Karin Slaughter - Perseguidas

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Hay muchas formas de morir, pero unas son más aterradoras que otras… Un paseo por el bosque se convierte en algo siniestro para el jefe de policía Jeffrey Tolliver y la forense Sara Linton, cuando topan con el cuerpo de una joven. Las evidencias iniciales sugieren que ha sido asustada literalmente hasta la muerte. Pero cuando Sara comienza a hacer la autopsia, algo todavía más horripilante sale a la luz… Algo que incluso conmociona a Sara. La detective Lena Adams es llamada durante sus vacaciones para resolver el caso, y la pista pronto conduce al condado vecino, una comunidad aislada, y a un terrible secreto.
Aunque la policia lo ignora, no es la primera vez que ocurre, y quizá tampoco sea la última. Aquella desdichada joven, sepultada en vida no es sólo la víctima de un crimen atroz. Para su asesino es fruto de cumplir con su obligación. Abby Bennett merecía terminar así, y también las otras, perseguidas y condenadas a pagar el precio de sus actos.

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– Gracias -agradeció Jeffrey, quitándose la americana.

La pared de la sala de espera que daba al este era de ladrillos de cristal y hasta en las mañanas más frías de invierno uno tenía la sensación de estar en una sauna cuando salía el sol.

– ¡Qué calor hace aquí dentro! -se quejó la mujer, reanudando sus paseos.-Desde luego.

Jeffrey esperó a que dijera algo más, pero ella estaba absorta en su hijo, intentando hacerle callar. Jeffrey no entendía cómo era posible que las madres con niños en coma no entrasen en coma. En momentos así, se explicaba por qué su propia madre llevaba una petaca en el bolso.

Se apoyó en la pared y miró los juguetes apilados ordenadamente en una esquina. Había al menos tres carteles en la sala con la advertencia: SE PROHIBE EL USO DE MÓVILES. A juicio de Sara, si un niño estaba tan enfermo como para ir al médico, los padres debían prestarle atención y no ponerse a parlotear por teléfono. Jeffrey sonrió, acordándose de la primera y única vez que Sara había llevado un móvil en su coche. Sin querer, había pulsado repetidas veces la tecla de marcado rápido asignada al número de Jeffrey, y él, cada vez que cogía el teléfono, la oía cantar al son de la música que emitía la radio durante varios minutos. Hasta la tercera llamada, Jeffrey no se dio cuenta de que lo que oía era a Sara cantando a coro con Boy George, y no una loca que zurraba a un gato.

Sara abrió la puerta contigua al despacho y se acercó a la madre. No advirtió la presencia de Jeffrey, y él, sin decir nada, la observó. Normalmente ella se recogía el pelo en una cola para trabajar, pero esa mañana lo llevaba suelto y le caía sobre los hombros. Vestía una blusa blanca y una falda con vuelo negra que le llegaba justo por debajo de la rodilla. Aunque los zapatos no eran de tacón muy alto, torneaban sus pantorrillas de tal modo que Jeffrey no pudo reprimir una sonrisa. Vestida así, cualquier otra mujer habría parecido camarera de una brasería del centro, pero a Sara, alta y esbelta, la favorecía.

– Sigue quejándose -dijo la madre, cambiando el niño de posición.

Sara acarició la mejilla del niño para tranquilizarlo. El niño calló como por ensalmo, y a Jeffrey se le hizo un nudo en la garganta. A Sara se le daban muy bien los niños. Ella no podía tener hijos, pero ése era un tema del que apenas hablaban. Sencillamente había cosas que eran demasiado dolorosas.

Jeffrey se quedó mirándola mientras Sara dedicaba unos instantes más al niño, tocándole el fino pelo por encima de la oreja con una sonrisa de evidente placer en los labios. Parecía un momento íntimo, y Jeffrey, invadido de pronto por la extraña sensación de ser un intruso, se aclaró la garganta.

Sara se volvió, y como no esperaba verlo allí, casi se sobresaltó.

– Enseguida estoy contigo -dijo a Jeffrey. Dirigiéndose otra vez a la madre, le entregó una bolsa blanca y, muy seria, le explicó-: Estas muestras deberían bastar para una semana. Si el jueves no se advierte una clara mejoría, llámeme.

– Gracias, doctora Linton -dijo la joven madre-. No sé cómo voy a pagarle por…

– Lo importante es que el niño mejore -interrumpió Sara-. Y usted debe dormir un poco. No le hace ningún bien estar siempre agotada.

La madre recibió la advertencia con un leve gesto de asentimiento y Jeffrey, pese a que no la conocía, supo que el consejo caía en saco roto.

Obviamente Sara también lo sabía.

– Al menos inténtelo, ¿de acuerdo? Acabará enferma.

La mujer vaciló y luego asintió.

– Lo intentaré.

Sara se miró la mano, y Jeffrey tuvo la impresión de que no se había dado cuenta de que sostenía el pie del niño. Le frotó el tobillo con el pulgar y volvió a esbozar la misma sonrisa íntima de antes.

– Gracias -dijo la madre-. Gracias por venir a la consulta tan temprano.

– No tiene importancia. -Sara nunca había sido amiga de alabanzas y agradecimientos. Los acompañó hasta la puerta y, sosteniéndola, repitió-: Llámeme si no mejora.

– Sí, doctora.

Sara cerró la puerta cuando salieron y, sin mirar a Jeffrey, atravesó el vestíbulo despacio. Él abrió la boca para hablar, pero ella se le adelantó.

– ¿Alguna novedad acerca de la chica no identificada? -preguntó.

– No -contestó él-. Puede que nos llegue algo cuando la Costa Oeste inicie la jornada laboral.

– No creo que se escapase de su casa.

– Yo tampoco.

Los dos se quedaron callados un momento. Jeffrey no sabía qué decir.

Como siempre, fue Sara quien rompió el silencio.

– Me alegro de que hayas venido -dijo, volviendo a las salas de reconocimiento. Él la siguió, pensando que aquello era buena señal, hasta que ella añadió-: Quiero extraerte sangre para un análisis hepático.

– Eso ya lo hizo Hare.

– Ya, bueno -dijo ella sin más explicaciones.

No le sostuvo la puerta, y Jeffrey la paró antes de que le diera en la cara. Por desgracia, lo hizo con la mano izquierda y recibió el golpe de pleno en la herida abierta. Fue como si le clavaran un cuchillo.

– Joder, Sara -dijo entre dientes.

– Lo siento.

Su disculpa parecía sincera, pero en sus ojos asomó un atisbo de venganza. Le cogió la mano y él la retiró instintivamente. Pero ante la mirada de irritación de ella, le dejó ver la venda.

– ¿Desde cuándo sangra? -preguntó ella.

– No sangra -negó él, sabiendo que si le decía la verdad casi con toda seguridad le haría algo realmente doloroso.

Aun así, la siguió por el pasillo hacia el mostrador de las enfermeras como un cordero camino del matadero.

– No has comprado el antibiótico, ¿verdad? -Se inclinó sobre el mostrador y, tras rebuscar en el cajón, sacó un puñado de sobres de colores llamativos-. Tómate esto.

Jeffrey miró los sobres de muestras rosadas y verdes, con animales de granja impresos en el papel de aluminio.

– ¿Qué son?

– Antibióticos.

– ¿No son para niños?

Por su mirada, Sara le dio a entender que no iba a caer en el chiste fácil.

– Es la mitad de la dosis de adultos con los personajes de una película infantil y un precio más alto. Toma dos por la mañana y otros dos por la noche.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Hasta que yo diga que lo dejes -ordenó-. Ven aquí.

Jeffrey, sintiéndose como un niño, la siguió a la sala de reconocimiento. Cuando él era pequeño, su madre trabajaba en la cafetería del hospital, así que Jeffrey no se vio en la necesidad de ir a la consulta del pediatra cada vez que tenía un problema de salud. Cal Rodgers, el médico de urgencias, se ocupaba de él y, según sospechaba Jeffrey, también se ocupaba de su madre. La primera vez que oyó reír a su madre fue cuando Rodgers contó un chiste sin la menor gracia acerca de un parapléjico y una monja.

– Siéntate -ordenó Sara, sujetándolo por el hombro como si necesitara ayuda para subirse a la mesa de exploración.

– Puedo yo solo -dijo Jeffrey, pero ella ya le estaba quitando la venda de la mano.

Tenía la herida abierta como una boca húmeda, y Jeffrey sintió un dolor palpitante que le recorría el brazo.

– Se te ha abierto -lo reprendió ella, sosteniendo una pequeña palangana metálica debajo de la mano mientras le limpiaba la herida.

Jeffrey procuró no reaccionar ante el dolor, pero la verdad es que vio las estrellas. Nunca había entendido por qué una herida dolía más al curarla que en el momento de producirse. Apenas se acordaba de cuando se había cortado la mano en el bosque, pero ahora, cada vez que movía los dedos, sentía como si se le clavaran agujas en la piel.

– ¿Qué has hecho? -preguntó ella en tono de desaprobación.

En lugar de contestar, pensó en la sonrisa de Sara al niño. La había visto de muchos humores distintos, pero esa sonrisa en concreto era nueva para él.

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