– Dime -continuó mientras cogía la autopista-, ¿por qué una veinteañera ingenua se llevó unas cerillas de un bar de striptease y se las metió por el culo a su animal de peluche preferido?
Por eso había mostrado tanto interés en el Snoopy de peluche de la cama de Abby. La muchacha había escondido las cerillas allí.
– Buena pregunta -respondió ella, levantando la tapa: todas las cerillas seguían intactas.
– Te recogeré a las diez y media.
Cuando Tessa abrió la puerta de la calle, Sara estaba tumbada en el sofá con un paño húmedo en la cara.
– ¿Sara? -gritó Tessa-. ¿Estás en casa?
– Aquí -contestó Sara desde debajo del paño.
– Vaya -exclamó Tessa. Sara adivinó su presencia cerca del extremo del sofá-. ¿Y ahora qué ha hecho Jeffrey?
– ¿Por qué le echas la culpa a Jeffrey?
Antes de responder, Tessa apagó el reproductor de CD en medio de una canción.
– Tú sólo escuchas a Dolly Parton cuando estás enfadada con él.
Sara se deslizó el paño hacia la frente para ver a su hermana. Tessa estaba leyendo la carátula del CD.
– Es una recopilación de antiguos éxitos.
– ¿Te has saltado la sexta canción? -preguntó Tessa mientras dejaba la caja encima de las que había apilado Sara cuando buscaba algo para escuchar-. Dios mío, se te ve fatal.
– Me siento fatal -reconoció Sara.
Presenciar la autopsia de Abigail Bennett había sido una de las experiencias más difíciles que había vivido Sara desde hacía mucho tiempo. La muchacha no había tenido una muerte dulce. Sus órganos se habían ido apagando uno por uno, hasta que sólo quedó el cerebro. Abby se había dado cuenta de lo que sucedía, había sentido su muerte segundo a segundo, hasta el doloroso final.
Sara se había angustiado tanto que incluso había llamado a Jeffrey por el móvil. En lugar de dejarla desahogarse, Jeffrey la había interrogado acerca de la autopsia. Y tenía tanta prisa por colgar que ni siquiera le había dicho adiós.
– Esto ya está mejor -dijo Tessa cuando oyó el suave susurro de Steely Dan por los altavoces.
Sara miró por las ventanas, sorprendida de que ya se hubiera puesto el sol.
– ¿Qué hora es?
– Casi las siete -contestó su hermana, bajando el volumen del equipo de música-. Mamá os envía algo.
Al incorporarse, Sara suspiró y dejó caer el trapo. Vio una bolsa de papel marrón a los pies de Tessa.
– ¿Qué es?
– Carne asada y pastel de chocolate.
Sara oyó rugir su estómago y sintió hambre por primera vez aquel día. Como obedeciendo a una señal, aparecieron los dos perros. Sara había rescatado a los galgos varios años antes y, a cambio del favor, amenazaban con comerse hasta la casa.
– ¡Fuera! -ordenó Tessa a Bob, el más alto de los dos, cuando olisqueó la bolsa. A continuación le tocó a Billy, pero ella lo ahuyentó al tiempo que le preguntaba a Sara-: ¿Es que nunca les das de comer?
– A veces.
Tessa cogió la bolsa y la puso en la encimera de la cocina, al lado de la botella de vino que había abierto Sara nada más llegar a casa. Sin molestarse siquiera en cambiarse, Sara se había servido el vino, había bebido un buen trago y había mojado un trapo antes de caer desplomada en el sofá.
– ¿Te ha traído papá? -preguntó Sara, extrañada al darse cuenta de que no había oído un coche.
Tessa no podía conducir mientras tomaba su medicación contra los ataques, norma que parecía destinada a ser infringida.
– He venido en bicicleta -contestó, mirando la botella de vino mientras Sara se servía otra copa-. Mataría por un poco de eso.
Sara abrió la boca y volvió a cerrarla. Tessa no podía beber alcohol por su tratamiento, pero al fin y al cabo era una mujer adulta, y ella no era su madre.
– Ya lo sé -dijo Tessa, interpretando la expresión de Sara-. Pero eso no quita que no pueda desear algo, ¿no? -Abrió el bolso y sacó una pila de cartas-. Te traigo esto. ¿Es que no abres nunca tu buzón? Tenías miles de catálogos.
Sara vio una mancha marrón en uno de los sobres y lo olfateó con recelo. Con alivio, advirtió que era el jugo de la carne.
– Lo siento -se disculpó Tessa. Sacó un plato de papel tapado con papel de aluminio y se lo dio a Sara-. Supongo que se ha derramado un poco.
– ¡Ah, qué bueno! -Sara casi gimió cuando retiró el papel de aluminio. Cathy Linton hacía un pastel de chocolate de ensueño, con una receta que se remontaba a tres generaciones de Earnshaws atrás-. Esto es demasiado -dijo Sara, comprobando que había más que suficiente para dos personas.
– Toma -dijo Tessa, sacando otras dos fiambreras del bolso-. Se supone que tienes que compartirlo con Jeffrey.
– Ah. -Sara cogió un tenedor del cajón antes de sentarse en el taburete junto a la isla de la cocina.
– ¿No te vas a comer la carne? -preguntó Tessa.
Sara se llevó un trozo de pastel a la boca y lo acompañó de un sorbo de vino.
– Mamá siempre decía que cuando pudiera pagarme un techo podría cenar lo que quisiera.
– Ojalá pudiera pagarme yo mi propio techo -dijo Tessa entre dientes, y cogió un poco de chocolate del plato de Sara con el dedo-. Estoy harta de no hacer nada.
– Sigues trabajando.
– Sí, ya, soy la pinche de papá.
Sara comió otro trozo de tarta.
– La depresión es uno de los efectos secundarios de tu medicación.
– Permíteme añadir eso a la lista.
– ¿Tienes más problemas?
Tessa se encogió de hombros y retiró las migas de la encimera con las manos.
– Echo de menos a Devon -contestó, refiriéndose a su ex, el padre de su hijo muerto-. Echo de menos tener a un hombre a mi lado.
Sara picoteó el pastel, lamentando por enésima vez no haber matado a Devon Lockwood cuando tuvo ocasión.
– En fin -dijo Tessa, cambiando repentinamente de tema-. Cuéntame qué ha hecho Jeffrey esta vez.
Sara gimió y volvió a concentrarse en su pastel.
– Cuéntamelo.
Al cabo de unos segundos, Sara cedió.
– Es posible que tenga hepatitis.
– ¿Cuál?
– Buena pregunta.
Tessa frunció el entrecejo.
– ¿Tiene algún síntoma?
– ¿Aparte de estupidez profunda y negación aguda? -preguntó Sara-. No.
– ¿Y cómo pudo haberla cogido?
– ¿Y tú qué crees?
– Ah, ya. -Tessa acercó un taburete a Sara y se sentó-. Pero eso sucedió hace mucho tiempo, ¿no?
– ¿Y eso qué importa? -dijo, y enseguida rectificó-: Bueno, sí que importa. Es de antes. De esa única vez.
Tessa apretó los labios. Nunca había escondido su convicción de que Jeffrey se había acostado con Jolene más de una vez. Sara pensó que iba a repetir su teoría, pero en lugar de eso Tessa preguntó:
– ¿Y qué estáis haciendo al respecto?
– Discutir -reconoció Sara-. Es que no puedo parar de pensar en ella. En lo que él hizo con ella. -Cogió otro trozo de pastel y, tras masticar despacio, se obligó a tragar-. Él no sólo… -Sara buscó una palabra que resumiera su indignación-. No sólo se la folló. La cortejó. La llamaba por teléfono. Se reía con ella. A lo mejor le envió flores.
Se quedó mirando el chocolate en el borde del plato. ¿Le habría untado los muslos de chocolate para lamerlo después?
¿Cuántos momentos íntimos habían compartido antes de ese último día? ¿Cuántos hubo después?
Todo lo que Jeffrey había hecho para que Sara se sintiera especial, para que pensara que él era el hombre con quien deseaba compartir el resto de su vida, había sido una táctica empleada sin más con otra mujer. Incluso cabía la posibilidad de que la hubiera empleado con más de otra mujer. Jeffrey tenía un historial sexual que daría que pensar a Hugh Hefner. ¿Cómo podía ser que un hombre tan atento fuera a la vez el cabrón que la había hecho sentirse como un perro apaleado? ¿Acaso era una nueva estrategia que Jeffrey se había inventado para recuperarla? ¿Y la emplearía con otra en cuanto ella hubiera picado?
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