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Kelley Amstrong: Secuestrada

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Kelley Amstrong Secuestrada

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Cuando una bruja joven le cuenta a Elena que un grupo de humanos está secuestrando seres sobrenaturales, Elena ignora la advertencia. Vamos, obviamente todo el mundo sabe que no existe nada parecido a las brujas. Simplemente el pensamiento de otros “sobrenaturales”, bueno, Elena no tenía el menor interés en explayarse demasiado en el asunto. Muy pronto, sin embargo, se ve enfrentada a la verdad de su mundo, cuando es secuestrada y lanzada a un bloque de celdas lleno de brujas, hechiceros, medio-demonios, y otro werewolf. Tal y como Elena pronto descubre, tratar con sus compañeros de cautiverio es el menor de sus problemas. En esa prisión, el verdadero monstruo es el que lleva las llaves…

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– No lo creo -dije-. Pero es una cara bastante ordinaria.

– ¿Y éste? No es tan ordinario.

La siguiente foto era de un hombre en primeros años de la treintena. Llevaba su cabello rojo oscuro atado en una larga cola de caballo, una clase de moda que no usaría nadie por sobre los veinticinco años. Como la mayor parte de los tipos que continuaban con su estilo de peinado del pasado, parecía ser compensado por una frente cuya línea de cabello ya había retrocedido más que la Bahía de Fundy [2]con la marea baja. Su cara era blanda, alguna vez de rasgos casi hermosos que se desvanecieron tan rápido como su pelo.

– Ahora, a él lo reconozco -dije.

– ¿Sí?

– Por supuesto. Vamos. Tendría que vivir en el Tíbet para no reconocerlo. Infiernos, hasta los periodistas en el Tíbet leen Time y Newsweek. Él ha sido cubierto por la prensa, qué, ¿cinco veces en el año pasado? Ty Winsloe. Millonario y un extraordinario adicto a los ordenadores.

– ¿Entonces nunca lo has conocido personalmente?

– ¿Yo? Ya me gustaría. No importa cuantas entrevistas otorgue, un Ty Winsloe exclusivo podría ser un salto enorme en la carrera de una reportera sin nombre como yo.

Ella frunció el ceño, como si yo hubiera contestado la pregunta incorrecta. En vez de decir algo, ella hizo aletear ambas fotografías delante de mí y esperó.

– De acuerdo, me rindo -dije-. ¿Qué tiene que ver esto con las prueba de los werewolves? Por favor, por favor, por favor no me digas que estos tipos son werewolves. ¿Ese es tu juego? ¿Pongo una historia decente en la web, atraigo a algún periodista estúpido aquí, y armo una historia enorme sobre millonarios werewolves?

– Ty Winsloe no es un werewolf, Elena. Si él lo fuera, tú lo sabrías.

– ¿Como…? -Sacudí la cabeza-. Tal vez hay alguna confusión aquí. Como te dije en mi e-mail, esta es mi primera historia de wereolves. Si hay expertos en el campo, es un pensamiento atemorizante, pero no soy uno de ellos.

– Tú no estás aquí para escribir una historia, Elena. Eres una periodista, pero no esa clase.

– Ah -dije-. Entonces, dime ¿Por qué estoy yo aquí?

– Para proteger a tu manada.

Parpadeé. Las palabras se atascaron en mi garganta. Mientras el silencio se extendía durante tres pesados segundos, luché para llenarlo-. ¿Mi… mi qué?

– Tu manada. Los demás. Otros werewolves.

– Ah, entonces yo soy un – forcé una sonrisa amable- un werewolf.

Mi corazón latía con un ruido sordo tan fuerte que yo podía oírlo. Esto nunca me había pasado antes. Había generado sospechas, pero sólo preguntas generales sobre mi comportamiento del estilo, “¿Qué hacías en el bosque después del anochecer?”, nunca algo que me acusaba de ser un werewolf. En el mundo normal, la gente normal no iba por ahí acusando a otra gente de ser werewolf. Hubo una persona, una sola persona de había estado muy cerca, que realmente me vio cambiar de forma, se convenció de que había estado alucinando.

– Elena Antonov Michaels -dijo Paige, -Antonov que es el apellido de soltera de tu madre. Nacida el 22 de septiembre de 1968. Ambos padres muertos en un accidente de coche en 1974. Criada en numerosas familias adoptivas en Ontario. Asistió a la Universidad de Toronto. Abandonó en su tercer año. Volvió varios años más tarde para completar una licenciatura en periodismo. ¿Razón del abandono? Una mordida. De un amante. Clayton Danvers. Sin segundo nombre. Nacido el 15 de enero de 1962-

No oí el resto. La sangre palpitaba en mis oídos. El suelo se balanceó bajo mí. Agarré el borde de la mesa para estabilizarme y luché para mantenerme encima de mis pies. Los labios de Paige se movían. No oía lo que decía. No me importaba.

Algo me lanzó de espaldas hacia atrás, sobre la silla. Había una cadena de presión alrededor mis piernas como si alguien las atara. Me sacudí, pero no podía mantenerme de pie. Miré hacia abajo, y no vi nada que me retuviera.

Paige estaba de pie. Me afirmaba contra la silla. Mis piernas no se desplazaban. El pánico se filtró en mi pecho. La empujé hacia atrás. Esto era una broma. Una simple broma.

– Lo que sea que estés haciendo -dije-. Yo sugeriría que lo detuvieras. Voy a contar hasta tres.

– No trates de amenazar…

– Uno.

– … me, Elena. Puedo hacer…

– Dos.

– … mucho más que afirmar…

– Tres.

– …te a esa silla.

Estrellé ambos puños hasta el final de la mesa y la envié volando por el aire. Cuando la presión en mis piernas desapareció, salté a través del espacio ahora vacío entre nosotras y cerré de golpe a Paige contra la pared. Ella comenzó a decir algo. La agarré por el cuello, deteniendo las palabras en su garganta.

– Bueno, parece que llegué justo a tiempo -dijo una voz detrás de nosotras.

Miré por sobre mi hombro para ver a una mujer caminar hacia el cuarto. Tenía al menos setenta años, pequeña y rechoncha, con pelo blanco, un vestido de flores, y un collar de perlas a juego, y un par de pendientes, la imagen perfecta de una abuela de TV de la década de 1950.

– Soy Ruth, la tía abuela de Paige -dijo ella, con tanta serenidad como si yo estuviera disfrutando del té con su sobrina en vez de estrangularla-. ¿Tratando de manejar los asuntos por tu propia cuenta otra vez, Paige? Ahora mira lo que has hecho. Esas contusiones tardarán semanas en desvanecerse y no trajimos ningún sweater cuello de cisne.

Solté mi apretón alrededor del cuello de Paige y luché para dar una respuesta conveniente. No se me ocurrió nada. ¿Qué podría decir? ¿Exigir una explicación? Demasiado peligroso, implicaba que yo tenía algo que esconder. Mejor era actuar como si la acusación de Paige fuera una locura y yo tuviera que salir corriendo de este infierno. Una vez lejos de la situación, podría calcular mi siguiente movimiento. Lancé a Paige la mirada cautelosa de una persona que está tratando con alguien de cordura limitada y di un paso hacia la puerta.

– Por favor no lo hagas -Ruth puso una mano en mi brazo, firme pero no reteniendo-. Debemos hablar contigo, Elena. Quizás puedo manejarme mejor con esto.

Al oír eso, Paige enrojeció y miró lejos. Solté mi brazo del apretón de Ruth y di otro paso hacia la puerta.

– Por favor no lo hagas, Elena. Puedo retenerte, pero prefiero no recurrir a eso.

Embestí la puerta y agarré la manija con ambas manos. Ruth dijo algo. Mis manos se congelaron. Las quité de la manija, pero no quedaban libres. Traté de girar la manija. Mis dedos no respondían.

– Este es el modo en que el conjuro debería trabajar -dijo Ruth, su voz y cara irradiando la calma de un profesor enseñando a un niño recalcitrante-. No se romperá hasta que yo dé la orden.

Dijo unas palabras. Mis manos quedaron libres, dejándome desequilibrada. Cuando tropecé hacia atrás, Ruth puso una mano para estabilizarme. Me recuperé y me alejé con rapidez.

– Por favor quédate -dijo ella-. Los conjuros para inmovilizar tienen su utilidad, pero no son demasiado civilizados.

– ¿Conjuros inmovilizadores? -dije, flexionando mis manos todavía entumecidas.

– Brujería -dijo Ruth-. Pero estoy segura que ya te habías imaginado eso. Si quieres creerlo es un asunto totalmente distinto. Empecemos por el principio, ¿De acuerdo? Soy Ruth Winterbourne. Esa impetuosa mujer joven detrás de ti es mi sobrina Paige. Tenemos que hablarte.

HOCUS-POCUS [3]

Quise correr. Lanzarme a través de la puerta, abierta, correr y no parar hasta que Ruth y Paige Winterbourne quedaran atrás, no sólo fuera de mi vista, sino fuera de mi cabeza también. Quise correr hasta que mis piernas dolieran y mis pulmones estallaran y no pudiese pensar solamente en nada más que detenerme, incapaz de gastar la energía de un momento intentando entender lo que había pasado. No era la respuesta más madura. Lo reconozco. Pero era el tipo de respuesta en la que soy buena. Correr. Lo había estado haciendo toda mi vida. Incluso cuando no corría, cuando clavaba los talones y encaraba mis miedos, siempre había una parte de mí corriendo tan rápido como podía.

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