Kelley Armstrong - Algo más que magia

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Brujas, hechiceros, vampiros… Descendientes de una antigua raza que lucha por su supervivencia en un mundo hostil.
Cuando a Paige Winterbourne la obligan a renunciar a su cargo de Líder del Aquelarre Norteamericano de Brujas, lo único que quiere hacer es alejarse del mundanal ruido durante una buena temporada y pensar en la posibilidad de formar un aquelarre alternativo con sus seguidoras. Pero, claro está, el destino tiene otros planes para ella.
Un psicópata con poderes sobrehumanos e imparables deseos de venganza anda suelto. Al enterarse de que las víctimas del despiadado asesino son adolescentes, Paige decide involucrarse en la investigación junto con Lucas Cortez, el más joven de la súper poderosa Camarilla Cortez.
Deseosa de proteger a aquellos que ama, Paige se introduce en un mundo de arrogantes hechiceros, nigromantes borrachuzos, dioses druidas con mal genio y turbadores vampiros enfundados en cuero que gustan de celebrar espeluznantes orgías de sangre.

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– Ang-ang-ang.

El sonido estaba ahora tan cerca que supe que la criatura estaba ya delante de nosotras, un poco hacia mi izquierda, donde estaba Eve. El ruido cesó, reemplazado por un husmeo seco.

– No pasa nada, Paige -susurró-. Deja que te husmee, y se irá… -El ruido de un mordisco. Luego un resuello-. ¡Maldito…!

Lanzó un hechizo, algo que no reconocí. Oí entonces un alarido agudo, después un bramido y rápidas pisadas por el barro.

– Será mejor que corras -dijo Eve-. Maldito…

– ¡Ang-ang-ang! -El grito, fuerte ahora, venía de algún lugar a nuestra izquierda, inmediatamente seguido por otro a nuestra derecha.

– ¡Madre mía! -susurró Eve.

Eve anuló el hechizo de inmovilización y caí hacia delante, recuperando la vista justo a tiempo para ver que el suelo se me acercaba. Eve me tomó del brazo y me ayudó a ponerme de pie. Distinguí tres, tal vez cuatro formas humanoides que corrían hacia nosotras antes de que Eve me agarrara de un brazo y echáramos correr.

* * *

Corrimos todo lo deprisa que pudimos, resbalándonos y cayéndonos para ponernos otra vez de pie, por el pantano. Al parecer, no acostumbradas a moverse con rapidez, las criaturas tenían por lo menos tanta dificultad como nosotras. Volvimos sobre nuestros pasos a través del sendero que habíamos cortado cuando veníamos, lo que nos facilitó la huida.

Cuando tomábamos una curva, Eve se resbaló en una zona embarrada. La sujeté antes de que se cayera.

– Detesto huir -musitó mientras retomábamos nuestra carrera-. Lo detesto, lo detesto, lo detesto.

– ¿Quieres que nos detengamos y peleemos?

– En cuanto ganemos suficiente distancia como para lanzar un hechizo. Se están quedando atrás, ¿no es cierto?

– Parece que sí.

– Muy bien, malditas bestias. No puedo creer que me atacaran.

– Mírale el lado bueno -dije mientras tomábamos otra curva-. Por lo menos no pueden matarnos.

La risa de Eve resonó por el pantano.

– Eso es verdad. Estar muerto tiene sus…

El cuerpo de Eve se sacudió repentinamente, como si alguien le tirara de las piernas por abajo. Los labios se le abrieron para proferir un insulto, pero antes de que pudiera salir de ellos ningún sonido, fue absorbida por el pantano.

– ¡Eve! -grité.

Algo me agarró el pie izquierdo. Levanté el pie derecho para golpearlo, pero un tirón tremendo me hizo perder el equilibrio y pareció como si el pantano se elevara para tragarme.

Detenidas

Antes de que me diera tiempo a asustarme, el pantano se esfumó, y me vi tirada en una superficie fría y dura. ¿Otra vez en la planicie rocosa? Miré a mi alrededor, pero una niebla me rodeaba. A diferencia de la neblina fría que habíamos conocido en la estación de paso, ésta era tibia y casi tangiblemente suave. Cuando era niña me tendía en la hierba, mirando las nubes, y preguntándome cómo serían al tacto. La niebla que me rodeaba era exactamente lo que yo había imaginado entonces. De repente una imagen de nubes y arpas y ángeles con trompetas se me vino a la mente. ¿Habría muerto -otra vez- e ido al cielo?

– Ah, mierda -musitó Eve en algún lugar cercano a mí-. Detenidas.

Muy bien, no era el cielo. Mejor así. Una bienaventuranza monótona no era lo que tenía yo en mente para mi eternidad.

A medida que la niebla se levantaba, se contraía también, haciéndose más densa. Durante una fracción de segundo, algo parecido a un rostro apareció en medio de la niebla. Luego, se estrechó hasta convertirse en una cinta pálida que giraba hacia el techo, y desapareció.

– Malditos Exploradores -dijo Eve en voz baja-. Tiene que haber una manera de engañarlos. Tiene que haberla. -Me miró-. No te preocupes. Todo saldrá bien. Tú quédate callada y déjame hablar a mí.

La niebla se había disipado ahora por completo, y miré a mi alrededor. Lo que vi fue tan abrumador que, por un momento, no pude hacer otra cosa que mirar fijamente, sin comprender. La habitación en la que estábamos…, no, no era una habitación, no podría haber una habitación de ese tamaño. Las paredes de mármol blanco azulado parecían extenderse hasta el infinito, y el suelo de mármol oscuro se estiraba para juntarse con ellas del mismo modo que la tierra se une con el cielo en el horizonte. El techo blanco abovedado y las gruesas columnas le daban el aspecto de un templo griego, pero los mosaicos y las pinturas que decoraban las paredes parecían venir de todas las culturas imaginables. Cada friso retrataba una escena de la vida. Todas las partes de la vida, todas las celebraciones, todas las tragedias, todos los momentos mundanos parecían estar pintados en aquellas paredes. Cuando paseé la mirada por la sangrienta escena de una batalla, la pezuña derecha de un caballo que se erguía sobre sus patas se movió, infinitesimalmente. Parpadeé. Se abrió entonces la boca del jinete, tan lentamente que una mirada inadvertida no lo habría captado.

Estaba por decirle algo a Eve cuando el suelo comenzó a girar.

– Se nos ha concedido una audiencia -murmuró Eve-. Ya era hora.

El suelo rotó hasta que nos vimos frente a un espacio abierto tan inconcebiblemente inmenso como el que habíamos visto del otro lado. A través de ese espacio, colgaban del techo enredaderas, miles, decenas de miles de ellas, suspendidas de cada centímetro del espacio. La visión era tan incongruente que volví a parpadear y me acaricié los ojos con el pulgar y el índice. Cuando volví a mirar, vi que no eran enredaderas, sino hebras de hilo, de todos los colores y matices del arco iris, y todas de exactamente la misma longitud.

– ¿Qué diablos…? -empecé a decir.

– Shh -susurró Eve-. Déjame hablar a mí, ¿te acuerdas?

Fue entonces cuando vi a la mujer. Estaba de pie en un estrado, tras una rueca anticuada. No era ni joven ni vieja, ni fea ni hermosa, ni delgada ni gorda, ni baja ni alta, era un perfecto promedio de todo lo femenino, una matrona de mediana edad con la piel color miel y largo cabello oscuro que empezaba a encanecer.

Con la cabeza baja, iba sacando de la rueda un trozo de hilo que parecía tener la misma longitud que los que colgaban alrededor de ella. Entonces, en una transición tan rápida y sin fisuras que parecía un engaño de los ojos, la mujer que parecía tener unos cincuenta años se transformó en una bruja fea, encorvada, de cabello largo tan duro y gris como el alambre, el simple vestido malva transformado en blanco con alguna insinuación pálida de violeta. Sus ojos hundidos brillaban, oscuros y rápidos, como los de un cuervo. Una mano marchita sostenía el trozo de hilo. La otra, curvada en torno a un par de tijeras negras, alcanzaba el hilo y lo cortaba. Un hombre -tan pálido que parecía albino- apareció desde la jungla de hilos colgantes, tomó el nuevo pedazo recién cortado, y desapareció hacia atrás entre las oscuras profundidades de la lana.

Volví a mirar a la vieja bruja, pero en su lugar se hallaba una niña que no tendría más de cinco o seis años, tan pequeña que no podía mirar por encima de la rueca. Como las otras, tenía cabello largo, pero el suyo era de un castaño dorado brillante, y sus ojos eran azules, del color del aciano. El vestido que llevaba era de color púrpura igualmente vivo.

La niña enhebró la rueca, de puntillas para alcanzarla. Cuando la rueca quedó lista, la niña volvió a transformarse en la mujer de mediana edad, que comenzó a hilar la fibra.

Junto a mí, Eve suspiró audiblemente.

– ¿Ves? Ni siquiera las Parcas están por encima del sadismo mezquino: nos tienen aquí sentadas, sufriendo.

La mujer, transformada ahora en la vieja bruja, observó fijamente a Eve con sus ojos penetrantes.

– ¿Mezquino? De ninguna manera. Estamos disfrutando de un raro momento de paz, y no tenemos necesidad de preocuparnos por lo que a ti te pasa.

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