Karin Slaughter - El número de la traición

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En la sala de urgencias del hospital más ajetreado de Atlanta, la doctora Sara Linton se ocupa de los pobres, de los heridos y de los desafortunados. De esta manera se refugia de la tragedia que hizo tambalear su vida hace unos años. Es entonces cuando una mujer muy malherida entra en el hospital y Sara se ve trasladada de nuevo a un mundo de horror y violencia. La mujer, desnuda y con evidentes signos de haber sido torturada, ha sido atropellada, pero está claro que antes había sido la presa de una mente retorcida.
En las afueras de Atlanta, donde encuentran a la paciente de Sara, la policía local ha empezado sus pesquisas, pero el detective Will Trent, de la Oficina estatal de Investigación de Georgia, no espera a que su jefa le dé la autorización necesaria para inmiscuirse en el caso: se lanza a través del cordón policial y directo al frondoso bosque y consigue encontrar una casa de los horrores escondida bajo tierra y un nuevo cadáver… la terrible realidad es que la paciente de Sara tan solo es una de las múltiples víctimas de un asesino cruel y sádico.
Will y su compañera Faith Mitchell, otra detective quien a su vez tiene sus propios secretos, consiguen hacerse con el caso, aunque para ello hayan de pelearse con el jefe local de policía y justo entonces otra mujer -inteligente, atractiva, bien situada y madre de un niño pequeño- es secuestrada. Will y Faith se encuentran en el ojo de un huracán para dar caza y captura a un asesino. Y, de hecho, ellos son lo único que hay entre un loco y su próxima víctima.

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– Para -le advirtió Faith a Pauline, esperando que no le temblara la mano que sujetaba el revólver.

– Deja que lo haga -le suplicó Darla-. Por favor, déjala.

Faith se puso en pie aullando de dolor. Apuntó a Pauline directamente a la cabeza y habló con voz lo más serena posible.

– Apártate ahora mismo o aprieto este puto gatillo, como hay Dios.

Pauline alzó la vista. Sus miradas se encontraron y Faith deseó que la expresión de su rostro fuera implacable, aun cuando lo único que quería era caer de rodillas y rezar para no perder al bebé que llevaba dentro.

– Déjalo ya -le ordenó Faith.

Pauline se tomó su tiempo antes de obedecer, como si pensara que manteniendo la presión un segundo más se saldría con la suya. Se sentó en el suelo con las manos atadas. Tom rodó sobre su cuerpo y se puso a toser tan fuerte que se convulsionó por el esfuerzo.

– Llamen a una ambulancia -dijo Faith, pero nadie se movió. Su mente se aceleró, su visión empezaba a nublarse. Tenía que llamar a Amanda. Tenía que encontrar a Will. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había llegado?

– ¿A usted qué le pasa? -le preguntó Pauline, mirando a Faith con encono.

A Faith la cabeza le daba vueltas. Se apoyó en la pared, intentando no desmayarse. Sintió algo húmedo entre las piernas. Otro retortijón, casi como una contracción.

– Llamen a una ambulancia -repitió.

– Basura… -murmuró Tom Coldfield-. No sois más que basura.

– Cállate -le espetó Pauline.

– Aparta a esta mujer de mí… -dijo Tom con voz ronca-. Y tira la llave después…

– Cállate -repitió Pauline con los dientes apretados.

Tom emitió un sonido gutural. Estaba riéndose.

– «Oh, Absalón, me he alzado».

Pauline forcejeó para ponerse de rodillas.

– Vas a ir derecho al infierno, cabrón enfermo.

– No -le advirtió Faith, alzando de nuevo su revólver-. Busca un teléfono.

Miró a Darla por encima de su hombro.

– Coge mi móvil del baño -le dijo.

Pauline se inclinó sobre Tom y Faith volvió bruscamente la cabeza.

– No -repitió.

Pauline sonrió maliciosamente, su boca parecía la de una calabaza de Halloween. En lugar de volver a colocar sus manos alrededor del cuello de Tom Coldfield, le escupió en la cara.

– En Georgia está vigente la pena de muerte, hijo de puta. ¿Por qué crees que me trasladé aquí?

– Espera -dijo Faith desconcertada-, ¿le conoces?

Los ojos de la mujer centellearon con un odio infinito.

– Pues claro que le conozco, zorra ignorante. Es mi hermano.

Capítulo veinticuatro

W ill estaba tendido de lado en el suelo de la cocina de Judith Coldfield, viéndola llorar con la cara enterrada entre sus manos. Le picaba la nariz, y era curioso que eso le molestara, pues tenía un cuchillo de cocina clavado en la espalda; al menos creía que era un cuchillo de cocina. Cada vez que intentaba girar la cabeza, el dolor se volvía tan intenso que le daba la sensación de que se iba a desmayar.

No sangraba demasiado. Lo realmente peligroso era que el cuchillo se moviera, que se saliera de la vena o arteria afectada y empezara a desangrarse. Si lo pensaba en términos puramente mecánicos, la hoja de acero estaba clavada entre el músculo y el tendón, y eso hacía que la cabeza le diera vueltas. Tenía el cuerpo empapado en sudor y empezaba a sentir escalofríos. Curiosamente, mantener el cuello erguido era lo más difícil. Tenía los músculos tan tensos que su cabeza palpitaba con cada latido. Si los relajaba un segundo, el dolor que sentía en los hombros le traía a la boca el sabor del vómito.

– Es un buen chico -le dijo Judith sin levantar la cara de las manos-. Usted no sabe lo bueno que es.

– Cuéntemelo. Dígame por qué cree que es bueno.

La petición la cogió por sorpresa. Por fin se quitó las manos de la cara y le miró, y al parecer se percató de que la vida de Will estaba en peligro.

– ¿Le duele?

– Pues sí, me duele mucho -admitió-. Tengo que llamar a mi compañera. Tengo que saber si está bien.

– Tom nunca le haría daño.

El hecho de que se sintiera obligada a decirlo hizo que la sangre de Will se le helara en las venas. Faith era una buena policía. Sabía cuidar de sí misma, excepto si no podía. Hacía unos días se había desmayado, se había derrumbado en el suelo del aparcamiento de los tribunales. ¿Y si volvía a desmayarse? ¿Y si se desmayaba y, al despertar, se encontraba en otra cueva, en otra cámara de tortura excavada por Tom Coldfield?

Judith se limpió los ojos con el dorso de la mano.

– No sé qué hacer…

Will no creía que fuera a aceptar sugerencias.

– Pauline Seward se fue de Ann Arbor, Michigan, hace veinte años. Tenía entonces diecisiete.

Judith apartó la vista.

– Según el expediente de su desaparición, se fue de casa porque su hermano abusaba de ella -aventuró Will.

– Eso no es cierto. Pauline era… ella se lo inventó.

– He leído el informe -mintió Will-. Vi lo que su hermano le hizo.

– Él no le hizo nada -insistió Judith-. Pauline se lo hizo ella sola.

– ¿Se hacía daño a sí misma?

– Se hacía daño, sí. Se inventaba cosas. Siempre andaba causando problemas, desde el mismo momento en que nació.

Will debería haberlo imaginado.

– Pauline es su hija. -Judith asintió, evidentemente disgustada por el hecho-. ¿Qué clase de problemas causaba?

– No quería comer -explicó la anciana-. Se negaba a comer. Nos pasábamos la vida de médico en médico. Nos gastamos hasta el último centavo en ayudarla, y ella nos lo pagó yendo a la policía y contándoles cosas horribles sobre Tom. Cosas verdaderamente horribles.

– ¿Que le hacía daño?

Judith vaciló y asintió de forma casi imperceptible.

– Tom siempre ha tenido una naturaleza tierna. Pero Pauline era demasiado… -Meneó la cabeza, incapaz de encontrar las palabras-. Inventaba historias sobre él. Historias espantosas. Yo sabía que no podían ser ciertas. Incluso cuando era una niña decía mentiras. Siempre estaba buscando nuevas formas de hacer daño a la gente. De hacerle daño a Tom.

– Ese no es su verdadero nombre, ¿verdad?

Judith miraba algo por encima de su hombro, probablemente el mango del cuchillo.

– Tom es su segundo nombre. El primero es…

– ¿Matías? -aventuró Will.

Judith asintió de nuevo y por un momento se permitió pensar en Sara Linton. Lo había dicho de broma, pero había acertado de pleno. «Encuentra a uno que se llame Matías y habrás encontrado a tu asesino.»

– Después de la traición de Judas, los apóstoles tuvieron que decidir quién les iba a ayudar a contar la historia de la resurrección de Jesús. -Por fin lo miró a los ojos-. Eligieron a Matías. Era un hombre santo, un fiel discípulo de nuestro Señor.

Will parpadeó para evitar que el sudor se le metiera en los ojos.

– Todas las mujeres que han desaparecido o muerto están relacionadas con su refugio. Jackie donó las cosas de su madre, el banco donde trabaja Olivia Tanner es uno de los patrocinadores, el bufete de Anna Lindsey se ocupa gratuitamente de sus asuntos legales. Ahí es donde Tom debió de conocerlas.

– ¿Y cómo lo sabe?

– Dígame qué otra cosa pueden tener en común.

Judith le miró fijamente a los ojos y Will pudo leer la desesperación en su rostro.

– Pauline -dijo-, ella podría…

– Pauline ha desaparecido, señora Coldfield. La secuestraron en un aparcamiento hace dos días. Delante de su hijo de seis años.

– ¿Tiene un hijo? -preguntó Judith boquiabierta-. ¿Pauline tiene un niño?

– Felix, su nieto.

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