Kelley Amstrong - A Golpe De Magia

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A diferencia de las que salen en los cuentos de hadas, las brujas de esta historia no son seres terribles y amenazadores, sino mujeres descendientes de una antigua raza que temen por su supervivencia en un mundo hostil.
Paige Winterbourne es una de ellas: a sus 23 años, no sólo tiene que hacer frente a los problemas de cualquier chica de su edad, sino que ha heredado los poderes de su madre y es una de las líderes del Aquelarre Americano, una asociación encargada de velar por los intereses de las brujas. Además, también tiene la responsabilidad de cuidar de Savannah Levine, una bruja adolescente de 13 años extremadamente inteligente y muy rebelde, fascinada por la magia negra y que está en el punto de mira de las poderosas camarillas de hechiceros, los eternos rivales de las brujas.
Cuando las cosas comienzan a complicarse, la única persona en la que Paige puede confiar es también la única con la que de ningún modo debería relacionarse: el abogado (y hechicero) Lucas Cortez.
Kelley Armstrong consigue en este libro recrear un universo paralelo al mundo corriente, en el que los seres del inframundo, brujas, vampiros, hombres lobo…, tienen las mismas inquietudes y problemas que la gente corriente, aunque, eso sí, ellos pueden resolverlos con un toque de magia…
La Serie de Mujeres de otros mundos es una aventura en un mundo donde lo paranormal no sólo existe si no que esta integrado a nuestro alrededor. Sus vecinos podrían ser hombres lobo, o quizá brujas, o incluso medio-demonios. Usted nunca se da cuenta hasta que algo malo sucede. E incluso entonces, puede usted darse cuenta solo antes de morir.

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Tendida en la cama traté de imaginar las razones de Leah, pero sólo podía pensar en esa mano, envuelta en una toalla en el fregadero. El hedor que despedía invadió toda mi casa. No podía sacarme de la cabeza el recuerdo de haberla tocado, no podía olvidar que seguía estando allí, no podía dejar de preocuparme acerca de cómo deshacerme de ella. Estaba aterrada. Y es posible que, después de todo, eso fuera lo que Leah se proponía.

Puse el despertador a las dos de la madrugada, pero no debería haberme molestado en hacerlo. No pude dormir; sólo me quedé acostada, contando los minutos. Y a la una y media decidí que ya era suficientemente tarde.

Se inicia la segunda fase

Antes de abandonar mi habitación, me cubrí el camisón de seda con un kimono haciendo juego. Por alguna razón, esto me pareció más sensato que vestirme. Del armario de la entrada elegí las viejas botas de goma que mi madre solía usar para sus tareas de jardinería. Las había conservado con la leve esperanza de que alguna vez tendría habilidad para imitarla.

Salí por la puerta de atrás, lanzando a mi paso hechizos perimetrales. Había dejado la mano en el fregadero, así que si alguien me veía cavando, al menos no sabría qué enterraba en ese hoyo. Sí, como si eso sirviera de algo si me descubrían en el bosque después de la medianoche cavando una fosa, vestida con un kimono rojo de seda y botas de goma negras.

Una vez afuera, olí humo. Cuando se me cerró el estómago, maldije el miedo que me produjo. En el primer año de psicología había leído la teoría de que las fobias principales son el resultado de la memoria hereditaria, que nuestros antepasados lejanos tenían buenos motivos para temerles a las serpientes y a las alturas, de modo que la evolución pasó esos miedos a las generaciones futuras. Tal vez eso explique el miedo que las brujas le tienen al fuego. Yo lucho contra él, pero al parecer no logro superarlo del todo.

Luchando contra el instinto, olisqueé el aire en busca de la fuente de ese olor. ¿Era el humo de una chimenea apagada varias horas antes? ¿Brasas todavía encendidas después de haber quemado basura la noche anterior? Mientras trataba de penetrar esa oscuridad con la vista, advertí también un resplandor anaranjado en el este, en el bosque que estaba al otro lado de la cerca trasera de casa. Seguramente se trataba de una reunión de jóvenes. Ahora que mejoraba el tiempo, los adolescentes locales parecían haber encontrado algo mejor que hacer un viernes por la noche que permanecer en el aparcamiento del centro comercial. Fantástico. Ahora la mano tendría que quedarse en mi casa hasta mañana por la noche. No me atrevía a enterrarla con todo aquel posible público cerca.

Cuando me di la vuelta para entrar de nuevo en la casa me llamó la atención el silencio reinante. Un silencio total. ¿Desde cuándo en sus fiestas los adolescentes permanecían sentados y en silencio alrededor de una fogata? Por mi mente desfilaron otras excusas para un fuego encendido por la noche. East Falls era una ciudad demasiado pequeña para albergar una población de personas sin techo. ¿Podría un fósforo o un cigarrillo encendido haber producido un incendio en el sotobosque? ¿Alguien podía estar quemando secretamente material peligroso? Sea cual fuera el origen de ese fuego, era preciso hacer algo al respecto inmediatamente.

Avancé de puntillas sobre el césped y me pregunté si me vería obligada a apagar otro fuego. Dos en una sola noche… ¿Una coincidencia? Por favor, que no sea una segunda Mano de la Gloria. Inspiré profundamente y traté de no prestar atención a la repugnancia que esa idea me producía. Si lo era, por lo menos yo la había visto antes que ninguna otra persona.

Al llegar a la cerca me alegró no haber cometido la estupidez de llamar a los bomberos. Allí, sobre el césped, había un círculo de velas negras alrededor de una tela roja con la cabeza de un macho cabrío bordada en ella. Era un altar satánico.

Con una imprecación, corrí a apagar las velas. Entonces vi que rodeaban un montículo cubierto de sangre. Durante un momento terrible e interminable pensé que se trataba del cuerpo de un chiquillo. Después vi la cabeza y comprendí que se trataba de un gato. Un gato desollado, una masa sin vida, hecha de sangre, músculos y dientes desnudos que parecían dibujar una amenaza sin labios.

Retrocedí ante aquel horror. Algo me abofeteó la cara, algo frío y húmedo. Mientras intentaba quitármelo de encima con desesperación, caí hacia atrás, y mi mano quedó atrapada en un aro pegajoso de goma. Reprimí un grito. Levanté la vista y vi contra qué me había golpeado: otro gato despellejado, éste colgado de un árbol, totalmente despanzurrado y con las vísceras que caían hacia afuera. Y lo que me rodeaba la mano era un trozo de tripa.

Logré liberarme de un golpe a tiempo para llevarme las manos a la boca y reprimir así un alarido. Caí de rodillas, jadeando, con náuseas y sin poder respirar. Tenía las manos cubiertas de sangre. Vomité. Durante varios minutos me quedé agazapada, incapaz de moverme.

– ¿Paige? -El susurro de Savannah flotó hasta mí desde el jardín trasero de mi casa.

– ¡No! -Le grité y me puse de pie de un salto-. ¡Quédate donde estás!

Corrí hacia ella y la sujeté justo cuando doblaba la esquina. Tenía los ojos abiertos de par en par y me di cuenta de que lo había visto todo, pero a pesar de ello la aparté de ese horrible espectáculo.

– Vamos, vuelve a casa -le dije-. Yo, bueno, tengo que limpiar todo eso.

– Te ayudaré.

– ¡No!

Silencio.

– Lo lamento. No quise… -Me di cuenta de que le estaba ensuciando la bata con vómito y sangre y me aparté. -Lo siento. Entra y límpiate. No, aguarda. Pon tu bata en una bolsa. La quemaré…

– Paige…

– Yo… me ducharé -tartamudeé-. Pero deja las luces apagadas. No enciendas ninguna. Ni la radio ni las luces ni nada. Tampoco abras las persianas y…

– ¡Paige! -Gritó Savannah agarrándome de los hombros-. Puedo ayudarte -dijo, pronunciando cada palabra como si a mí me costara entenderla-. Está bien. He visto antes esta clase de cosas.

– No, no es así. Entra y…

– Sí, te aseguro que sí. Maldita sea, Paige…

– No digas eso.

Savannah parpadeó y por un segundo tuve la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.

– Yo sé qué significan esas cosas, Paige. Y también qué es una Mano de la Gloria. ¿Por qué sigues fingiendo que no lo sé?

Cuando se separó de mí, comencé a seguirla, pero una luz se encendió en la casa de al lado y me quedé petrificada. Mi mirada pasó de Savannah, que se alejaba, al resplandor de las velas a mis espaldas. No tenía tiempo de ir tras ella… no ahora. Leah había montado esa escena horripilante por una razón, y yo dudaba mucho de que se hubiera tomado todo ese trabajo nada más que para asustarme. La policía recibiría una llamada anónima: vayan a ver lo que hay detrás de la casa de Paige Winterbourne. Tenía que eliminar todo eso antes de que alguien fuera advertido.

A la izquierda del altar, una columna de humo se elevaba de un promontorio ennegrecido, y llevaba consigo el hedor de carne quemada. Cerré los ojos para recuperar un poco la compostura; después, me acerqué a ese montículo humeante y me agaché para observarlo. A primera vista no supe de qué se trataba. Tuve ganas de alejarme enseguida de allí, de buscar una pala y enterrar todo sin siquiera saberlo. Pero tenía que averiguarlo. De lo contrario, permanecería despierta toda la noche preguntándome qué se había quemado.

Tomé un palo y lo hundí en el montículo. Enseguida se desarmó y quedó a la vista una caja torácica. Oprimí una mano con fuerza sobre mis ojos y respiré hondo. El sabor de ese humo me llenó la boca y volví a vomitar lo que me quedaba en el estómago.

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