Arturo Pérez–Reverte - La reina del Sur

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La reina del Sur: краткое содержание, описание и аннотация

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La más esperada novela de Arturo Pérez-Reverte podría no haber llegado nunca a las librerías. La apasionante historia con la que ratifica sus innegables dotes literarias y un magistral dominio de las técnicas narrativas quizá pudiera haberse resumido en tres minutos de música y palabras. Entonces se habría convertido en uno de los muchos corridos que cantan las "gestas" de los narcotraficantes mexicanos. Pero el escritor español más aclamado dentro y fuera de las fronteras españolas decidió alumbrar una obra inolvidable y original: un corrido de papel impreso y quinientas páginas donde relata las aventuras de una mujer legendaria: Teresa Mendoza, apodada la Reina del Sur por los periodistas y la Mejicana por los cuerpos de seguridad de tres continentes.
Al ritmo de esta peculiar canción, los lectores se van a embarcar en un viaje de ida y vuelta que dura doce años y que comienza en Culiacán, ciudad del estado mexicano de Sinaloa donde morir con violencia es morir de muerte natural, cuando la hasta entonces insignificante novia de un piloto a sueldo del cártel de Juárez se entera de que han asesinado a su hombre. Antes de saldar viejas cuentas, esta mujer va a emprender una arriesgada y fulgurante ascensión: levantará un imperio clandestino que convertirá el Estrecho de Gibraltar en la gran puerta de entrada de cocaína para el sur de Europa.
Para seguir los pasos de Teresa Mendoza y, sobre todo, para averiguar los misterios que la rodean, Arturo Pérez-Reverte ha trazado dos sendas narrativas que se alternan y convergen.
En una de ellas, se relata cronológicamente la peligrosa y fascinante vida de la protagonista; para conseguirlo, Arturo Pérez-Reverte ha superado dos retos: adoptar el punto de vista narrativo de una mujer y dotarla de una voz única, ya que Teresa Mendoza al principio apenas sabe leer y además se expresa en argot sinaloense.
En la otra, un escritor cuyo nombre nunca sabremos –aunque revele: "Ya no soy reportero. Ahora me lo invento todo y no bajo de las cuatrocientas páginas" – sigue a lo largo de ocho meses las huellas dejadas en doce años por Teresa Mendoza en México, el Norte de África y el Sur de España. Ese narrador, tras hablar con quienes la conocieron, odiaron y quisieron, es quien asegura que ha escrito un corrido.
Esta estructura narrativa, dividida en 17 capítulos encabezados por un título de canción, en modo alguno es gratuita. Al contrario, permite que el lector quede atrapado por el innegable interés que tienen las aventuras del personaje retratado –Teresa Mendoza es una heroína tan poco convencional como atractiva– y por las eficaces pesquisas que efectúa el narrador para retratarlo.
Gracias a esta doble perspectiva y a una ingente y precisa labor de documentación, Arturo Pérez-Reverte nos sumerge en un mundo que gira según reglas propias e impenetrables, donde hay traidores y corruptos a los dos márgenes de la justicia y donde la única ley que no se viola es la de la oferta y la demanda: el mundo de los narcotraficantes. Y, eso sí, sin caer en la tentación de caer en meras descripciones, sino poniendo al servicio de la trama, de una acción en muchos casos trepidante, sus conocimientos sobre los mercaderes de droga.

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–Los marroquíes han cumplido como caballeros –comentó el doctor Ramos, las manos en los bolsillos. Se dirigían al coche, con Pote Gálvez al volante. Los faros encendidos iluminaban la extensión de arena y rocas, las gaviotas desveladas que revoloteaban sorprendidas por la luz.

–Sí. Pero el mérito es suyo, doctor. –No la idea.

–Usted la hizo posible.

El doctor Ramos chupó su pipa sin decir nada. Era difícil que el táctico de Transer Naga formulara una queja, o mostrara satisfacción ante un elogio; pero lo cierto es que Teresa lo adivinaba satisfecho. Porque, si la idea del avión grande –el puente aéreo, lo llamaban entre ellos– era de Teresa, el trazado de la ruta y los detalles operativos corrían a cargo del doctor. La innovación consistía en aplicar los vuelos a baja altura y el aterrizaje en pistas secretas a una operación de más envergadura, más rentable. Porque en los últimos tiempos habían surgido problemas. Dos expediciones gallegas, financiadas por el clan Corbeira, resultaron interceptadas por Vigilancia Aduanera, una en el Caribe y otra frente a Portugal; y una tercera operación íntegramente realizada por los italianos –un mercante turco con media tonelada a bordo en ruta de Buenaventura a Génova, vía Cádiz– terminó en completo fracaso con la carga incautada por la Guardia Civil y ocho hombres en prisión. Era un momento difícil; y tras darle muchas vueltas Teresa decidió arriesgarse con los métodos que años atrás, en México, valieron a Amado Carrillo el sobrenombre de Señor de los Cielos. Órale, concluyó. Para qué inventar, habiendo maestros. De modo que puso a Farid Lataquia y al doctor Ramos al trabajo. El libanés había protestado, claro. Poco tiempo, poco dinero, poco margen. Siempre le piden milagros al mismo. Etcétera. Mientras, el doctor se encerraba . con sus mapas y sus planos y sus diagramas, fumando pipa tras pipa y sin pronunciar otras palabras que las imprescindibles, calculando rutas, combustible, lugares. Huecos de radar para llegar al mar entre Melilla y Alhucemas, distancia por recorrer a ras del agua con rumbo este–norte–noroeste, zonas sin vigilancia para cruzar la costa española, referencias de tierra para guiarse a ojo y sin instrumentos, consumo a alta y baja cota, sectores donde un avión de tamaño medio no podía ser detectado volando sobre el mar. Hasta sondeó a un par de controladores aéreos que estarían de guardia en las noches y lugares adecuados, asegurándose de que nadie daría parte si algún eco sospechoso se reflejaba en las pantallas de radar. También había volado sobre el desierto almeriense en busca del lugar adecuado para el aterrizaje, e ido a las montañas del Rif para comprobar sobre el terreno las condiciones de los aeródromos locales. El avión lo consiguió Lataquia en África: un viejo Aviocar C–212 destinado al transporte de pasajeros entre Malabo y Bata, procedente de la ayuda española a Guinea Ecuatorial, construido en 1978 y que todavía volaba. Bimotor, dos toneladas de capacidad de carga. Podía aterrizar a sesenta nudos en doscientos cincuenta metros de pista si invertía las hélices y sacaba los flaps a cuarenta grados. La compra se realizó sin problemas a través de un contacto de la embajada ecuatoguineana en Madrid –comisión del agregado comercial aparte, la sobrefacturación sirvió para cubrir una compra de motores marinos para semirrígidas–, y el Aviocar voló a Bangui, donde los dos motores turbohélice Garret TPE fueron revisados y puestos a punto por mecánicos franceses. Luego fue a posarse en una pista de cuatrocientos metros en las montañas del Rif para hacerse cargo de la cocaína. Conseguir la tripulación no fue difícil: cien mil dólares para el piloto Jan Karasek, polaco, ex fumigador agrícola, veterano de los vuelos nocturnos transportando hachís para Transer Naga a bordo de una Skymaster de su propiedad– y setenta y cinco mil para el copiloto: Fernando de la Cueva, un ex militar español que había volado con los Aviocar cuando estaba en el Ejército del Aire, antes de pasar a la aviación civil y quedarse en paro tras una reestructuración laboral de Iberia. Y a esa hora –los faros de la Cherokee alumbraban las primeras casas de Carboneras cuando Teresa consultó el reloj del salpicadero–, los dos hombres, tras guiarse por las luces de la autovía Almería–Murcia y cruzarla sobre las cercanías de Níjar, ya habrían llevado el avión, volando siempre bajo y evitando el trazado de torres eléctricas que el doctor Ramos dibujó cuidadosamente sobre sus mapas aéreos, en torno a la sierra de Alhamilla, girando despacio al oeste, y estarían sacando los flaps para aterrizar en el aeródromo clandestino iluminado por la luna, un coche al comienzo y otro trescientos cincuenta metros más lejos: dos breves destellos de faros para señalar el inicio y el final de la pista. Llevando en su bodega una carga valorada en cuarenta y cinco millones de dólares, de la que Transer Naga percibía, como transportista, una suma equivalente al diez por ciento.

Se detuvieron a tomar algo en una venta de carretera antes de salir a la N–340: camioneros cenando en las mesas del fondo, jamones y embutidos colgados del techo, botas de vino, fotos de toreros, expositores giratorios con vídeos porno, cintas y cedés de Los Chunguitos, El Fary, La Niña de los Peines. Picotearon de pie en la barra, jamón, caña de lomo y atún fresco con pimientos y tomate. El doctor Ramos pidió un coñac y Pote Gálvez, que conducía, un café doble. Teresa buscaba el tabaco en los bolsillos de su chaquetón cuando se detuvo en la puerta un Nissan verde y blanco de la Guardia Civil y sus ocupantes entraron en la venta. Pote Gálvez se puso tenso, apartadas las manos de la barra, vuelto a medias con desconfianza profesional hacia los recién llegados, moviéndose un poco para cubrir con el cuerpo a su patrona. Tranquilo, Pinto, le dijo ella con los ojos. No será hoy cuando se nos chinguen. Patrulla rural. Rutina. Eran dos agentes jóvenes, con uniformes de color aceituna y pistolas en fundas negras a los costados. Dijeron cortésmente buenas noches, dejaron las gorras sobre un taburete y se acodaron al final de la barra. Parecían relajados, y uno de ellos los miró breve, distraído, mientras ponía azúcar en el café y removía con la cucharilla. La expresión del doctor Ramos chispeaba al cambiar una mirada con Teresa. Si estos picoletos supieran, decía sin decirlo, embutiendo con parsimonia tabaco en la cazoleta de su pipa. Qué cosas. Después, cuando los guardias se disponían a irse, el doctor le apuntó al camarero que tenía mucho gusto en pagar sus cafés. Uno de ellos protestó amable y el otro les dirigió una sonrisa. Gracias. Buen servicio, dijo el doctor cuando se marchaban. Gracias, dijeron otra vez.

–Buenos chicos –resumió el doctor cuando cerraron la puerta.

Había dicho lo mismo de los pilotos, recordó Teresa, cuando los motores del Aviocar atronaban sobre la playa. Y eso, entre otras cosas, era lo que a ella le gustaba del personaje. Su ecuanimidad inmutable. Cualquiera, visto desde la perspectiva adecuada, podía ser buen chico. O buena chica. El mundo era un lugar difícil, de reglas complicadas, donde cada cual jugaba el papel que le asignaba su destino. Y no siempre era posible elegir. Toda la gente que conozco, le oyeron comentar al doctor alguna vez, tiene razones para hacer lo que hace. Aceptando eso en tus semejantes, concluía, no resulta difícil llevarse bien con los demás. El truco está en buscarles siempre la parte positiva. Y fumar en pipa ayuda mucho. Te lleva tiempo, reflexión. Da oportunidad de mover despacio las manos, y mirarte, y mirar a los demás.

El doctor encargó un segundo coñac, y Teresa –no tenían tequila en la venta– un orujo gallego que arrancaba llamas por la nariz. La presencia de los guardias le trajo a la memoria una conversación reciente y viejas preocupaciones. Había recibido una visita tres semanas atrás, en la sede oficial de Transer Naga, que ahora ocupaba un edificio entero de cinco plantas en la avenida del Mar, junto al parque de Marbella. Una visita no anunciada, que al principio ella se negó a recibir hasta que Eva, su secretaria –Pote Gálvez estaba frente a la puerta del despacho, plantado en la alfombra como un dóberman–, le enseñó una orden judicial que recomendaba a Teresa Mendoza Chávez, domiciliada en tal y cual, aceptar esa entrevista o atenerse a las actuaciones posteriores a que hubiera lugar. Encuesta previa, decía el papel, sin determinar previa a qué. Y son dos, añadió la secretaria. Un hombre y una mujer. Guardia Civil. Así que, tras meditar un poco, Teresa hizo avisar a Teo Aljarafe para que estuviese prevenido, tranquilizó a Pote Gálvez con un gesto y le dijo a la secretaria que los hiciera pasar a la sala de reuniones. No se estrecharon manos. Tras un saludo de circunstancias los tres tomaron asiento en torno a la gran mesa redonda de la que se habían retirado antes todos los papeles y carpetas. El hombre era delgado, serio, bien parecido, con el pelo prematuramente gris cortado a cepillo y un hermoso mostacho. Tenía una voz grave y agradable, decidió Teresa; tan educada como sus modales. Vestía de paisano, chaqueta de pana muy usada y pantalones deportivos, pero todo su aspecto parecía de guacho, muy militar. Me llamo Castro, dijo, sin añadir nombre propio, graduación, ni destino; aunque al cabo de un momento pareció pensarlo mejor y añadió lo de capitán. Capitán Castro. Y ella es la sargento Moncada. Mientras hacía la breve presentación, la mujer –pelirroja, vestida con falda y jersey, aretes de oro, ojos pequeños e inteligentes– sacó un magnetófono del bolso de lona que tenía sobre las rodillas y lo puso sobre la mesa. Espero, dijo, que no le importe. Luego se sonó con un kleenex –parecía resfriada, o alérgica– y lo dejó hecho una bolita en el cenicero. En absoluto, contestó Teresa. Pero en tal caso tendrán que esperar a que llegue mi abogado. Y eso incluye tomar notas. De modo que, tras una mirada de su jefe, la sargento Moncada frunció el ceño, introdujo el magnetófono en el bolso y volvió a usar otro kleenex. El capitán Castro explicó en pocas palabras qué los había llevado allí. En el curso de una investigación reciente, algunos informes apuntaban a empresas vinculadas a Transer Naga.

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