Christine Feehan - Posesión Oscura

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Manolito de la Cruz sabe que está peligrosamente cerca de convertirse en vampiro. Lo último que espera después de ser llamado por el príncipe Mikhail para regresar a su patria, los Cárpatos, era captar el aroma de su compañera en MaryAnn Delaney.
MaryAnn es humana, pero conoce demasiado bien todos los abrumadores instintos agresivos de los varones carpatianos. Y no son exactamente el tipo de hombres a los que preferiría estar unida para toda la vida.
MaryAnn, una consejera especializada en mujeres maltratadas, tiene una vida que le satisface, sin lugar para alguien como Manolito, nacido y criado en los Cárpatos, una ley en sí mismo. Pero cuando MaryAnn acepta ir a América del Sur para ofrecer orientación a una joven mujer tratada brutalmente, no se percata de la trampa que la espera en la sofocante espesura de la selva. Ella ha sido atraída allí por el propio Manolito, quien tiene seductores planes para la desprevenida e irresistible mujer humana.
Una vez allí, ella será suya. Una vez que sea suya, nunca podrá liberarse. Él es su amante, su predador, su compañero. Y ella es su oscura posesión…

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– Podría hacer que te arrastras hasta mí y suplicaras perdón por esto -exclamó, los ojos negros ardían con un humo oscuro que lo decía todo. Podía sentir la atracción hacia ella, tan fuerte que no podía evitar el frenesí en el que su polla había entrado. Duro, ardiente y loco de deseo… la sensación era peor, mucho peor que cualquier hambre por alimento. Se emborrachó con su imagen, abrumado por su belleza. Su piel era tan suave a la vista que le dolían los dedos de la necesidad de recorrerla, de deslizar su cuerpo sobre el de ella. Era todo curvas llenas y lujuriosas y una boca que no podía dejar de mirar fijamente, pecaminosa, maliciosa y tan tentadora que el cuerpo se le endureció con un largo y doloroso tirón. Imaginó sus dedos en él, su boca, su cuerpo rodeándole, firme y ardiente matándole de placer.

Necesitaba enterrar la cara en los abundantes rizos negro azulados, inhalar su fragancia y mantenerla para siempre en sus pulmones. Necesitaba el calor de sus brazos y el sonido de su risa. Pero primero su cuerpo necesitaba saciarse. No podía mirarla y no desear estar dentro de ella, no querer arrasarla, llegar a colmarla, hacer que gritara su nombre. La deseaba arrodillada ante él, quería que admitiera que le pertenecía a él y a nadie más, que admitiera que le deseaba… incluso que le necesitaba, que le proporcionara el placer último de su cuerpo.

MaryAnn no sabía exactamente qué había pasado. Él se había caído pero ella solamente le había gritado, asno arrogante. En cualquier caso, arrastrarse no figuraba en sus planes. Y pedir perdón no era exactamente su estilo. Parecía furioso, y peligroso, y en conjunto demasiado atractivo para su propio bien. Un hombre malcriado y arrogante, a quien obviamente todo el mundo había complacido en todo en la vida. Las mujeres debían haber hecho cualquier cosa que dijera, cuando lo ordenaba. Y debía haber dado muchas órdenes.

Se mordió el labio con fuerza para evitar decirle que se fuera al demonio, porque… MaryAnn extendió las manos hacia afuera de repente.

– Mira, soy tan culpable como tú. Tengo algo que decir en esto. -No iba a culparle sólo a él. Era una mujer adulta y creía en la responsabilidad, aunque nada de lo que le había sucedido desde que había entrado en la selva había sido normal-. Me tragué todo el asunto de la compañera porque estás… bien… muy bueno. ¿A qué mujer no le gustarías? -Y ella había alcanzado el punto de estar endemoniadamente segura de que nunca iba a experimentar un sexo ardiente-como-el-infierno, inolvidable, del que hace volar las almas con Manolito. Sin duda parecía un hombre que podría… y lo haría… proporcionarlo. Oh, sí, se declaraba culpable, pero ya podría olvidarse de todo eso de que se arrastrara pidiéndole perdón.

Manolito estudiaba la cara de su compañera, al mismo tiempo sondeando gentilmente su cerebro para hacerse una idea de cómo había sido su relación. Obviamente tormentosa. Y su nombre era MaryAnn. MaryAnn Delaney. Estaba confuso con los detalles, por ejemplo cuándo y dónde habían estado juntos por primera vez, pero conocía el sabor adictivo de ella. Sentía una acuciante necesidad de dominar, de oír sus suplicas sin aliento y ver sus ojos nublados de éxtasis.

Había vuelto a confirmar la unión de sus almas con el antiguo ritual porque su mente había insistido en eso. Pero era una mujer que necesitaba una mano dura. Desnudarla, tirarla sobre sus rodillas y darle a ese increíblemente hermoso trasero una lección era algo que tendría el placer de hacer. Y después la tendería y la saborearía, lamiendo cada gota de su crema femenina, memorizando cada deliciosa curva, descubriendo lo que la llevaba a la locura hasta que le suplicara perdón. Y después la llevaría una y otra vez al límite del placer, hasta que supiera realmente quien era su compañero.

Manolito dio un paso hacia ella y algo cruzó su cara, miedo tal vez. No quería que tuviera miedo de él, no de verdad, aunque un poco de saludable miedo podría brindarle algo de cooperación. Confusión seguro. Se detuvo cuando ella retrocedió alejándose de él y miró alrededor como si fuera a echarse a correr.

– Yo nunca haría daño a mi compañera, deberías saberlo. Más bien encontraría un castigo placentero, uno que pudiera asegurarme de que a última instancia gozarías.

MaryAnn frunció el ceño.

– Sea de lo que sea de lo que estás hablando ya puedes olvidarlo. Soy demasiado vieja para ser castigada. Mira, hemos cometido un error. Ambos. Vine aquí con la intención de aconsejar a la hermana de Juliette, y Riordan me dijo que tenías problemas. En realidad nunca nos han presentado. Nunca nos habíamos visto. Te vi en las Montañas de los Cárpatos en la fiesta de Navidad, justo antes de que te atacaran, y unas cuantas veces de lejos, pero nunca hemos sido presentados. No tengo habilidad psíquica. Soy un ser humano normal que aconseja a mujeres necesitadas.

Manolito sacudió la cabeza. ¿Podía ser eso cierto?

– Imposible. No eres una extraña para mí. Eres mi otra mitad. Mi alma reconoce a la tuya. Estamos sellados como uno. Tú me perteneces y yo a ti. -Empujó una mano impaciente a través del largo y sedoso cabello, y después se lo echó atrás para atarlo con una cinta de cuero que llevaba en su bolsillo.

Una risa maníaca se deslizó hasta el interior de su cabeza, haciendo que se diera la vuelta, explorando en toda dirección, su lenguaje corporal cambió a un ademán protector. Saltó la distancia que los separaba poniéndola detrás de él.

– ¿Qué pasa?

– ¿No oíste nada? -Sabía lo que había allí afuera. Los vampiros emergían lentamente de las sombras para mirarle fijamente con ojos despiadados y las fauces boquiabiertas, señalando con sus dedos huesudos y acusadores.

MaryAnn escuchaba pero sólo oía la molesta llamada de las cigarras y otros insectos. Quién sabía lo que decían tan ruidosamente. Sacudió la cabeza, sintiendo que el corazón se rompía por él.

– Cuéntame, Manolito. Pareces tan triste. No deberías estar triste nunca. -Quería que fuera feliz. Que volviera a estar furioso y ardiendo en vez de parecer tan perdido y solo.

Entonces él se dio vuelta, cogiéndola por los antebrazos y acercándola, bajando la mirada a su cara inocente y encontrando su mirada durante un largo e interminable minuto. Levantó una mano hasta su cara. La yema del pulgar se deslizó a lo largo de los pómulos, con pesar grabando en las profundas arrugas de sus ojos y boca.

– Acabo de encontrarte, MaryAnn, pero si tú no oyes la voces, significa que no estoy del todo cuerdo. No recuerdo cosas. No tengo idea de en quien confiar. Pensaba que tú… -Se interrumpió, gimiendo suavemente y cubriéndose la cara con las manos-. Es verdad entonces. Estoy perdiendo la cabeza.

– Soy humana, Manolito, no cárpato. No veo y oigo cosas que tú eres capaz de ver.

Manolito deseaba que fuera cierto, pero la tierra se ondulaba bajo sus pies y ella no veía la cara entre las hojas ni la perturbación del suelo que imitaba a una boca. Se quedó en pie muy quieto un momento antes de alzar la cabeza, mientras la lluvia caía firmemente.

– Debes dejarme. Regresa a donde te sientas más segura. Aléjate de mí. No sé porque creo que me perteneces, pero temo por mi cordura… y por tu seguridad. Vete ya, rápidamente, antes de que pierda mi resolución.

Porque no podía soportar la idea de que estuviera fuera de su vista. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánto la necesitaba. Sus necesidades ya no importaban. Ella tenía que estar a salvo… incluso de él… especialmente de él.

Allí estaba… su libertad. Miró a su alrededor. La selva tropical era oscura y sombría, pero a causa del agua. Estaba por todos lados, formando grandes y pequeñas cascadas, encontrando nuevos caminos y convergiendo en arroyos amplios y precipitados. El agua se derramaba, implacable y constante, agregándose a las cascadas que se vertían de las rocas y el lodo. Estaba tan fuera de su elemento aquí, sin la más mínima idea de qué hacer.

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