Jodi Compton - 37 horas

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La regla básica en la investigación de casos de desaparecidos es recopilar toda la información y los indicios posibles en las primeras 36 horas tras el suceso, cuando la memoria de los testigos no está contaminada y las pistas todavía pueden ser fiables.
Sarah Pribek, una detective de la policía de Minneapolis especializada en este tipo de casos, conoce bien esta circunstancia. Cuando descubre que su marido, Shiloh, lleva desaparecido 48 horas y se pone a investigar, salen a la luz mu chas cosas que no sabía de él.

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Entré en casa por la parte de atrás. La puerta que llamábamos «de la cocina» no daba a esta pieza, sino a un cuartucho con el suelo de linóleo sucio, donde teníamos la lavadora y la secadora, a la derecha de la puerta. Vacié la bolsa de plástico sobre la secadora, y decidí poner a lavar mis ropas sin perder ni un momento. Los coloqué en el tambor de la la-vadora y estaba a punto de introducir media medida de detergente cuando sentí que alguien me observaba. Había una persona recostada en la pared opuesta.

Sobresaltada, di un respingo. Mi revólver estaba en el mismo costado que la mano con que sostenía el vaso del detergente. De modo que decidí dar media vuelta sin más para descubrir quién era. Entonces comprendí quién era y me volví para mirar a Shiloh directamente.

– ¡Joder! -exclamé-. No vuelvas a acercarte a mí de esa manera, como una serpiente. -Respiré hondo-. Pensaba que no estabas en casa. El coche…

Me tranquilice de golpe.

A pesar de que medía casi un metro noventa, mi marido nunca había sido de los policías más imponentes por su físico. De hecho, tenía una estructura longilínea y delgada, a la que en no poca medida contribuían sus rasgos de apariencia euroasiática, con su piel pálida y su fuerte y anguloso esqueleto. Lo que más destacaba eran sus ojos, con un pliegue epicántico, como si sus antepasados fuesen originarios de las estepas. Era difícil descifrar su mirada. Sin embargo, en aquel momento me pareció reconocer un aire de desaprobación.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

– Eres completamente tonta -respondió Shiloh meneando la cabeza con cara de reproche.

– ¿De qué estás hablando? -dije, pero él mantenía la misma mirada.

Shiloh y yo nunca trabajábamos juntos los casos, de modo que yo no tenía ni idea de su técnica de interrogatorio. Creo que en ese momento tuve una ligera noción de su estilo.

– ¿Sabes cuántas personas mueren en ese río cada año? -preguntó finalmente.

– Oh -dije-. ¿Te lo ha contado Vang? -Había subido mi tono de voz. La cólera de las personas que habitual- mente no se encolerizan suele ser enervante-. Estoy bien -añadí.

– ¿En qué estabas pensando? -me preguntó.

– En que tú hubieras hecho lo mismo.

No lo negó, pero aclaró que él no había aprendido a nadar a los 23 años.

– Tenía 22.

– Me da igual.

Le volví la espalda y deposité el detergente en el receptáculo de la lavadora. Ajusté el indicador de programas y el agua caliente y luego se oyó el silbido que indicaba el comienzo del lavado.

– Por poco me muero del susto cuando Vang me lo dijo -susurró mientras se colocaba detrás de mí y posaba sus manos en mis caderas.

Sentí un gran alivio y estuve a punto de pedirle perdón retroactivamente.

– Me hubiera gustado tenerte cerca -dije. Shiloh tenía mucha experiencia con suicidas; más que experiencia: un verdadero récord-. Ha sido la primera vez que me enfrentaba a algo semejante -agregué.

Le había dado la oportunidad de decir «y seguro que será la última» pero, al parecer, ya lo había olvidado todo.

– Tus cabellos huelen como el río -me susurró al oído.

Entonces deshizo mi coleta y me besó en la nuca.

Yo sabía lo que eso significaba.

Más tarde, en nuestro dormitorio, Shiloh permanecía tan quieto que por un momento pensé que se había dormido. Levanté la mirada por encima de su pecho y advertí que tenía los ojos cerrados.

Pero en ese preciso momento me pasó un brazo por la espalda y me estrechó contra él, sin abrir los ojos. Tendría que haberlo esperado, pues ésa era la forma en que se tomaba todo: con languidez y tranquilidad.

Había aprendido a conocerlo. De hecho, llevaba observándolo durante años, de cerca y de lejos. A veces llegué a pensar que tomaba siempre el camino que exigía más resistencia, rechazando el más fácil.

La carrera de Shiloh había dado más vueltas que la mía. Cuando lo conocí trabajaba en el Departamento de Narcóticos. Después siguió un curso especial como negociador en secuestros. No fue elegido para ello. En cambio, le concedieron un puesto que no había pedido en la sección de Homicidios. Se convirtió así en un detective de casos no resueltos.

Encargarse de revisar los casos no resueltos era una tarea de lujo. Cuando los tiempos eran económicamente favorables, con superávit presupuestario y descenso de la tasa de homicidios, muchos departamentos de la policía metropolitana se permitían asignar detectives a la reinvestigación de casos no resueltos, la mayoría de ellos homicidios. En muchos sentidos se trataba de una tarea ideal para Shiloh, tan aficionado a los rompecabezas intelectuales. No obstante, él consideró que su nuevo puesto, en el que iba a trabajar sin un compañero, era una crítica apenas velada hacia su persona.

Shiloh tenía diecisiete años cuando dejó su casa de Utah, sin haber terminado los estudios secundarios. Había estado trabajando en una explotación forestal de Montana, donde hizo sus primeras armas en el equipo de Búsqueda y Rescate del sheriff.

Su carrera lo condujo al Medio Oeste. De patrullar, fue destinado al Departamento de Narcóticos. Después de trabajar en el Medio Oeste, siguió en Narcóticos, ya que allí siempre se necesitan caras nuevas para simular la compra de droga. A menudo trabajó solo, en ciudades como Gary, en Indiana, o Madison, en Wisconsin. A veces sus colegas eran personas decentes. Otras, en cambio, lo acompañaban verdaderos fanáticos o vaqueros de gatillo fácil. Sus superiores no siempre eran mejores.

En la época en que llegó a Minneapolis con la intención de echar raíces, al menos por un tiempo, y graduarse en Psicología, ya se había convertido en un solitario que confiaba más en su propio instinto y sus opiniones que en las ajenas.

Además, era hijo de un predicador que vivía en el corazón de la tierra mormona de Utah: Salt Lake City. Su padre había encabezado una iglesia sin nombre definido cuyo credo más auténtico era la separación de los individuos en salvados y condenados. Y a pesar de que Shiloh no había estado en el interior de una iglesia ni un solo domingo por la mañana desde hacía casi diez años, creo que el moralismo de su juventud persistía en él, aunque fundido ahora con una serie de actitudes más liberales que las que habitualmente tiene el Cuerpo de Policía.

En los ambientes cerrados de los cuarteles del Departamento de Policía, las opiniones de Shiloh no le granjearon demasiados amigos. Se había enfrentado a algunos fiscales y detectives supervisores con cuyas ideas y tácticas no estaba de acuerdo. Sus simpatías eran consideradas con mucha prevención. Se mostraba comprensivo con los drogadictos y las prostitutas a quienes sus compañeros despreciaban, mientras que se mostraba seco y poco amistoso con los informantes que tanto valoraban sus superiores. En una ocasión, un bromista anónimo le había enviado un escrito de la Unión Americana por las Libertades Civiles al trabajo, como si se tratara de algo vergonzante como el material pornográfico.

Yo he discutido con él más de una vez. Me he puesto muchas veces a la defensiva cuando me instaba a considerar ciertos valores y virtudes de la policía que yo no estaba dispuesta a poner en duda. Estas discusiones nunca estaban teñidas de rencor, pero si hubiéramos trabajado en el mismo departamento, no creo que nos hubieran asignado como compañeros, y mucho menos hubiera imaginado que acabaríamos casándonos.

– Nadie sería capaz de sospechar que tú y Shiloh salís juntos -me dijo Genevieve una vez-. Cuando te conocí, dijiste «rompido» en lugar de «roto». Y Shiloh… -Había hecho una pausa para pensar-. Una vez Shiloh discutía con otro detective que había estado pasando información a una periodista de televisión. Creo que Shiloh sospechaba que ellos dos se acostaban. Bueno, la cuestión es que Shiloh lo llamó «maldito felón». Cuando los dos se marcharon, todos corrimos al diccionario para buscar qué diablos significaba «felón». Habíamos pensado que se trataba de algo más sucio -dijo Genevieve, sonriendo-. Resultó que sólo quiere decir «traidor».

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