Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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Kincaid se quedó un poco perplejo de que diera por supuesto el hecho de que sería él el responsable de dar la noticia a los parientes de Jasmine, pero no supo quién más podría llevar a cabo esa desagradable tarea. El panorama no le hizo ninguna gracia.

– A veces les da así, de repente. -Felicity se volvió y lo observó con preocupación, y entonces Kincaid se maravilló de la rapidez con que había recobrado el equilibrio. Unos instantes de conmoción -ojos cerrados, profunda palidez- y luego había recuperado su eficacia profesional. Un acontecimiento bastante corriente para ella, pensó Kincaid, perder a un paciente.

– Pues no parecía…

– No. Yo le habría dado un mes o dos más, al menos, pero no somos Dios… nuestras predicciones no son infalibles.

El hervidor silbó y Felicity se apartó, cogió unos tazones de un anaquel y vertió el agua hirviendo encima de los sobrecitos del té con movimiento suave. El traje gris, de mujer de negocios, no pegaba con aquella eficiencia casera, y la propia Felicity, tan sobria en medio del baturrillo de pertenencias exóticas de Jasmine, le hizo pensar en un halcón entre pavos reales.

– Nunca hablaba de eso… De su enfermedad, quiero decir -dijo Kincaid-. No sabía que estuviera tan…

La puerta de entrada se abrió y golpeó la pared. Kincaid y Felicity Howarth giraron sobre sus talones, sobresaltados. En el umbral había una mujer con una bolsa de la compra apretada contra el pecho.

– ¿Dónde está? ¿Adónde se la han llevado?

Se fijó en la cama hecha tan cuidadosamente y en sus actitudes, se tambaleó y la bolsa le cayó de lado.

Felicity fue, con mucho, más rápida que Kincaid. Cuando él llegó, tenía ya el bolso seguro en el suelo y la mano bajo el codo de la mujer.

La condujeron hacia una silla y ella se derrumbó sin ofrecer resistencia. No tendría treinta años, estimó Kincaid, un poco entrada en carnes, de caprichoso cabello castaño y una piel dolorosamente clara, rostro redondo, ahora arrugado por el dolor.

– ¿Margaret? Eres Margaret, ¿verdad? -preguntó Felicity con suavidad. Miró de reojo a Kincaid y explicó-: es una amiga de Jasmine.

– Díganme adónde la han llevado. No querrá estar sola. Ay, sabía que no tenía que irme anoche -la frase se desintegró en un lamento y volvió el rostro de un lado a otro, como si buscara a Jasmine por la casa, con las manos retorciendo las solapas. Kincaid y Felicity se miraron por encima de la cabeza de Margaret.

Felicity se arrodilló y tomó las manos de Margaret entre las suyas.

– Margaret, míreme. Jasmine ha muerto. Ha muerto mientras dormía, esta noche. Lo siento.

– No. -Margaret miró a Felicity suplicante-. No puede ser. Me lo prometió.

Las palabras sonaron extrañas; Kincaid sintió un cosquilleo de alarma. Dobló una rodilla al lado de Felicity.

– ¿Te lo prometió? ¿Qué prometió Jasmine, Margaret?

Margaret reparó en Kincaid.

– Había cambiado de opinión. Fue un alivio. Yo no habría podido… -Un sollozo entrecortado la interrumpió, y se estremeció-. Jasmine nunca rompería una promesa. Siempre mantenía su palabra.

Felicity había soltado las manos de Margaret, que se agitaban de nuevo en su regazo. Kincaid atrapó una y la mantuvo con la suya.

– ¿Qué es lo que Jasmine quería que hicieras?

Ella se quedó inmóvil y lo miró perpleja.

– Pues que la ayudara a suicidarse. -Parpadeó y de sus ojos brotaron las lágrimas, y sus palabras salieron tan bajito que a Kincaid le costó oírla-. ¿Qué voy a hacer yo ahora?

Felicity se levantó, cogió un tazón de té tibio de la cocina, removió el azúcar y puso con cuidado las manos de Margaret en torno al tazón.

– Bebe, cariño, y te sentirás mejor.

Margaret bebió ávidamente hasta vaciar la taza, sin preocuparse por las lágrimas que corrían por su rostro.

Kincaid cogió una silla del comedor, se sentó frente a ella y aguardó mientras sacaba un pañuelo arrugado del bolsillo y se secaba los ojos. Las pálidas pestañas le daban un aspecto indefenso, como de conejo sorprendido por la luz de una linterna.

– Margaret, dime qué ocurrió exactamente, por favor, me gustaría saberlo.

– Sé quién es -dijo, mientras lo observaba-. Duncan. Es usted mejor de lo que… -Unas manchas rojas tiñeron su piel clara y se miró las manos-. Quiero decir…

– ¿Jasmine te había hablado de mí?

Jasmine había mantenido su vida compartimentada a la perfección, pensó Kincaid. A él nunca le había mencionado a Margaret.

– Sólo me dijo que vivía arriba y que a veces venía a verla. Yo le decía que se lo inventaba, como el amigo imaginario de un niño, porque nunca… -las palabras se fundieron en un sollozo y volvió a sacar el pañuelo-… lo había visto.

– Margaret -Kincaid se inclinó hacia delante y le tocó el brazo, llamando su atención para que lo mirara-, ¿estás segura de que Jasmine quería suicidarse? Tal vez lo dijo por decir, como para creer que tenía alguna elección.

– Oh, no -Margaret sacudió la cabeza y le entró hipo-. Cuando llegaron los informes de que la terapia no había salido bien, escribió a Exit. Dijo que no aguantaría las sondas -tubos y enchufes, decía-, que no se sentiría humana…

Margaret se presionó los dedos contra los labios en un esfuerzo por aguantar las lágrimas.

Kincaid se inclinó hacia delante, animándola.

– Bien, sigue.

– Le mandaron toda la información y lo planeamos todo: cuánto tenía que tomar, qué debería hacer exactamente. Anoche, tenía que ser anoche.

– ¿Pero cambió de opinión? -la apremió Kincaid, pues no proseguía.

– Vine en cuanto pude salir del trabajo. Me había armado de valor para decirle que no podría hacerlo, pero no me dejó ni acabar: «Es igual, Meg», me dijo, «no te preocupes. Yo también he cambiado de idea». Estaba… diferente… como contenta. -Margaret lo miró suplicante-. Yo la creí; si no, no la habría dejado sola.

Kincaid se volvió hacia Felicity.

– ¿Es posible? ¿Se las puede haber apañado sola?

– Desde luego, con los pacientes que se automedican siempre cabe esa posibilidad -respondió, como si tal cosa-. Es uno de los riesgos de la atención a domicilio.

Estuvieron callados un rato. Margaret estaba sentada con los hombros hundidos, los ojos enrojecidos, apagada: Kincaid suspiró y se frotó la cara, reflexionando. Si hubiera sido el único en oír la confesión de Margaret podía haberla pasado por alto, dejar a Jasmine marcharse sin problemas, en paz. Pero la presencia de Felicity Howarth complicaba las cosas. Ella debía de estar tan al tanto de seguir el procedimiento correcto como él, y no hacer caso de indicios de una muerte sospechosa no era recomendable. Y a pesar de que su propio dolor y su agotamiento le impedían definirlo, en el filo de su conciencia flotaba una sensación de recelo.

Levantó la vista. Felicity lo estaba mirando.

– Supongo -dijo, de mala gana- que tendré que pedir una autopsia.

– ¿Usted? -preguntó Felicity, juntando las cejas, y Kincaid se dio cuenta de que no se había presentado.

– Perdone, es que soy policía. Comisario detective de Scotland Yard.

Kincaid tuvo la misma impresión fugaz mientras miraba a Felicity que había tenido cuando encontraron el cuerpo de Jasmine: cara inexpresiva, neutra, como si la hubiera limpiado de todas las emociones.

– A no ser que quiera hacerlo usted -sugirió él, pensando que tal vez la había ofendido arrebatándole su autoridad.

Felicity volvió a prestarle atención y sacudió la cabeza.

– No, creo que es mejor que se encargue usted. -Hizo un gesto indicando a Margaret, que seguía sin reaccionar-. Yo tengo que ocuparme de otras cosas. -Se acercó a ella y le tocó el hombro-. Te acompaño a casa, cariño. Tengo el coche aquí fuera.

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