Charlaine Harris - El Día del Juicio Mortal

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El juicio final está en camino, y Sookie Stackhouse tiene una habilidad especial para situarse en medio de los problemas; en particular cuando es testigo del ataque con bombas incendiarias al Merlotte’s, el bar donde trabaja. Dado que Sam Merlotte es conocido por su doble naturaleza. Las sospechas inmediatamente recaen sobre los cambiantes de la zona. Sookie tiene otra opinión, pero antes de que pueda investigar surge algo aún más peligroso.
El amante de Sookie, Eric Northman, y su “niña” Pamela están tramando algo en secreto. Sea lo que sea, parecen decididos a mantener a Sookie al margen. Pero Sookie está igual de decidida a descubrir que está ocurriendo. No puede permanecer de brazos cruzados cuando tanto su trabajo como su vida amorosa están amenazados. Sin embargo, cuanto más progresa en sus investigaciones, más consciente es de que la situación es más mortal de lo que nunca hubiera podido imaginar.

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Por Cristo bendito, Pastor de Judea.

Mi tío abuelo Dermot y Bellenos estaban bajo la lluvia, cada uno sosteniendo una cabeza cortada.

Dejad que diga en este punto que suelo tener un estómago fuerte, pero la lluvia no era lo único que goteaba, y las cabezas estaban orientadas hacia mí, así que pude ver sus caras con claridad. La estampa me sacudió como un bofetón. Me di la vuelta y corrí hasta el cuarto de baño, cerrando la puerta tras de mí. Vomité, regurgité y jadeé hasta que recuperé un poco de equilibrio. Naturalmente, tuve que cepillarme los dientes, lavarme la cara y peinarme el pelo después de perder todos los contenidos de mi estómago, que tampoco era gran cosa, ya que no recordaba la última vez que había ingerido algo. Había tomado una galleta para desayunar… oh. No me extrañaba que me sintiera tan mal. No había comido nada desde entonces. Soy una de esas chicas que disfrutan de sus comidas, de modo que no era ninguna táctica para perder peso. Es sólo que había estado demasiado ocupada rebotando de crisis en crisis. ¡Pruebe la Dieta Sookie Esquiva la Muerte por los Pelos! ¡Corra para salvar la vida y sáltese las comidas! Ejercicio más inanición.

Pam y Eric me esperaban en la cocina.

– Se han ido -dijo Pam, brindando en alto con una botella de sangre-. Lamentan que fuera demasiado para tu sensibilidad humana. Di por sentado que no querías conservar los trofeos.

Sentí la necesidad de defenderme, pero me mordí la lengua. Me negaba a sentirme avergonzada por presenciar algo tan horrible. Había visto una vez una cabeza cortada de vampiro, pero carecía de los tenebrosos detalles de esas otras dos. Respiré hondo.

– No, no quería quedarme con las cabezas. Kelvin y Hod, descansen en paz.

– ¿Así se llamaban? Eso ayudará a descubrir quién los contrató -remarcó Pam, satisfecha.

– Humm, ¿dónde están? -pregunté, intentando no parecer demasiado ansiosa.

– ¿Te refieres a tu tío abuelo y su colega elfo, a las cabezas o a los cuerpos? -preguntó Eric.

– Los dos. Los tres. -Puse hielo en un vaso y me serví una Coca-Cola light . Todo el mundo me había dicho siempre que las bebidas carbonatadas asientan el estómago. Ojalá fuese verdad.

– Dermot y Bellenos se han ido a Monroe. Dermot tenía que untarse las heridas con la sangre de sus enemigos, lo que resulta ser una tradición entre los feéricos. Bellenos, por supuesto, fue quien sugirió lo de arrancarles la cabeza, que es tradición de los elfos. Por consiguiente, ambos estaban muy contentos.

– Me alegro por ellos -dije automáticamente y pensé: «¿Qué demonios estoy diciendo?»-. Debería contárselo a Bill. Me pregunto si encontraron el coche.

– Encontraron un todoterreno -explicó Pam-. Creo que se lo pasaron en grande conduciendo. -Parecía envidiosa.

Casi conseguí sonreír imaginándomelo.

– ¿Y los cuerpos?

– Se han encargado de ellos -informó Eric-. Aunque creo que se han llevado las cabezas a Monroe para enseñárselas a sus colegas. Pero las destruirán allí.

– Oh -dijo Pam, dando un salto -. Dermot dejó sus documentos. -Se volvió con dos billeteras y algunos objetos sueltos. Extendí un paño de cocina sobre la mesa y ella depositó los objetos. Intenté obviar las manchas de sangre en los trozos de papel. Abrí una de las billeteras plegables y extraje un carné de conducir.

– Hod Mayfield -leí-. De Clarice. Tenía veinticuatro años. -Saqué también la foto de una mujer; probablemente la Marge a la que se habían referido. Definitivamente era enorme, y llevaba su pelo negro enredado que podríamos tildar de pasado. Su sonrisa era amplia y dulce.

Ninguna foto de niños, gracias a Dios.

Una licencia de caza, algunos recibos y una tarjeta del seguro.

– Esto quiere decir que tenía un trabajo -les expliqué a los vampiros, que nunca habían necesitado de un seguro o de hospitalización. Además, Hod tenía trescientos dólares-. Dios -dije-. Es una buena cantidad. -Toda en billetes de veinte nuevos.

– Algunos de nuestros empleados no tienen cuenta bancaria -justificó Pam-. Retiran el dinero en metálico y viven con lo suelto.

– Sí, yo también conozco gente que lo hace así. -Terry Bellefleur, por ejemplo, que creía que los bancos estaban gobernados por una camarilla de comunistas -. Pero son todos billetes de veinte de un cajero. Quizá sea un pago por algo.

Kelvin resultó ser otro Mayfield. ¿Primo, hermano?

Y también era de Clarice. Era mayor; veintisiete años. Su cartera sí que contenía fotos de niños, tres concretamente. Mierda. Sin decir nada, saqué las fotos de escuela junto con los otros objetos. Kelvin también tenía un preservativo, un cupón por una bebida gratis en el Redneck Roadhouse de Vic y una tarjeta para un taller de chapa y pintura. Unos cuantos billetes usados de dólar y el mismo fajo de trescientos nuevos que tenía Hod.

Eran tipos con los que podría haberme cruzado docenas de veces mientras hacía las compras en Clarice. Quizá hubiera jugado a softball con sus mujeres o hermanas. O puede que les hubiera servido un trago en el Merlotte’s. ¿Cómo es que querían secuestrarme?

– Quizá pretendían llevarme hasta Clarice a través del bosque con el todoterreno -pensé en voz alta-. Pero ¿qué habrían hecho conmigo entonces? Creo que uno de ellos… Por sus pensamientos recogí una idea residual sobre un maletero. -No eran más que conjeturas, pero sentí escalofríos. Ya había estado en el maletero de un coche y no me había ido demasiado bien. Era un recuerdo que mantenía firmemente bloqueado.

Probablemente Eric estuviera pensando en el mismo episodio, porque miró por la ventana hacia la casa de Bill.

– ¿Quién crees que los ha mandado, Sookie? -preguntó, e hizo un tremendo esfuerzo por mantener la calma y la paciencia de su voz.

– Lo que está claro es que no puedo interrogarlos para saberlo -murmuré, y Pam se rió.

Puse en orden todos mis pensamientos. La pesadez de mi siesta de dos horas al fin se disipaba e intenté sacar algún sentido de los extraordinarios acontecimientos de la tarde.

– Si Kelvin y Hod hubiesen sido de Shreveport, hubiese pensado que Sandra Pelt los contrató después de huir del hospital -aventuré-. No parece tener inconveniente en usar las vidas de los demás, ni un ápice. Estoy segura de que fue ella quien contrató a los tipos que vinieron al bar el sábado. Y también estoy convencida de que fue ella quien lanzó la bomba incendiaria contra el Merlotte’s antes que eso.

– Tenemos a gente buscándola en Shreveport, pero nadie la ha visto todavía -indicó Eric.

– Así que eso es lo que quiere Sandra -dijo Pam, echándose su claro pelo a la espalda para recogerlo-: destruirte a ti, a tu casa, a tu trabajo y a cualquier cosa que se interponga en su camino.

– No te falta razón, creo. Pero está claro que ella no está detrás de esto. Tengo demasiados enemigos.

– Encantadora -apreció Pam.

– ¿Qué tal tu amiga? -pregunté-. Lamento no habértelo preguntado antes.

Pam me miró sin ambages.

– Va a superarlo -dijo -. Me estoy quedando sin opciones, y cada vez tengo menos esperanzas de que el proceso sea legal.

El móvil de Eric sonó y se fue al pasillo para responder a la llamada.

– ¿Sí? -preguntó secamente. Entonces su voz cambió-. Su majestad -dijo, y vino corriendo al salón para que no pudiera escuchar.

No hubiese pensado que fuese gran cosa hasta que vi la expresión de Pam. No había dejado de mirarme, y su expresión era de… lástima.

– ¿Qué? -dije, sintiendo que se me erizaba el vello de la nuca-. ¿Qué pasa? Si ha dicho «su majestad», es porque se trata de Felipe, ¿no? Eso debería ser bueno, ¿no?

– No te lo puedo decir -se lamentó-. Me mataría. Nunca quiere que sepas lo que hay que saber, no sé si me explico.

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