Karin Slaughter - El número de la traición

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En la sala de urgencias del hospital más ajetreado de Atlanta, la doctora Sara Linton se ocupa de los pobres, de los heridos y de los desafortunados. De esta manera se refugia de la tragedia que hizo tambalear su vida hace unos años. Es entonces cuando una mujer muy malherida entra en el hospital y Sara se ve trasladada de nuevo a un mundo de horror y violencia. La mujer, desnuda y con evidentes signos de haber sido torturada, ha sido atropellada, pero está claro que antes había sido la presa de una mente retorcida.
En las afueras de Atlanta, donde encuentran a la paciente de Sara, la policía local ha empezado sus pesquisas, pero el detective Will Trent, de la Oficina estatal de Investigación de Georgia, no espera a que su jefa le dé la autorización necesaria para inmiscuirse en el caso: se lanza a través del cordón policial y directo al frondoso bosque y consigue encontrar una casa de los horrores escondida bajo tierra y un nuevo cadáver… la terrible realidad es que la paciente de Sara tan solo es una de las múltiples víctimas de un asesino cruel y sádico.
Will y su compañera Faith Mitchell, otra detective quien a su vez tiene sus propios secretos, consiguen hacerse con el caso, aunque para ello hayan de pelearse con el jefe local de policía y justo entonces otra mujer -inteligente, atractiva, bien situada y madre de un niño pequeño- es secuestrada. Will y Faith se encuentran en el ojo de un huracán para dar caza y captura a un asesino. Y, de hecho, ellos son lo único que hay entre un loco y su próxima víctima.

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Mary estaba casada con un policía, cosa que no era de extrañar teniendo en cuenta que llevaba casi veinte años en el servicio de urgencias del Grady. Pero aunque no fuese así, existe una ley no escrita según la cual, en cualquier hospital del mundo, los agentes de la ley reciben siempre la mejor atención y de forma inmediata. Por lo visto Otto Krakauer no conocía dicha ley.

Sara no tuvo más remedio que ceder.

– ¿Cuánto tiempo ha estado inconsciente?

– Según ella, un minuto -respondió Mary meneando la cabeza; sabía que, en lo referente a su propia salud, el testimonio de los pacientes solía ser poco fiable-. Parece bastante desorientada.

Esta última frase fue la que hizo que Sara se levantara de la silla. El del Grady era el único servicio de urgencias de Nivel 1 de toda la región, además de uno de los pocos hospitales públicos que quedaban en Georgia. Las enfermeras atendían a diario a víctimas de accidentes de tráfico, tiroteos, apuñalamientos, sobredosis y toda clase de tragedias. Tenían una especie de sexto sentido para detectar a simple vista los casos más graves. Y, desde luego, un policía no ingresaba en un hospital a menos que estuviera a las puertas de la muerte.

Sara hojeó la historia de la mujer mientras atravesaba el servicio de urgencias. Otto Krakauer se había limitado a recopilar los datos para el historial y a pedir los análisis de sangre de rutina, pero aquello no le permitía aventurar ningún diagnóstico. Por lo demás, Faith Mitchell era una mujer de treinta y tres años perfectamente sana, sin enfermedades ni traumatismos previos al ingreso. Con un poco de suerte, los resultados de los análisis le darían más pistas.

Sara se tropezó con una cama en el pasillo y murmuró una disculpa. Como siempre, estaban al completo y había pacientes por los pasillos, unos en camas, otros en sillas de ruedas, pero todos con peor aspecto del que seguramente tenían cuando llegaron. Probablemente la mayoría no podían permitirse perder el sueldo de un día y habían venido al hospital al terminar su jornada laboral. Algunos la llamaron al ver su bata blanca, pero Sara los ignoró y siguió estudiando la historia.

– Enseguida la alcanzo. Está en la tres -dijo Mary, antes de dejarse arrastrar por una anciana que esperaba en una camilla.

Sara dio unos golpes en la puerta abierta de la consulta número tres; otro privilegio más de los policías: la privacidad. Una mujer rubia y muy menuda estaba sentada en el borde de la cama, completamente vestida y visiblemente enfadada. Mary era muy buena en su trabajo, pero hasta un ciego se habría dado cuenta de que Faith Mitchell no se encontraba nada bien. Estaba tan pálida como las sábanas de la cama, y aun a esa distancia su piel parecía fría y húmeda.

El hombre que la acompañaba no ayudaba mucho, paseando de un lado a otro de la habitación. Era atractivo, con el cabello dorado cortado al uno, y debía de medir más de metro ochenta. Tenía una cicatriz en la mandíbula, seguramente recuerdo de algún accidente de infancia, con la bicicleta o jugando al béisbol. Era delgado y fibroso, probablemente practicaba el atletismo y su terno delataba el torso musculoso de quien pasa muchas horas en el gimnasio.

El hombre se detuvo y miró alternativamente a Sara y a su compañera.

– ¿Y el otro médico?

– Ha tenido que atender una urgencia -dijo Sara, dirigiéndose hacia el lavabo para lavarse las manos-. Soy la doctora Linton. ¿Le importaría ponerme brevemente al corriente? ¿Qué le ha pasado?

– Se desmayó -dijo el hombre, jugando nervioso con la alianza. Debió de pensar que parecía histérico, así que moderó un poco el tono-. No le había pasado nunca.

El nerviosismo de su compañero exasperaba aún más a Faith Mitchell.

– Estoy bien -insistió. Y dirigiéndose a Sara-: Ya se lo he dicho al otro médico. Estoy destemplada, como si hubiera pillado un catarro. Eso es todo.

Sara le cogió la muñeca para tomarle el pulso.

– ¿Qué tal se encuentra ahora?

Faith miró a su acompañante.

– De los nervios.

Sara sonrió. Observó los ojos de Faith con la linterna, luego la garganta y realizó todo el examen físico de rutina, pero no encontró ninguna anomalía. Estaba de acuerdo con la evaluación preliminar de Krakauer: lo más probable era que estuviera un poco deshidratada. El corazón sonaba bien y no parecía haber sufrido ningún tipo de crisis.

– ¿Se golpeó la cabeza al caer?

Faith iba a responder cuando el hombre la interrumpió.

– Fue en el aparcamiento. Se dio un golpe contra el asfalto.

Sara preguntó a Faith.

– ¿Ha tenido algún otro síntoma?

– Alguna que otra jaqueca. -Parecía estar ocultando algo, pese a que a continuación añadió-: La verdad es que llevo todo el día prácticamente en ayunas. Esta mañana me he levantado con el estómago un poco revuelto. Y ayer también.

Sara abrió uno de los cajones para coger un martillo y comprobar sus reflejos, pero no vio nada anormal.

– ¿Ha ganado o perdido peso últimamente?

– No -dijo Faith.

– Sí -respondió él al mismo tiempo. Con aire compungido, intentó arreglarlo-. A mí me parece que te sienta muy bien.

Faith aspiró hondo y luego exhaló lentamente el aire. Sara estudió al hombre de nuevo, y pensó que debía de ser economista o abogado. Tenía la cabeza vuelta hacia la paciente, y Sara detectó una segunda cicatriz, menos marcada, que bordeaba su labio superior y que obviamente no se trataba de una incisión quirúrgica. No se la habían cosido con demasiado cuidado, y el extremo que ascendía hasta la nariz tenía un aspecto algo irregular. Probablemente fue boxeador en la universidad, o quizá simplemente se había golpeado la cabeza muchas veces, porque era obvio que no sabía que la única manera de salir de un hoyo es dejar de cavar.

– Faith, yo creo que esos kilos de más te sientan de maravilla. Tú puedes permitirte…

Ella lo fulminó con la mirada.

– Muy bien -dijo Sara, abriendo el historial para hacer unas anotaciones-. Le vamos a hacer una radiografía de cráneo, y también me gustaría realizar algunas pruebas más. Pero no se preocupe, con las muestras de sangre que le hemos extraído bastará; no más agujas de momento. -Anotó un par de cosas y marcó varias casillas antes de alzar la vista para mirar a Faith-. Le prometo que tardaremos lo menos posible, aunque ya habrá visto que hoy estamos saturados. Tendremos que esperar al menos una hora para las radiografías. Intentaré meterles prisa, pero quizá quieran bajar a comprar un libro o una revista para entretener la espera.

Faith no respondió, pero algo en la expresión de su cara había cambiado. Miró a su acompañante y luego a Sara.

– ¿Necesita que le firme eso? -preguntó, señalando el historial.

No había nada que firmar, pero Sara le pasó el documento de todos modos. Faith escribió algo en el margen inferior y se lo devolvió. Había escrito: «Estoy embarazada».

Sara asintió y tachó el volante de la radiografía. Evidentemente, Faith aún no se lo había comunicado al hombre, pero ahora mismo tenía otras preguntas que hacerle y no podía formularlas sin levantar la liebre.

– ¿Cuándo le hicieron la última citología?

Faith lo entendió a la primera.

– El año pasado.

– Pues vamos a aprovechar ahora que está aquí -dijo, y dirigiéndose al hombre-. ¿Le importa esperar fuera?

– Oh -replicó él, algo sorprendido-, claro. Estaré en la sala de espera si me necesitas.

– Vale -dijo Faith, que se quedó mirándole mientras se marchaba y se relajó visiblemente cuando cerró la puerta. Luego le preguntó a Sara-. ¿Le importa si me tumbo?

– Claro que no.

La ayudó a acomodarse en la cama, pensando que Faith aparentaba menos de treinta y tres años. Tenía la actitud propia de un policía, esa especie de firmeza en los hombros que parecía advertir «nada de tonterías». Ella y su marido abogado hacían una pareja extraña, pero Sara había conocido a parejas mucho más extrañas que esa.

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