Las fotos siempre me sorprenden, son una pequeña parte de nosotros mismos encerrada en ámbar. Las repasamos juntos, compartiéndolas, pasándolas entre nuestras manos.
– ¿Qué te parecen? -dice ella.
Al verlas recuerdo lo cálido que fue aquel invierno. La luz apagada de enero es casi del color de la miel, y allí estamos, ambos vestidos con jerséis ligeros, sin abrigo ni sombrero ni guantes. Las muescas del árbol tienen la textura de la edad.
– Son maravillosas -le digo.
Katie sonríe con torpeza; todavía no sabe muy bien cómo tomar un cumplido. Observo manchas en las yemas de sus dedos: manchas del color de la tinta, rastros de alguno de los agentes de revelado que se alinean en la pared. Sus dedos son largos y delgados, pero tienen un toque profesional, residuo de demasiadas películas hundidas en demasiados baños químicos.
– Así éramos -dice Katie, a mil palabras por segundo-. ¿Te acuerdas?
– Lo siento -le digo.
Se me empiezan a caer las fotos, pero Katie alarga la otra mano y las sostiene.
– No se trata de mi cumpleaños -dice, preocupada porque no comprendo el mensaje. Me limito a esperar-. ¿Adonde fuiste con Paul anoche, después de salir de Holder?
– A ver a Bill Stein.
Se queda con el nombre, pero luego sigue adelante.
– ¿Para algo relacionado con la tesina de Paul?
– Era urgente.
– ¿Y dónde estabais cuando pasé por tu habitación a media noche?
– En el museo de arte.
– ¿Por qué?
Me incomoda la dirección que la conversación está tomando.
– Siento mucho no haber ido a verte. Paul creyó que podía encontrar la cripta de Colonna y necesitaba ver algunos de los mapas más antiguos.
Katie no parece sorprendida. Un silencio se agazapa tras sus siguientes palabras, y comprendo que ésta es la conclusión hacia la que se ha estado dirigiendo.
– Creía que habías dejado de trabajar en la tesina de Paul -dice.
– También yo.
– No puedes esperar que me quede así, viendo cómo vuelves a las andadas, Tom. La última vez dejamos de hablarnos durante semanas enteras. -Duda un instante, sin saber cómo expresarlo-. Me merezco algo mejor.
La reacción instintiva de todo chico es discutir, encontrar una postura defendible y conservarla, aunque no crea en ella de corazón. Siento cómo los argumentos se agolpan en mi boca, el pequeño impulso de supervivencia, pero Katie me detiene.
– No lo hagas -dice-. Quiero que pienses en ello.
No es necesario que me repita. Nuestras manos se separan; Katie deja las fotografías en la mía. El zumbido del cuarto oscuro vuelve a sonar. Como si fuera un perro al que le he pegado una patada, el silencio siempre está del lado de ella.
«Ya he escogido -quiero decirle-. No necesito pensarlo. Te amo a ti más que al libro.»
Pero decirlo ahora sería un error. Lo importante de todo esto radica, más que en dar la respuesta correcta, en demostrar que soy corregible; que, a pesar de haberme roto dos veces, aún puedo ser arreglado. Hace doce horas me olvidé de su cumpleaños por culpa de la Hypnerotomachia. En este momento, cualquier promesa sonaría vacía, incluso para mí.
– Vale -digo.
Katie se lleva una mano a la boca y se muerde una uña, luego se contiene.
– Tengo que trabajar un poco -dice, tocándome los dedos otra vez-. Sigamos hablando esta noche.
Me quedo mirando su uña. Ojalá pudiera inspirarle más confianza.
Katie me empuja hacia las cortinas negras y me da mi abrigo, y regresamos a la oficina principal.
– Tengo que terminar con el resto de los carretes antes de que los fotógrafos de último año se queden con el cuarto -dice mientras salimos, dirigiéndose más a Sam que a mí-. Me estás distrayendo.
La última frase no surte efecto. Los auriculares de Sam siguen en su sitio; ella, concentrada en el teclado, no se da cuenta de mi salida.
En la puerta, Katie me quita las manos de la espalda. Parece ir a decir algo, pero no lo hace. En cambio, se inclina y me da un beso en la mejilla, como los que me daba al principio, como recompensa por el ejercicio matutino. Me sostiene la puerta mientras salgo.
«El amor todo lo puede.»
En séptimo compré, en una pequeña tienda de souvenirs de Nueva York, un brazalete de plata con esta inscripción para una chica llamada Jenny Harlow. Me pareció que era, al mismo tiempo, un retrato del hombre con el cual ella querría salir: cosmopolita, por su pedigrí de Manhattan; romántico, por su poético lema; y sofisticado, por su brillo sutil. El día de San Valentín, dejé el brazalete en la taquilla de Jenny, y luego me pasé el resto del día esperando una respuesta. Estaba convencido de que ella sabría quién lo había dejado allí.
Cosmopolita, romántico y sofisticado: desafortunadamente, no eran éstas las migajas que formaban el rastro que conducía directamente a mí. Un estudiante de octavo llamado Julius Grady debía tener esa combinación de virtudes a mayor escala que yo, pues fue él quien recibió un beso de Jenny Harlow al final del día, mientras yo me quedaba con la oscura sospecha de que el viaje familiar a Nueva York no había servido de nada.
Toda la experiencia, como tantas otras de la niñez, se había basado en un malentendido. Mucho más tarde comprendí que el brazalete no había sido fabricado en Nueva York y que, por supuesto, tampoco era de plata. Pero aquella misma noche de San Valentín mi padre me explicó el malentendido que le parecía más revelador: el poético lema no era tan romántico como Julius, Jenny y yo habíamos creído.
– Tal vez te hayas llevado una impresión equivocada por culpa de Chaucer -comenzó, con la sonrisa de la sabiduría paterna-. La historia de «el amor todo lo puede» es mucho más larga de lo que esta pulsera pueda sugerir.
Intuí que aquello se parecería mucho a la conversación que habíamos mantenido sobre bebés y cigüeñas algunos años atrás: bien intencionada, pero basada en una concepción equivocada de lo que me enseñaban en la escuela.
Siguió una extensa explicación acerca de la décima égloga de Virgilio y el omnia vincit amor, con digresiones sobre nieves de Sidón y ovejas etíopes, todo lo cual me importaba mucho menos que averiguar por qué Jenny Harlow no me consideraba romántico y por qué tiré doce dólares a la basura. Si el amor todo lo podía, decidí, es que el amor no conocía a Julius Murphy.
Pero mi padre era sabio a su manera y cuando vio que no comprendía sus explicaciones, abrió un libro y buscó una imagen que pudiera transmitir el mensaje mejor que él.
– Agostino Caracci es el autor de este grabado, que se titula El amor todo lo puede -dijo-. ¿Qué ves en él?
A la derecha de la imagen había dos mujeres desnudas. A la izquierda, un niño pequeño derrotaba a golpes a un sátiro mucho más grande y musculoso.
– No lo sé -dije, ignorando en qué lado de la imagen estaba la lección.
– Eso -me dijo mi padre, señalando al niño- es el Amor.
Me dejó digerir la información.
– No siempre está de tu lado. Luchas contra él; tratas de deshacer lo que ha hecho a los demás. Pero es demasiado poderoso. No importa cuánto suframos, dice Virgilio, nuestras dificultades no lo conmueven.
No sé si entendí del todo la lección que mi padre me explicó. Pero creo que sí comprendí lo básico: que al tratar de hacer que Jenny Harlow se enamorara perdidamente de mí, estaba echando un pulso contra el amor, lo cual, según decía el brazalete, era inútil. Pero incluso entonces intuí que mi padre utilizaba a Jenny y Julius como meros ejemplos de lo que me quería decir. Lo que en verdad quería ofrecerme era un trozo de la sabiduría a la que él había accedido por el camino más difícil, y hacerlo mientras mis fracasos fueran todavía pequeños. Mi madre me había advertido acerca del amor equivocado, siempre pensando en la infidelidad de mi padre con la Hypnerotomachia; y ahora mi padre me ofrecía su contrapunto, entremezclado con Virgilio y Chaucer. Él -me decía- sabía exactamente cómo se sentía mi madre; incluso estaba de acuerdo con ella. Pero ¿cómo iba a detenerlo, qué poder tenía él contra la fuerza a la que se enfrentaba, si el Amor todo lo puede?
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