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Jodi Compton: 37 horas

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Jodi Compton 37 horas

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La regla básica en la investigación de casos de desaparecidos es recopilar toda la información y los indicios posibles en las primeras 36 horas tras el suceso, cuando la memoria de los testigos no está contaminada y las pistas todavía pueden ser fiables. Sarah Pribek, una detective de la policía de Minneapolis especializada en este tipo de casos, conoce bien esta circunstancia. Cuando descubre que su marido, Shiloh, lleva desaparecido 48 horas y se pone a investigar, salen a la luz mu chas cosas que no sabía de él.

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– No siento la piel -dije mientras hundía mis dedos temblorosos en la masa muscular de mis brazos. Era una sensación muy extraña. Me puse de pie, pensando que si andaba me encontraría mejor.

– Tengo whisky de centeno -dijo el viejo.

En el entrenamiento de primeros auxilios, el instructor me había prevenido en lo que respecta a ofrecer o aceptar «remedios caseros» en caso de traumatismos. Cosas como alcohol o cigarrillos.

Sin embargo, en esos momentos no pensaba yo en mis entrenamientos y, aunque había dejado el alcohol unos años atrás, ahora que esa barca ponía proa a la orilla, se me ocurrió que un poco de whisky de centeno podía ser una opción muy razonable.

Me salvó mi cuerpo fatigado. Cuando el hombre puso la botella en mis manos, se me cayó sin querer y se hizo añicos sobre la cubierta.

Capítulo 2

Has consecuencias del intento de suicidio de Ellie Bernhardt me ocuparon casi toda la tarde.

Nos trasladaron al Hospital del Condado de Hennepin. Antes de que se llevaran a Ellie, una asistente sanitaria de mediana edad se acercó a mí y me dijo que me visitarían en el segundo box, junto a la recepción.

– ¿A mí? -pregunté-. A mí no me pasa nada.

– Bueno -dijo-, pero no estaría de más echarle un vistazo a sus oídos y comprobar que…

– No tengo nada en los oídos -insistí, sin hacer caso de la fría punzada que indicaba que seguramente tenía agua en uno de ellos. Ante su mirada escéptica (los médicos llevan aún peor que los policías los desafíos a su autoridad) le repetí que me encontraba de maravilla.

En esta vida hay pocas cosas que me den miedo, y una de ellas es la consulta del médico.

– Basta con que me lleve hasta una ducha -le dije.

Mantuvo un instante su mirada escéptica y finalmente dijo que estaba de acuerdo, pues a esas alturas del año era difícil que yo sufriese una hipotermia. Había cierto aire del zorro de la fábula de las uvas en su despedida, como si en realidad nunca hubiera tenido demasiadas intenciones de examinarme.

En el vestuario de médicos y enfermeras me mantuve veinticinco minutos bajo una ducha muy caliente y luego me puse unos zuecos de enfermera, una blusa con florecitas estampadas y unos pantalones de color verde mar. Metí mi ropa mojada en una bolsa de plástico. Eché un vistazo a los boxes, en busca de Ellie. Me vio una joven enfermera.

– La hemos llevado a la unidad de críticos -dijo, aludiendo a la atención psiquiátrica-. Tendrá que pasar aquí la noche. Le han hecho una radiografía de tórax para comprobar que no haya agua en los pulmones. Aún no tenemos los resultados, pero creo que físicamente se encuentra bien.

La oficial Moore había ido al cuartel para traerme una muda. Los detectives no solemos sangrar o vomitar más o menos que los patrulleros, pero frecuentamos escenas del crimen llenas de barro o en las que aún humea un fuego sospechoso, por lo que nunca está de más tener una muda a mano. Éste era el día de usarla.

Cuando pude salir a la sala de espera, Moore ya no estaba allí. En cambio, estaba Ainsley Cárter. Se levantó bruscamente de su asiento y se dirigió a mí. Me abrazó los hombros con precaución como si pensara que yo podía estar lesionada o herida.

– ¿Tiene usted hijos, detective Pribeck? -me preguntó.

– ¿Cómo? -No me esperaba esta pregunta, sino que se interesara por el estado de Ellie-. No, no tengo hijos.

– Joe y yo hemos hablado -prosiguió Ainsley girando su solitario de la misma forma que lo había hecho el día anterior al referirse a la imposibilidad de llevarse a Ellie a su casa-. Queremos tener niños, pero ante cosas como ésta comprendemos que es una terrible responsabilidad.

Por primera vez advertí los surcos dejados en sus mejillas por el llanto que le había escuchado por teléfono.

En eso, la oficial Moore apareció por la puerta giratoria, llevaba mi ropa en una bolsa de plástico y un par de botas en la otra mano.

– ¿Se quedará usted en el mismo hotel, no es así, con el número de teléfono? -le pregunté a Ainsley con calma-. Me gustaría conversar con usted más tarde.

– Sí, estaré en el mismo lugar. Y… muchas gracias -añadió en voz baja.

Arrastré a la oficial Moore a través de la sala.

– Gracias -le dije con dificultad, pues no me sentía cómoda pidiéndole a una patrullera ese favor.

– De nada -respondió-. ¿Usted fue compañera de Genevieve Brown, no es así?

– Sí. Lo soy todavía -aclaré.

– ¿Cómo está?

– No lo sé. No he hablado con ella últimamente.

– Muchos de nosotros la echamos de menos.

– Volverá -me apresuré en contestarle.

– ¿De veras? ¿Cuándo?

Tuve que hacer memoria.

– No mencionó ninguna fecha en concreto. Quiero decir que es una baja por cuestiones familiares. Pero volverá, volverá.

– Claro, todo lleva su tiempo -dijo Moore sacudiendo la cabeza-. Fue muy doloroso lo que ha pasado.

– Sí, lo fue -dije.

Genevieve Brown había sido la primera amiga que hice en las Ciudades Gemelas. No me sorprendió que la oficial Moore la conociera; Genevieve conocía a todo el mundo.

Había echado raíces en las Ciudades Gemelas, donde había desarrollado la totalidad de su carrera en el Departamento: primero en la patrulla, luego en relaciones públicas y por último en el Cuerpo de Detectives. Su fuerte eran los interrogatorios. Era capaz de hacer hablar a cualquiera.

Ningún delincuente la amedrentaba. Era de baja estatura y de aspecto nada autoritario, tenía la voz suave como el ante. Era lógica, educada y razonable; antes de conocerla, los malhechores ya sabían su leyenda. Algunos detectives la llamaban el Polígrafo Humano.

En mis tiempos de patrulla aprendí mucho de ella. Le pagué esa sabiduría que compartió conmigo entrenándome con ella en el gimnasio, exigiéndole, llevándola a su máximo rendimiento físico, a pesar de que ya andaba cerca de los cuarenta. Cuando yo vivía sola en mi estudio de Seven Corners de vez en cuando me invitaba a cenar a su casa de Saint Paul.

Creo que el día más feliz de mi vida fue cuando me entregaron mi placa y comencé a trabajar con ella. Era una excelente maestra y mentora, pero sobre todo era divertido trabajar con ella.

Solíamos ir a tomar café en las vías aéreas, laberinto de pasillos que conectaba las segundas plantas de tiendas, restaurantes y quioscos al servicio de la gente de negocios de Minneapolis. A veces se detenía en medio de un pasadizo helado, por lo general en las mañanas con diez grados bajo cero. Sosteniendo con ambas manos su recipiente desechable de carne asada, miraba la ciudad de la que se escapaba un vapor blanco de la ventana de cada edificio que el sol intentaba iluminar, desfalleciente entre la nieve y el suelo helado.

– Hoy es el día, amiga -decía-. Vamos a apagar el aparato de radio y escapar a Nueva Orleans. Nos sentaremos al sol y comeremos beignets? [1] -Otros días, para variar, sugería San Francisco y un buen café irlandés de cara a la bahía.

Pero no lo decía en serio. Después de más de una década trabajando en la policía, seguía encantada con su tarea.

Un día, sin embargo, su única hija, Kamareia, fue violada y asesinada.

Yo conocía a Kamareia desde que era una niña, al principio de mi carrera, cuando celebramos las primeras cenas en casa de mi compañera. Cuando iba a la universidad, Genevieve se casó con un estudiante de Derecho, un matrimonio interracial. Kamareia era una niña muy madura para su edad, y en general entendía las exigencias del trabajo de su madre.

A veces oigo hablar a otros compañeros sobre sus hijos adolescentes: deberes sin hacer, entrevistas con los profesores y tutores, y un absoluto caos en la casa. Genevieve decía: «Dios mío, no puedo creer la suerte que tengo.»Yo estaba presente aquella terrible tarde en que Genevieve volvió a su casa y encontró a su hija gravemente herida, pero viva aún. Se la llevó el servicio de urgencias y yo la acompañé en la ambulancia. Estuve mucho tiempo de pie en la sala de espera, hasta que un médico se acercó a mí para decirme que Kamareia, que escribía poesía y estudiaba para ser admitida en Spelman, había muerto de una hemorragia interna masiva.

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