Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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Diana apartó la mirada de él sólo para ver a dos chiquillos sentados a otra mesa. Eran ambos varones y llevaban ropas de un estilo que reconoció vagamente como perteneciente a otra época. Ambos le devolvieron solemnemente la mirada.

Consciente apenas de que Quentin estaba hablando con la camarera, Diana miró hacia la mesa más cercana a la suya y vio que una mujer alta, ataviada con un uniforme de enfermera muy anticuado, se ponía en pie y daba un paso hacia ella.

– Ayúdanos -dijo.

– Ayúdanos -repitieron los niños.

– Es la hora -gruñó el trabajador.

– ¿Diana?

Ella se sobresaltó y miró a Quentin.

– ¿Qué?

Él arrugó las cejas y señaló la mesa que había entre ellos, ahora repleta con el desayuno.

– Ah. Ya. -Diana lanzó a hurtadillas una mirada a las mesas próximas que habían estado ocupadas por personas del otro mundo y las encontró vacías-. Ya. -Quería, en parte, decirle á Quentin lo que había visto, pero otra parte de ella ya empezaba a dudar, a poner objeciones.

¿De veras los había visto? ¿De veras eran fantasmas? Y, si los había visto, si estaban allí, ¿qué querían de ella? ¿Cómo iba a ayudarles? ¿Qué esperaban de ella?

– Diana, ¿te encuentras bien?

Ella bebió un sorbo de café, intentando pensar. Decidir.

– Sólo tengo… frío. Sólo tengo frío, eso es todo.

– Puede que comer algo caliente te siente bien.

– Sí. Sí, puede. -Tendría que decírselo, lo sabía. Tarde o temprano. Y quizás él pudiera explicarlo todo racionalmente, tal vez le ofreciera una razón lógica por la que, tras dos semanas de calma relativa en El Refugio, de pronto había empezado a ver fantasmas.

Nate temía hasta tal punto despertar el interés de los medios de comunicación que sólo pidió el refuerzo de dos de sus inspectores, y explicó a Stephanie que, en cualquier caso, eran los dos que estaba previsto que le ayudaran a entrevistar al personal del hotel más tarde. Así pues, Zeke Pruitt y Kerri Shehan llegaron discretamente en un coche policial sin distintivos y se encaminaron sin armar revuelo a los establos, como se les había ordenado.

Los dos, sin embargo, se llevaron una considerable sorpresa cuando vieron la trampilla y lo que había debajo.

– Qué cosas -comentó Pruitt casi con admiración, seguramente debido al esfuerzo que sin duda se había invertido en la construcción del pozo.

Shehan, yendo más al grano, le dijo a Nate:

– ¿Debemos suponer que esto puede ayudar a aclarar algunos de los misterios de la lista del agente Hayes?

– ¿La has estado revisando? -preguntó Nate, apenas sorprendido. Kerri Shehan era la inspectora más despierta e incisiva que tenía, y más de una vez Nate se había dicho, sintiéndose entre culpable y avergonzado, que estaba desperdiciando su talento en aquel pueblucho por lo general pacífico.

Ahora se alegraba de no haberla animado a mudarse a otro lugar donde hubiera cosas más grandes y mejores. Tenía la sensación de que iba a necesitar toda la inteligencia que pudiera recabar.

Zeke Pruitt, el cual rondaba la mediana edad y era perfectamente feliz con el trabajo prosaico y rutinario al que solían enfrentarse los escasos inspectores de policía de Leisure, gruñó antes de que su compañera pudiera responder a la pregunta del capitán.

– Cuando salió el sol ya estaba levantada y en su mesa, estudiando la base de datos históricos y enlazando con hemerotecas de todo el estado. Buscaba cosas sobre El Refugio y su historia, hasta leyendas locales. Ni siquiera dejó que me acabara el café antes de empezar a leerme en voz alta.

Miró la trampilla y añadió:

– Pero tengo que reconocer que esto hace un poco más interesantes esas viejas leyendas sobre gente que desaparece por estos contornos.

– Aún no sabemos si hay alguna relación -les dijo Nate.

– ¿Cómo la habéis encontrado? -preguntó Shehan mientras observaba el evidente desplazamiento de los percheros de las sillas de montar.

– Cuestión de suerte -contestó Nate con firmeza al tiempo que Quentin y Diana entraban en el cuarto de arreos.

Ninguno de ellos le llevó la contraría. Tampoco lo hizo Stephanie, que entró tras ellos a tiempo de oír aquella afirmación.

Le dijo a Nate:

– De acuerdo, Cullen está informado de que este cuarto de arreos queda clausurado hasta que se le diga lo contrario. No le ha hecho mucha gracia, pero es una orden. Si se necesita algún caballo de este establo, habrá que llevarlo a uno de los otros para que lo cepillen y lo ensillen. -Miró la trampilla con el ceño fruncido-. Suponiendo, naturalmente, que eso no sea sólo un pozo abandonado o algo igual de inofensivo.

– Vamos a ver. No hace falta apartar todos estos cachivaches, o mejor dicho, arreos, si no es imprescindible. -Nate cogió una de las potentes linternas policiales que habían llevado sus inspectores y fue a iluminar la trampilla.

Como había tan poco espacio, nadie se acercó a mirar por encima de su hombro, pero, como cabía esperar, todos contuvieron el aliento a la espera de oír el veredicto.

Nate no les hizo esperar. Apenas un momento después se incorporó y dijo:

– No es un pozo. Zeke, ayúdame a hacer un poco más de sitio por aquí, ¿quieres?

– ¿Qué has visto? -preguntó Quentin mientras el corpulento inspector empezaba a ayudar a Nate a apartar los pesados percheros de la trampilla.

– El túnel baja en línea recta unos cuatro o cinco metros. Luego parece volverse casi horizontal. Hacia el oeste, hacia las montañas.

– ¿Un túnel? -preguntó Stephanie, incrédula.

– Puede ser. Pero acaba de ocurrírseme una cosa. Hubo mucha minería en estas montañas antes de que se construyera El Refugio, al menos eso contaba uno de mis profesores de historia del instituto. Yo no esperaría encontrar gran cosa debajo de nosotros, aquí, en el valle, pero estamos lo bastante cerca como para que esto pudiera haber sido, en su origen, un pozo de ventilación.

– ¿Y nadie reparó en él cuando se construyó el establo?

– Estás dando por sentado que el agujero se excavó después -dijo Nate-. Y puede que así fuera. O puede que estuviera aquí desde el principio. ¿Se conservan los planos originales de este establo?

Stephanie hizo una mueca.

– Sabe dios. ¿Se hacían siquiera planos de los establos? Quiero decir que… ¿no se levantaban, sencillamente?

Nate la miró levantando una ceja.

– ¿Un establo como éste? Apuesto a que había planos.

Con un suspiro, Stephanie dijo:

– Bueno, entonces tal vez el agente Hayes pueda encontrarlos en el sótano.

– Lo miraré, desde luego -dijo él-. Y me llamo Quentin. -Esperó a que ella asintiera con la cabeza y luego le dijo a Nate-: No sé suficiente de minería, ni moderna ni histórica, para llevarte la contraria. El ingeniero de la familia es mi padre. Pero ¿los pozos de ventilación no suelen ascender en ángulo recto hacia la superficie, partiendo de túneles más grandes?

– Sí, si son pozos planeados. Pero los mineros también se sirven de túneles y grietas naturales, de viejos pozos de agua… de lo que haya a mano. Por lo menos, según decía ese profesor del que os hablaba. Era una afición suya, explorar minas viejas y cuevas, y hablaba de ello sin parar, hasta matarnos de aburrimiento.

– Pues está claro que algo se te quedó -dijo Stephanie.

– Sí. ¿Quién iba a decir que algún día me sería útil? -Nate miró el espacio despejado alrededor de la trampilla y añadió-: Zeke, Kerri y tú os quedáis aquí arriba por ahora. Aseguraos de que no entre nadie. Quentin, si estás listo, coge una linterna.

– Yo también voy -se oyó decir Diana. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta y seguía teniendo tanto frío que le costaba trabajo no temblar a ojos vista.

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