Ian Caldwell - El enigma del cuatro

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Cuando están a punto de graduarse en la prestigiosa Universidad de Princeton, dos estudiantes se ven envueltos en el enigma de Hypnerotomachia Poliphili, un libro publicado en 1499 que ha tenido en vilo durante muchos siglos a los expertos e investigadores de todo el mundo. Este libro de título impronunciable, es el núcleo en torno al cual gira `El enigma del cuatro`, y por el que el protagonista principal, Tom Sullivan, y sus amigos, empiezan a obsesionarse. Tom tiene el precedente en su padre, un estudioso del Renacimiento italiano que dedicó toda su vida a la investigación del enigma y que murió repentinamente en un accidente de coche. Arriesgando su relación sentimental con Katie y también su propia integridad, Tom se deja llevar por la pasión que el libro ha inferido a tantos estudiosos que han intentado, hasta ahora en vano, descifrar sus claves.

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Las carcajadas surgen y se desvanecen. En medio de la conmoción siento una mano que me coge del brazo.

– Vamos.

Gil tira de mí hacia el exterior del círculo.

– ¿Y ahora qué? -dice Paul.

Gil mira alrededor. En todas las salidas hay un vigilante.

– Por aquí -les digo.

Nos acercamos a una de las entradas de los dormitorios y nos escondemos en Holder Hall. Una estudiante borracha abre la puerta de su habitación y se queda allí, confundida, como si fuéramos nosotros los que debiéramos darle la bienvenida. Nos mide con la mirada y enseguida levanta una botella de Corona.

– Salud. -Eructa y cierra la puerta justo a tiempo para que yo pueda ver a una de sus compañeras, calentándose junto al fuego envuelta en una toalla.

– Vamos -digo.

Me siguen escaleras arriba. Al llegar, golpeo con fuerza en una de las puertas.

– Pero qué… -comienza Gil.

Antes de que termine la frase, se abre la puerta y aparecen un par de grandes ojos verdes que me saludan. Los labios se separan levemente al verme. Katie lleva una camiseta ajustada de color azul marino y un par de vaqueros gastados; lleva el pelo color caoba recogido en una coleta corta. Antes de dejarnos pasar, suelta una carcajada.

– Sabía que estarías aquí -le digo, frotándome las manos. Me acerco a ella, y su abrazo es cálido y grato.

– Déjame ver: hoy es el día en que nací y tú has venido como naciste -dice, mirándome de arriba abajo con ojos resplandecientes-. Por eso no me has llamado antes.

Mientras Katie nos invita a pasar, me doy cuenta de que Paul no le quita los ojos de encima a la cámara que lleva en la mano, una Pentax con un teleobjetivo casi tan largo como su brazo.

– ¿Y eso para qué es? -pregunta Gil cuando Katie se da la vuelta para poner la cámara sobre una estantería.

– Estoy tomando fotos para el Prince -dice-. A ver si esta vez me publican una.

Por eso no ha ido a correr. Durante todo el año, Katie ha intentado colocar una foto en la portada del Daily Princetonian, pero la jerarquía ha jugado en su contra. Ahora le ha dado vuelta al asunto: sólo los estudiantes de los primeros cursos tienen habitaciones en Holder, y desde la de Katie se puede ver todo el patio.

– ¿Y Charlie? -pregunta.

Gil se encoge de hombros mientras mira por la ventana.

– Allá abajo, jugando al pilla pilla con Will Clay.

Katie, sonriendo todavía, vuelve a fijarse en mí.

– ¿Cuánto tiempo te ha llevado planear esto?

Dudo un instante.

– Varios días -improvisa Gil cuando me revelo incapaz de explicarle que esta función no estaba pensada para ella-. Casi una semana.

– Muy impresionante -dice Katie-. Los hombres del tiempo sólo han sabido que nevaría esta mañana.

– Varias horas -corrige Gil-. Casi un día.

Los ojos de Katie no se despegan de mí.

– Déjame adivinar. Necesitas cambiarte de ropa.

– Los tres lo necesitamos.

Katie se dirige a su armario mientras dice:

– Debe de hacer un frío horrible allá afuera. Parece que ya os estaba empezando a hacer mella.

Paul la mira como si no diera crédito a sus oídos.

– ¿Puedo usar el teléfono? -dice tras recuperarse de la sorpresa.

Katie señala un inalámbrico que hay sobre la mesa. Yo cruzo la habitación, la estrecho contra mi cuerpo y la empujo al interior del armario. Katie trata de liberarse, pero la abrazo con más fuerza y caemos sobre las hileras de zapatos y los tacones se me clavan donde no deberían. Tardamos un rato en desenredarnos y me pongo de pie esperando las quejas de Paul y de Gil, pero su atención está en otra parte. Paul está en la esquina, hablando por teléfono en susurros, mientras Gil mira por la ventana. Al principio creo que busca a Charlie; enseguida veo al vigilante que surge de repente en su campo visual, hablando por walkie-talkie mientras se acerca al edificio.

– Oye, Katie -dice Gil-, que no vamos a una fiesta. Cualquier cosa nos sirve.

– Relájate -dice ella, que regresa portando varias perchas con ropa colgada. Nos muestra tres pares de pantalones de chándal, dos camisetas y una camisa de vestir azul que no encontraba desde marzo-. No puedo ofreceros nada mejor, no os esperaba.

Nos ponemos la ropa. De repente nos llega de la entrada el susurro de un walkie-talkie. La puerta exterior del edificio se cierra de un golpe.

Paul cuelga el teléfono.

– Tengo que ir a la biblioteca.

– Salid por detrás -dice Katie con voz acelerada-. Yo me encargo.

Mientras Gil le da las gracias por la ropa, la cojo de la mano.

– ¿Nos vemos luego? -me dice con una mirada evocadora. Se trata de una mirada que siempre acompaña con una sonrisa, porque Katie todavía no comprende que yo siga rindiéndome ante ella.

Gil gruñe y me arrastra del brazo hacia la puerta. Al salir del edificio escucho la voz de Katie llamando al vigilante.

– ¡Oficial! ¡Oficial! Necesito su ayuda…

Gil se da la vuelta. Mira fijamente hacia la habitación de Katie; cuando ve al vigilante aparecer en el marco de la ventana emplomada, su expresión se llena de alivio. Nos ponemos en camino en medio del viento cortante, y no pasa mucho tiempo antes de que Holder se desvanezca tras una cortina de nieve. El campus, cuando descendemos hacia Dod, está casi desierto, y los residuos del calor de los túneles parecen evaporarse entre las perlas de nieve que me resbalan por las mejillas. Paul se nos ha adelantado un poco; camina con más resolución que nosotros. En todo el trayecto no pronuncia una sola palabra.

Capítulo 4

Conocí a Paul gracias a un libro. Probablemente nos hubiéramos conocido de todas formas en la Biblioteca Firestone, o en un grupo de estudio, o en una de las clases de literatura que ambos seguimos el primer año, así que tal vez lo del libro no tenga nada de especial. Pero si se considera que éste en particular tenía más de quinientos años de antigüedad, y era además el mismo que mi padre había estado estudiando antes de morir, el acontecimiento parece más trascendental.

La Hypnerotomachia Poliphili, que en latín significa «La búsqueda del amor de Polifilo entre sueños», fue publicada alrededor de 1499 por un veneciano llamado Aldus Manutius. La Hypnerotomachia es una enciclopedia disfrazada de novela: una disertación sobre todo lo existente, desde la arquitectura hasta la zoología, escrita en un estilo que a una tortuga le parecería lento. Es el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que sueña y hace que Marcel Proust, que escribió el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que se come una magdalena, parezca Ernest Hemingway. Y me atrevería a sugerir que los lectores del Renacimiento opinaban lo mismo. La Hypnerotomachia fue un dinosaurio en su propia época. Aunque Aldus era el mayor impresor del momento, la Hypnerotomachia es un enredo de tramas y personajes que no tienen nada en común salvo su protagonista, un hombre arquetípico y alegórico llamado Polifilo. En líneas generales, el asunto es éste: Polifilo tiene un sueño extraño en el cual busca a la mujer que ama. Pero la forma en que está contado es tan complicada que incluso la mayoría de estudiosos del Renacimiento -esa gente que lee a Plotino en la parada del autobús- consideran que la Hypnerotomachia es dolorosa, tediosamente difícil.

La mayoría con excepción de mi padre, quiero decir. Él se movía entre los estudios históricos del Renacimiento a su aire y cuando la mayoría de sus colegas le dio la espalda a la Hypnerotomachia, él la puso en su punto de mira. Quien lo sedujo para la causa fue un profesor llamado McBee, que enseñaba historia europea en Princeton. McBee, que murió un año antes de que yo naciera, era un hombre menudo con orejas elefantiásicas y dientes diminutos, que debía todo su éxito a su personalidad efervescente y astuta percepción de las razones por las cuales la historia valía la pena. Su aspecto no era gran cosa, pero aquel hombrecillo estaba muy bien considerado en el mundo académico. Cada año, su conferencia de clausura sobre la muerte de Miguel Ángel llenaba el auditorio más grande del campus, y dejaba a los demás académicos con los ojos húmedos y el pañuelo en la mano. Pero sobre todo, McBee era el gran promotor del libro que todos sus colegas ignoraban. Creía que la Hypnerotomachia tenía algo especial, quizás algo de gran importancia, y convenció a sus estudiantes para que investigaran el verdadero significado del libro.

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