Conflictiva y como muriéndose sin morirse. Y sin importarle. Ésas eran las palabras, y la primera de todas resultaba la más inapropiada en aquella clase de negocios, tan sensibles a cualquier escándalo. El último episodio era reciente: una menor encanallada, bajuna, de malas compañías y peores sentimientos, había estado chuleando sin disimulo a Pati hasta que un sórdido asunto de excesos, droga, hemorragia y hospital a las cinco de la madrugada estuvo a punto de llevarla a las páginas de sucesos; y así habría sido de no movilizarse los recursos disponibles: dinero, relaciones, chantaje. Tierra, en fin, sobre el asunto. Cosas de la vida, dijo Pati cuando Teresa tuvo con ella una conversación áspera Para ti es sencillo, Mejicana. Tú lo tienes todo, y encima quien te arregla el coño. Así que vive tu vida y déjame la mía. Porque yo no pido cuentas, ni me meto en lo que no debo. Soy tu amiga. Pagué y pago tu amistad. Cumplo el pacto. Y tú, que tan fácilmente lo compras todo, deja al menos que yo me compre a mí misma. Y oye. Siempre dices que vamos a medias, no sólo en cuestiones de negocios o dinero. Estoy de acuerdo. Ésta es mi libre, deliberada y puta mitad.
Hasta Oleg Yasikov la había alertado. Cuidado, Tesa. No te juegas sólo dinero, sino tu libertad y tu vida. Pero las decisiones son tuyas. Claro. De cualquier modo, no estaría de más que te preguntaras. Sí. Cosas. Por ejemplo, qué parte te toca a ti. De qué eres responsable. De qué no. Hasta qué punto empezaste esto tú misma, siguiéndole el juego. Hay responsabilidades pasivas que son tan graves como las otras. Hay silencios que no podemos excusarnos de haber escuchado con absoluta claridad. Sí. A partir de cierto momento en la vida, cada cual es responsable de lo que hace. Y de lo que no hace.
Cómo habría sido si. Eso pensaba a veces Teresa. Si yo. Quizás estaban ahí las claves; pero a ella le parecía imposible mirar desde el otro lado de aquella barrera cada vez más clara e inevitable. La irritaba la incomodidad, o el remordimiento, que sentía llegar en oleadas imprecisas, como llenándole las manos y sin saber qué hacer con él. Y por qué habría de sentirlo, se decía. Nunca pudo ser, y nunca fue. Nadie engañó a nadie; y si por parte de Pati hubo en el pasado esperanza, o intención, quedaba descartada hacía tiempo. Tal vez era ése el problema. Que todo estuviera consumado, o a punto de estarlo, y a la Teniente O'Farrell ya ni siquiera le quedase el móvil de la curiosidad. En relación a Teresa, Teo Aljarafe podía haber sido el último experimento de Pati. O su desquite. A partir de ahí, todo resultaba al mismo tiempo previsible y oscuro. Y a eso cada una se enfrentaría sola.
13. En dos y trescientos metros levanto las avionetas
–Ahí está –dijo el doctor Ramos.
Tenía oído de tísico, decidió Teresa. Ella no percibía nada, salvo el rumor de la resaca en la playa. La noche era tranquila, y el Mediterráneo una mancha negra frente a la ensenada de Agua Amarga, en la costa de Almería, con la luna iluminando como si fuera de nieve la arena de la orilla, y la luz del faro de Punta Polacra –tres destellos cada doce o quince segundos, registró su antiguo instinto profesional– brillando a intervalos al pie de la sierra de Gata, seis millas al sudoeste.
–Yo sólo oigo el mar –respondió. –Escuche.
Permaneció atenta a la oscuridad, aguzando el oído. Estaban de pie junto a la Cherokee, con un termo de café, vasos de plástico y bocadillos, protegidos del frío por chaquetones y jerseys. La silueta oscura de Pote Gálvez se paseaba a pocos metros, vigilando la pista de tierra y la rambla seca que daban acceso a la playa.
–Ahora lo oigo –dijo.
Era sólo un ronroneo lejano que apenas podía distinguirse del agua en la orilla; pero crecía poco a poco en intensidad y sonaba muy bajo, como si viniese del mar y no del cielo. Parecía una planeadora acercándose a gran velocidad.
–Buenos chicos –comentó el doctor Ramos. Había un poquito de orgullo en su voz, como quien habla de un hijo o un alumno aventajado, pero su tono era tranquilo como de costumbre. Aquel bato, pensó Teresa, no se ponía nervioso nunca. A ella, sin embargo, le costaba reprimir su inquietud y lograr que la voz le saliera con la serenidad que los demás esperaban. Si supieran, se dijo. Si supieran. Y más esa pinche noche, con lo que arriesgaban. Tres meses preparando lo que al fin se decidía en menos de dos horas, de las que ya habían transcurrido tres cuartas partes. Ahora el rumor de motores era cada vez más fuerte y cercano. El doctor se acercó el reloj de pulsera a los ojos antes de iluminar la esfera con un rápido resplandor de su mechero.
–Puntualidad prusiana –añadió–. El sitio justo y la hora exacta.
El sonido estaba cada vez más cerca, siempre a muy baja altura. Teresa escudriñó con avidez la oscuridad, y entonces le pareció verlo: un pequeño punto negro que aumentaba de tamaño, justo en el límite entre el agua sombría y el rielar de la luna, mar adentro.
–Híjole –dijo.
Era casi hermoso, pensó. Tenía información, recuerdos, experiencias que le permitían imaginar el mar visto desde la cabina, las luces amortiguadas en el tablero de instrumentos, la línea de tierra perfilándose delante, los dos hombres a los mandos, VOR–DME de Almería en la frecuencia 114,1 para calcular demora y distancia sobre el mar de Alborán, punto–raya–raya–raya–punto–raya–punto, y después la costa a ojo a la luz de la luna, buscando referencias en el destello del faro a la izquierda, las luces de Carboneras a la derecha, la mancha neutra de la ensenada en el centro. Ojalá estuviera allí arriba, se dijo. Volando a ojo como ellos, con un par de huevos rancheros en su sitio. Entonces el punto negro creció de pronto, siempre a ras del agua, mientras el ruido de motores aumentaba hasta volverse atronador, rooaaaar, hizo, igual que si fuera a echárseles encima, y Teresa alcanzó a distinguir unas alas materializándose a la misma altura desde la que observaban ella y el doctor. Y al cabo vio la silueta entera del avión que volaba muy bajo, a unos cinco metros sobre el mar, las dos hélices girando como discos de plata en el contraluz de la luna. A toda madre. Un instante después, sobrevolándolos con un rugido que levantó a su paso una polvareda de arena y algas secas, el avión ganó altitud, internándose tierra adentro mientras inclinaba un ala a babor y se perdía en la noche, entre las sierras de Gata y Cabrera.
Ahí va una tonelada y media –dijo el doctor. –Todavía no está abajo –respondió Teresa. –Lo estará en quince minutos.
Ya no había motivo para seguir a oscuras, así que el doctor hurgó en los bolsillos del pantalón, encendió su pipa, y luego prendió el cigarrillo que Teresa acababa de llevarse a la boca. Pote Gálvez venía con un vaso de café en cada mano. Una sombra gruesa, atenta a sus deseos. La arena blanca amortiguaba los pasos.
–¿Qué onda, patrona? –Todo bien, Pinto. Gracias.
Bebió el líquido amargo, sin azúcar y avivado por un chorro de coñac, disfrutando el cigarrillo que tenía dentro un poco de hachís. Espero que todo siga igual de bien, pensó. El celular que llevaba en el bolsillo del chaquetón sonaría cuando la carga estuviese en las cuatro camionetas que esperaban junto a la rudimentaria pista: un diminuto aeródromo abandonado desde la guerra civil, en medio del desierto almeriense, cerca de Tabernas, con el pueblo más próximo a quince kilómetros. Aquélla era la última etapa de una compleja operación que relacionaba una carga de mil quinientos kilos de clorhidrato de cocaína del cártel de Medellín con las mafias italianas. Otra chinita en el zapato del clan Corbeira, que seguía pretendiendo la exclusiva de los movimientos de doña Blanca en territorio español. Teresa sonrió para sí. Bien chilosos iban a ponerse los gallegos, si se enteraban. Pero desde Colombia le habían pedido a Teresa que estudiase la posibilidad de colocar, de una sola tacada, un cargamento grande que sería embarcado en contenedores en el puerto de Valencia con destino a Génova; y ella se limitaba a solucionar el problema. La droga, sellada al vacío en paquetes de diez kilos dentro de bidones de grasa para automóviles, había cruzado el Atlántico después de transbordarse frente a Ecuador, a la altura de las islas Galápagos, a un viejo carguero con bandera panameña, el Susana. El desembarco se efectuó en la ciudad marroquí de Casablanca; y de allí, con protección de la Gendarmería Real –el coronel Abdelkader Chaib seguía en óptimas relaciones con Teresa–, viajó en camiones al Rif, hasta uno de los almacenes utilizados por los socios de Transer Naga para preparar los cargamentos de hachís.
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