la ventana, y yo en el sofá.
– Bueno, Watson -dijo Holmes-, ¿cómo cree que dormirá esta noche?
– De maravilla. ¿Y usted?
– Del mismo modo. Le aseguro que me alegro de estar lejos de esos malditos gatos.
– ¿Cómo cree que dormirá Lestrade?
Holmes me miró y sonrió.
– Esta noche, mal. Puede que mal durante una semana, pero luego se recuperará. Entre sus talentos, Lestrade cuenta con uno muy grande para el olvido creativo.
Eso me hizo reír, y con ganas.
Mire, Watson dijo Holmes. ¡Mire qué paisaje!
Me levanté y fui hasta la ventana, convencido de ver otra vez a Lestrade en un coche de caballos. En vez de eso, vi al sol asomando entre las nubes, bañando a Londres en una gloriosa luz crepuscular.
– Salió después de todo -dijo Holmes-. ¡Espléndido!
Cogió el violín y empezó a tocar, con el sol dándole en la cara. Miré a su barómetro y vi que empezaba a descender. Eso me hizo reír con tanta fuerza que tuve que sentarme. Cuando Holmes me miró y me preguntó qué me hacía tanta gracia, no pude hacer otra cosa que menear la cabeza. Un hombre extraño este Holmes. De todos modos, dudo que lo hubiera entendido.
EPÌLOGO. MORIARTY Y EL AUTENTICO MUNDO DEL HAMPA – John Gardner

Si se menciona el nombre del profesor James Moriarty a cualquiera que haya tenido la más ligera familiaridad con el Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle, aparecerán de inmediato una serie de imágenes: la de la figura alta, enjuta y erudita que amenazaba a Holmes en sus aposentos de Baker Street; la pelea en la cornisa de las cataratas del Reichenbach; un vasto ejército de criminales dispuestos a hacer su voluntad; el ruido de cascos de caballos en las calles y el traqueteo de los cabriolés; la luz de gas proyectando siniestras sombras; las nieblas espesas y amarillas, las «particulares de Londres», emergiendo del río; siniestras figuras acechando en callejones y pasajes; robos, asesinatos, chantajes y violencia; la lengua traicionera del confidente, los ágiles dedos del carterista, el gimoteo del mendigo, los halagos de la prostituía… todo ese aura decadente y sucia, aunque atractiva, que tiene el mundo del hampa del siglo diecinueve.
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