Karin Slaughter - El número de la traición

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En la sala de urgencias del hospital más ajetreado de Atlanta, la doctora Sara Linton se ocupa de los pobres, de los heridos y de los desafortunados. De esta manera se refugia de la tragedia que hizo tambalear su vida hace unos años. Es entonces cuando una mujer muy malherida entra en el hospital y Sara se ve trasladada de nuevo a un mundo de horror y violencia. La mujer, desnuda y con evidentes signos de haber sido torturada, ha sido atropellada, pero está claro que antes había sido la presa de una mente retorcida.
En las afueras de Atlanta, donde encuentran a la paciente de Sara, la policía local ha empezado sus pesquisas, pero el detective Will Trent, de la Oficina estatal de Investigación de Georgia, no espera a que su jefa le dé la autorización necesaria para inmiscuirse en el caso: se lanza a través del cordón policial y directo al frondoso bosque y consigue encontrar una casa de los horrores escondida bajo tierra y un nuevo cadáver… la terrible realidad es que la paciente de Sara tan solo es una de las múltiples víctimas de un asesino cruel y sádico.
Will y su compañera Faith Mitchell, otra detective quien a su vez tiene sus propios secretos, consiguen hacerse con el caso, aunque para ello hayan de pelearse con el jefe local de policía y justo entonces otra mujer -inteligente, atractiva, bien situada y madre de un niño pequeño- es secuestrada. Will y Faith se encuentran en el ojo de un huracán para dar caza y captura a un asesino. Y, de hecho, ellos son lo único que hay entre un loco y su próxima víctima.

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Faith lo cogió del suelo, preguntándose si se habría roto. La pantalla seguía marcando cero, a la espera de la tirita. Agitó el glucosómetro y se lo acercó a la oreja para volver a escuchar el ruido. Se agachó y trató de volver a ponerlo en la misma posición que estaba cuando oyó el ruido. Volvió a oírlo, pero esta vez el sonido era alto y frenético.

Y no venía del glucosómetro.

¿Sería un gato? ¿Algún animal atrapado en las tuberías de la calefacción? Unas Navidades, el jerbo de Jeremy se murió en la secadora, y Faith prefirió vendérsela a un vecino para no tener que ver la carnicería. Pero fuera lo que fuese estaba vivo, y obviamente pretendía seguir con vida. Se agachó por tercera vez, acercándose a la rejilla de la calefacción que había junto a la base de la taza.

El ruido se oía ahora con más claridad, pero amortiguado. Faith se puso de rodillas, y pegó la oreja a la rejilla. Parecía que decía algo.

Socorro.

No era un animal. Era una mujer que pedía socorro.

Faith metió la mano en el bolso y sacó la funda de terciopelo en la que guardaba su Glock cuando no la llevaba a la cintura. Tenía las manos sudorosas.

De repente llamaron a la puerta con los nudillos: era Darla.

– ¿Está usted bien, agente Mitchell?

– Estoy bien -mintió Faith, intentando que su voz no la delatara. Cogió el móvil, tratando de ignorar el temblor de sus manos-. ¿Ha llegado ya Tom?

– Sí -respondió la mujer, y no dijo nada más. Tan solo esa única palabra flotando en el aire.

– ¿Darla? -No hubo respuesta-. Darla, mi compañero viene para acá. Llegará en cualquier momento. -El corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho-. ¿Darla?

Volvieron a golpear la puerta, pero esta vez más fuerte. Faith soltó el móvil y cogió el revólver con ambas manos, dispuesta a disparar contra quien se atreviera a entrar en el baño. La Glock no tenía un seguro convencional, solo se disparaba si apretabas el gatillo hasta el fondo. Faith apuntó al centro de la puerta, preparándose para darle con todas sus fuerzas.

Nada. Nadie entró por la puerta. El pomo no se movía. Rápidamente miró hacia abajo, buscando su móvil. Estaba detrás de la taza. Continuó apuntando hacia la puerta mientras se agachaba para recoger el teléfono.

Seguía cerrada.

Las manos le sudaban de tal forma que sus dedos resbalaban sobre las teclas. Se equivocó al marcar el número y maldijo entre dientes. Estaba intentando marcarlo otra vez cuando vio que se abría la puerta del armario que tenía detrás.

Se dio la vuelta y se encontró apuntando con el revólver al pecho de Darla. Faith lo comprendió todo de repente: la puerta falsa en la pared del armario, la lavadora al otro lado, la Taser en las manos de la señora Coldfield.

Faith se inclinó hacia un lado y apretó el gatillo sin molestarse en apuntar. Los electrodos de la Taser le pasaron de largo y los cables brillaron a la potente luz de las bombillas mientras los electrodos se estrellaban contra la pared.

Darla seguía allí de pie, con la Taser en las manos. Por encima de su hombro Faith vio un desconchón en el yeso de la pared.

– No se mueva -le advirtió Faith, apuntando al pecho de Darla mientras con la otra mano buscaba el pomo de la puerta-. Hablo en serio. No se mueva.

– Lo siento -murmuró la mujer.

– ¿Dónde está Tom? -Al ver que no respondía, Faith gritó-. ¿Dónde coño está Tom?

Darla se limitó a menear la cabeza. Faith abrió la puerta y salió de espaldas sin dejar de apuntarle.

– Lo siento mucho -repitió la mujer.

Dos fuertes brazos agarraron a Faith por detrás; era un hombre, pues su cuerpo era duro y tenía mucha fuerza. Tenía que ser Tom. La cogió en volandas y, sin pensarlo, Faith apretó el gatillo apuntando hacia el suelo. Darla seguía delante del armario y Faith disparó de nuevo, pero esta vez apuntando a la mujer para que encontraran el casquillo y pudieran identificar su arma. Falló el tiro, y Darla se agachó y se apartó, cerrando tras de sí la puerta del armario.

Faith disparó otra vez, y otra, mientras Tom la arrastraba por el pasillo. Apretó la muñeca de Faith con fuerza, y sintió un dolor tan fuerte que pensó que le había roto los huesos. Agarró el revólver todo lo que pudo, pero Tom tenía demasiada fuerza. Soltó el arma y empezó a darle patadas mientras intentaba agarrarse a lo que fuera: el marco de la puerta, la pared, el pomo de la puerta del sótano. Todos los músculos de su cuerpo aullaban de dolor.

– Pelea -gruñó Tom, y sus labios estaban tan cerca de la oreja de Faith que casi le parecía que estaba dentro de su cabeza. Se percató de que el cuerpo del hombre respondía a la pelea, el placer que sentía con su miedo.

Faith sintió que la rabia se apoderaba de ella y le infundía valor. Anna Lindsey, Jacquelyn Zabel, Pauline McGhee, Olivia Tanner. Ella no iba a ser otra de sus víctimas. No iba a acabar en el anatómico. No iba a abandonar a su hijo. No iba a perder a su hijo.

Se volvió y arañó la cara de Tom, clavándole las uñas en los ojos. Utilizó todo su cuerpo -las manos, los pies, los dientes- para defenderse. No iba a tirar la toalla. Le mataría con sus propias manos si era necesario.

– ¡Sácame de aquí! -gritó una voz que venía del sótano. El grito le sorprendió. Por una décima de segundo dejó de luchar, y Tom también. La puerta tembló-. ¡Sácame de aquí de una puta vez!

Faith volvió en sí. Empezó a darle patadas, a pegarle con las manos y a hacer todo lo que se le ocurría para librarse de él. Tom seguía atenazándola con sus fuertes brazos. Quien fuera que estuviese en el sótano estaba aporreando la puerta, intentando echarla abajo. Faith gritó a pleno pulmón:

– ¡Socorro! ¡Ayúdeme!

– ¡Hazlo! -rugió Tom.

Darla estaba al final del pasillo, con la Taser recargada en la mano. Faith vio la Glock a los pies de la mujer.

– ¡Hazlo! -le ordenó Tom, aunque los golpes en la puerta ahogaban su voz-. ¡Dispara ya!

Faith solo podía pensar en el hijo que llevaba dentro, en aquellos diminutos deditos, en el delicado latido de su corazón dentro de su minúsculo pecho. Se quedó completamente laxa, con los músculos relajados. Tom no esperaba esa reacción y se tambaleó al tener que sostener todo su peso de repente. Los dos cayeron al suelo. Faith se arrastró y alargó la mano para coger el arma, pero él tiró de ella como si fuera un pez atrapado en el anzuelo.

La puerta se abrió de golpe y saltó en pedazos. Una mujer salió corriendo tropezándose por el pasillo y gritando obscenidades. Tenía las manos atadas a la cintura y los pies encadenados, pero se abalanzó sobre Tom con la precisión de un láser.

Faith aprovechó la distracción para coger la Glock y se retorció para apuntar a los cuerpos que se revolcaban por el suelo.

– ¡Hijo de puta! -gritó Pauline McGhee.

Estaba de rodillas sobre el pecho de Tom, inclinada sobre él. Tenía las manos esposadas a un cinturón que llevaba alrededor de la cintura, pero logró colocárselas alrededor del cuello.

– ¡Muérete! -gritó con la boca deshecha y escupiendo sangre. Tenía los labios destrozados y la mirada de una maníaca. Cargaba todo su peso sobre el cuello de Tom.

– ¡Alto! -logró decir Faith, con la voz ronca. Sintió un fuerte y punzante dolor en el vientre, como si algo se hubiera desgarrado en su interior, pero continuó apuntando al pecho de Pauline. Aún le quedaba medio cargador en la Glock y estaba dispuesta a usarlo si no tenía más remedio-. Apártate de él.

Tom seguía peleando, clavándole los dedos a Pauline. Esta apretó más fuerte, apoyándose en sus rodillas, cargando todo su peso sobre el cuello de Tom.

– Mátale -le suplicó Darla. Estaba acurrucada junto a la puerta del baño, con la Taser a su lado, en el suelo-. Por favor… mátale.

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