Karin Slaughter - Perseguidas

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Hay muchas formas de morir, pero unas son más aterradoras que otras… Un paseo por el bosque se convierte en algo siniestro para el jefe de policía Jeffrey Tolliver y la forense Sara Linton, cuando topan con el cuerpo de una joven. Las evidencias iniciales sugieren que ha sido asustada literalmente hasta la muerte. Pero cuando Sara comienza a hacer la autopsia, algo todavía más horripilante sale a la luz… Algo que incluso conmociona a Sara. La detective Lena Adams es llamada durante sus vacaciones para resolver el caso, y la pista pronto conduce al condado vecino, una comunidad aislada, y a un terrible secreto.
Aunque la policia lo ignora, no es la primera vez que ocurre, y quizá tampoco sea la última. Aquella desdichada joven, sepultada en vida no es sólo la víctima de un crimen atroz. Para su asesino es fruto de cumplir con su obligación. Abby Bennett merecía terminar así, y también las otras, perseguidas y condenadas a pagar el precio de sus actos.

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A continuación, Sara examinó los ojos, y observó los dispersos vasos sanguíneos rotos. Tenía los labios amoratados y la lengua, que asomaba un poco entre los labios, presentaba un intenso color morado.

– No suele aparecer petequia en esta clase de asfixia -observó.

– ¿Crees que puede haber muerto por otra causa? -le preguntó Jeffrey.

– No lo sé -contestó Sara con sinceridad. Perforó el centro del ojo con una aguja hipodérmica de calibre dieciocho y extrajo humor vitreo del globo ocular. Carlos llenó de solución salina otra jeringa y Sara la inyectó para sustituir el líquido que había extraído y evitar así que se hundiera el ojo.

Cuando Sara acabó el reconocimiento externo del cadáver, les preguntó:

– ¿Listos?

Jeffrey y Lena asintieron. Sara pisó el pedal bajo la mesa para encender el magnetófono y grabó en la cinta:

– El caso del juez de instrucción número ocho cuatro siete dos es el cadáver sin embalsamar de una mujer blanca, de pelo y ojos castaños, no identificada. Edad desconocida, aunque podría tener entre dieciocho y veinte años. Peso: cincuenta kilos; estatura: un metro sesenta. La piel está fría al tacto, como corresponde a la permanencia bajo tierra durante un período de tiempo sin especificar. -Apagó la grabadora y dijo a Carlos-: Necesitamos las temperaturas de las últimas dos semanas.

Carlos lo anotó en la pizarra mientras Jeffrey preguntaba:

– ¿Crees que ha pasado allí más de una semana?

– El lunes estuvimos a bajo cero -le recordó ella-. No había mucha orina en el frasco, pero cabe la posibilidad de que la muchacha limitara la ingestión de líquido por temor a que se le acabara. Es probable que se deshidratara por el miedo. -Tras dar unos golpecitos a la grabadora, cogió un bisturí y dijo-: Se inicia el reconocimiento interno con una incisión en forma de Y.

La primera vez que practicó una autopsia le tembló la mano. Como médico, le habían enseñado a proceder con delicadeza. Como cirujana, le habían enseñado que cada corte que realizaba en un cuerpo debía ser medido y controlado; cada movimiento de la mano tenía el fin de curar, no de lastimar. Las primeras incisiones realizadas en una autopsia -en las que se rajaba el cuerpo como si fuera un pedazo de carne cruda- iban en contra de todo lo que había aprendido.

Hundió el bisturí en el lado derecho, a la altura del acromion. Desde ahí realizó un corte hacia el punto medio entre los pechos, deslizando la punta de la hoja sobre las costillas hasta detenerse en el apéndice xifoides. Repitió la operación en el lado izquierdo. Luego, mientras trazaba una línea hasta el pubis, rodeando el ombligo, la piel se replegó al paso del bisturí y asomó la grasa abdominal amarilla bajo la presión de la hoja.

Carlos dio a Sara una tijera y, mientras ella la empleaba para cortar el peritoneo, Lena ahogó un grito y se llevó una mano a la boca.

– ¿Qué te…? -preguntó Sara cuando Lena, sin poder reprimir las arcadas, salía a toda prisa de la sala.

En el depósito de cadáveres no había lavabo, y Sara supuso que Lena intentaría ir al del hospital en el piso de arriba. Por el ruido de las arcadas que reverberó en el hueco de la escalera, supo que Lena no había llegado a tiempo. Tosió varias veces y se oyó el claro sonido de las salpicaduras.

Carlos rezongó entre dientes y fue a buscar un cubo y una fregona.

Jeffrey tenía una expresión de desagrado. Nunca se le había dado bien estar cerca de enfermos.

– ¿Crees que está muy mal?

Sara bajó la mirada hacia el cadáver, aún preguntándose por qué Lena se había puesto en semejante estado. La inspectora ya había asistido a autopsias y nunca había reaccionado mal. En realidad, ni siquiera había iniciado aún la disección del cadáver; sólo quedaban a la vista parte de las visceras abdominales.

– Es el olor -señaló Carlos.

– ¿Qué olor? -inquirió Sara, pensando que tal vez había perforado un intestino.

Carlos frunció el entrecejo.

– Como en las ferias.

La puerta se abrió y Lena, avergonzada, volvió a la habitación.

– Lo siento -se disculpó-, no sé qué… -Se detuvo a un par de metros de la mesa, llevándose la mano a la boca como si fuera a vomitar otra vez-. Dios mío, ¿qué es eso?

Jeffrey se encogió de hombros.

– Yo no huelo nada.

– ¿Carlos? -preguntó Sara.

– Es… es como un olor a quemado.

– No -disintió Lena, retrocediendo-. Es como a leche agria. Es como si te doliera la mandíbula al olerlo.

Sara sintió que se le disparaba una alarma en la cabeza.

– ¿Es un olor amargo? -preguntó-. ¿Algo así como almendras amargas?

– Supongo -coincidió Lena, manteniéndose todavía a distancia.

Carlos asentía también, y Sara sintió que un sudor frío le recorría el cuerpo.

– Cielo santo -exclamó Jeffrey, apartándose del cadáver.

– Tendremos que acabar con esto en el laboratorio estatal -dijo Sara, tapando el cadáver con una sábana-. Aquí ni siquiera tengo una máscara antigás.

– En Macon hay una cámara de aislamiento -le recordó Jeffrey-. Puedo llamar a Nick y ver si podemos usarla.

Sara se quitó los guantes.

– Estaría más cerca que el laboratorio estatal, pero sólo me dejarían mirar.

– ¿Eso supone algún problema para ti?

– No -contestó Sara, y se sacó la mascarilla quirúrgica, reprimiendo un estremecimiento al pensar en lo que habría podido suceder.

Sin pedírselo, Carlos se acercó con la bolsa de cadáveres.

– Ten cuidado -advirtió Sara, y le dio una mascarilla-. Hemos tenido mucha suerte -les dijo al tiempo que ayudaba a Carlos a meter el cadáver en la bolsa-. Sólo alrededor de un cuarenta por ciento de las personas puede detectar el olor.

– Menos mal que has venido -dijo Jeffrey a Lena.

Lena miró alternativamente a Sara y a Jeffrey.

– ¿De qué habláis?

– Cianuro. -Sara cerró la cremallera de la bolsa-. Eso es lo que has olido. -Al ver que Lena seguía sin entender, Sara añadió-: La envenenaron.

LUNES

Capítulo 4

Jeffrey abrió tanto la boca al bostezar que le crujió la mandíbula. Se retrepó en la silla y se quedó mirando la sala de revista por la mampara de vidrio de su despacho, simulando que estaba concentrado. Brad Stephens, el patrullero más joven del cuerpo del condado de Grant, le dirigió una sonrisa de bobo.

Jeffrey movió la cabeza en un gesto de asentimiento, lo que le provocó una punzada de dolor en el cuello. Tenía la sensación de haber dormido sobre un bloque de hormigón, cosa que no era de extrañar, ya que la noche anterior entre él y el suelo sólo había mediado un saco de dormir tan viejo y húmedo que la organización benéfica Buena Voluntad había declinado amablemente su donación. Sin embargo, sí había aceptado su colchón, un sofá que había conocido tiempos mejores y tres cajas de artículos de cocina por los que Jeffrey se había peleado con Sara durante los trámites de divorcio. Como no había abierto las cajas en los cinco años desde la firma de los papeles, pensó que sería suicida volver a llevarlas ahora a la casa de ella.

Al vaciar su casa en las últimas semanas, le sorprendió las escasas pertenencias que había acumulado durante su etapa de soltero. La noche anterior, en lugar de contar ovejas, había repasado mentalmente sus adquisiciones. A excepción de diez cajas de libros, unas bonitas sábanas -regalo de una mujer que rogaba a Dios que Sara no conociera nunca-, y unos cuantos trajes que se había comprado durante esos años, Jeffrey no tenía nada nuevo del tiempo en que habían vivido separados. La bicicleta, el cortacésped, las herramientas -salvo un taladro inalámbrico que había comprado para sustituir el viejo, que se le cayó en un cubo de pintura de veinte litros-, todo eso se lo había llevado el día que abandonó la casa de Sara. Y ahora los pocos objetos de valor que tenía estaban otra vez allí.

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